La fiesta de Santiago, Patrón de España, suena con acento distinto tras el reconocimiento de hecho (sociológico) y de derecho (constitucional) del pluralismo religioso. La fiesta, por supuesto, trasciende el ámbito de la fe y se incrusta de lleno en la tradición, en la historia y en el folklore de nuestra patria.
Para unos esta fiesta quizás no sea más que eso, o un día de vacación. Pero no puede ser simplemente un día así para los cristianos. En el Apóstol descansa también la primicia de la predicación del evangelio, el principio de nuestra fe cristiana.
Esto hace que la celebración de la fiesta nos depare un espacio privilegiado para la acción de gracias y para la reflexión.
Agradecimiento es el primer sentimiento que despierta la fiesta de Santiago, porque sigue en pie la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, porque seguimos creyendo a pesar de todo. Y “todo” son muchas pequeñas cosas que se han ido montando sobre el mismo caballo de Santiago.
Por eso, la segunda actitud que despierta la fiesta es la de reflexión. Porque si se ha desmontado ya el malentendido del nacionalcatolicismo, todavía queda por desmontar mucho de sus reminiscencias, para que la fe cristiana resplandezca libre de adherencias inútiles y el apóstol prevalezca sobre el guerrero de nuestra intolerancia. Santiago puede seguir montado sobre el caballo de nuestras leyendas para justificar ciertos patriotismos superficiales y trasnochados o para retener parcelas de poder y proteger intereses ajenos al evangelio. Pero el testigo de Jesús, el predicador humilde del evangelio, no se sostiene sobre nuestros montajes y manipulaciones. El heraldo del evangelio está pie a tierra. Y pie a tierra debe estar también la fe de los que, por su ministerio, seguimos confesando que Jesús es el Señor y que no hay otro.
La fiesta de Santiago, liberada del lastre legendario, cobra una especial relevancia a la luz del evangelio. Y es así como debemos contemplarlo los creyentes y celebrar su fiesta.
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