1.- Creer no es fácil.
La fe es la piedra fundamental de la Iglesia Pero la fe es difícil. Esto debemos hoy afirmarlo ante quienes tienen demasiada facilidad para creer. ¿Acaso creen? ¿No les parecerá que es fe algo que no tiene sino sólo apariencias de ella? Hay quienes tienen una gran pereza mental, o reducen la fe a una simple aceptación de dogmas. Es una manera más de no complicarse la vida. Los dogmas se convierten en axiomas; «así es y no tenemos por qué matarnos la cabeza». ¿Cómo podríamos decir a toda esta clase de creyentes que la fe es un poco más difícil? Es que ser creyente es más importante que eso.
Hay otros que tienen verdadera dificultad para creer. Se toman en serio la Palabra de Dios, pero les cuesta. Se debaten entre la luz y la sombra, entre la evidencia y la duda, entre la aceptación y el deseo de rechazar. Estos están en mejor camino para llegar a ser creyentes. Podemos pensar hoy en ese tipo cristiano arrogantemente «seguro», encastillado en la verdad, como una roca ante el asalto de las olas de la duda.
Sentimos, aun los que tenemos conciencia de haber optado por la fe, cómo en ocasiones todo se nos oscurece y nos parece absurdo: «Este modo de hablar es inaceptable. ¿Quién puede hacerle caso?» (Jo 6, 60). Todo lo que nos rodea nos sugiere criterios, valores, modos de interpretar la vida completamente diversos del evangelio. Cuando se cree, se acepta la fe contra toda evidencia. Pero este camino a contrapelo, se hace costoso y, muchas veces, tambaleante. «Se anegaba la barca…, ¿por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe,?» (Mc 4, 37.40).
Ante esta dificultad de la fe, que no hemos de aminorar, ni tampoco exagerar, muchos se echan para atrás. Esto ocurre sobre todo cuando la fe se va profundizando y nos plantea opciones que no estamos dispuestos a aceptar. En la situación de nuestra Iglesia, abierta a una problemática de la fe, un poco más amplia que los rezos y las sacristías, las deserciones de la fe se hacen cada día más numerosas. «Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con El» (Jn 6, 66).
2.- Es una elección y decisión.
La fe supone una elección y una decisión. El hombre, en el mundo, para su bien o para su mal, aún puede elegir. «Si no os parece bien servir al Señor, escoger a quien servir… (a otros dioses)» (Jos 24, 15). Se puede estar con Cristo o contra Cristo (Lc 11, 23), con el dinero o con Dios (Mt 6, 24). Lo que no se puede hacer es servir a dos señores (v. 24). La fe es una elección, en la que nosotros mismos estamos indecisos. La Palabra de Dios es una proposición provocadora, a fin de que nos decidamos a elegir. «Escoged» (Jos 24, 15). «¿También vosotros queréis marcharos» (Jn 6, 67).
La decisión de Pedro es muy importante. La pregunta de Jesús manifiesta el espíritu vacilante de sus discípulos. La respuesta de Pedro no lo suprime. Pero lo admirable es que Pedro elige decididamente en favor de Jesús: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos». Eligen aceptar la fe (Jn 6, 68). La actitud del pueblo de Israel no es menos significativa; este pueblo acecha- do por mil culturas prósperas, que proclamaban el poder de sus dioses, decide en favor de Yavé. «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios» (Jos 24, 16-17).
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p style=”text-align:justify;”>3.- Dios nos ha elegido antes.
Esta elección y decisión de la fe, están apoyadas por la elección que Dios antes ha lecho de nosotros. Que nadie se sienta con merecimientos ante Dios. El es quien nos salva. En esto es en lo que creemos. La fe nos ayuda a descubrir la verdad del mundo y del hombre, cuya profundidad es Dios mismo revelándose en comunión con todo. La fe es un poder ser hombre, desde el poder de quien se nos revela, Dios. «No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17). Es que «la carne no sirve para nada» (Jn 6, 63). Precisamente la fe es aceptar que Dios viene a salvar nuestra débil situación carnal: «el espíritu es quien da vida» (v. 63) No somos nosotros los que elegimos ser hijos de Dios (Rom 8, 16).
La gratuidad de la fe es absoluta. Elegimos a Dios, por el acto de fe, porque antes El nos ha elegido a nosotros. La fe acepta esta elección. Nos convertimos a Dios, porque antes El se ha convertido a nosotros.
La acción de gracias que vamos ahora a ofrecer a Dios es clara muestra de ello. Damos gracias a Dios por las acciones salvadoras que ha realizado entre nosotros. Es decir, ofrecemos a Dios los mismos dones que nos ha dado; llegamos a Dios después que El se nos ha allegado; entramos en relación con El, porque El nos invita a vivir en comunión suya. Nuestro mérito está en que «nos dignamos», mérito lleno de ironía, aceptar el amor que Dios nos tiene.
Jesús Burgaleta
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