25 julio 2018

Santiago apóstol

La fiesta de Santiago, Patrón de España, suena con acento distinto tras el reconocimiento  de hecho (sociológico) y de derecho (constitucional) del pluralismo religioso. La fiesta, por  supuesto, trasciende el ámbito de la fe y se incrusta de lleno en la tradición, en la historia y  en el folklore de nuestra patria.
Para unos esta fiesta quizás no sea más que eso, o un día de vacación. Pero no puede  ser simplemente un día así para los cristianos. En el Apóstol descansa también la primicia de  la predicación del evangelio, el principio de nuestra fe cristiana.
Esto hace que la celebración de la fiesta nos depare un espacio privilegiado para la  acción de gracias y para la reflexión.
Agradecimiento es el primer sentimiento que despierta la fiesta de Santiago, porque sigue  en pie la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, porque seguimos creyendo a  pesar de todo. Y “todo” son muchas pequeñas cosas que se han ido montando sobre el  mismo caballo de Santiago.

Por eso, la segunda actitud que despierta la fiesta es la de reflexión. Porque si se ha  desmontado ya el malentendido del nacionalcatolicismo, todavía queda por desmontar  mucho de sus reminiscencias, para que la fe cristiana resplandezca libre de adherencias  inútiles y el apóstol prevalezca sobre el guerrero de nuestra intolerancia. Santiago puede seguir montado sobre el caballo de nuestras leyendas para justificar  ciertos patriotismos superficiales y trasnochados o para retener parcelas de poder y  proteger intereses ajenos al evangelio. Pero el testigo de Jesús, el predicador humilde del  evangelio, no se sostiene sobre nuestros montajes y manipulaciones. El heraldo del  evangelio está pie a tierra. Y pie a tierra debe estar también la fe de los que, por su  ministerio, seguimos confesando que Jesús es el Señor y que no hay otro.
La fiesta de Santiago, liberada del lastre legendario, cobra una especial relevancia a la luz  del evangelio. Y es así como debemos contemplarlo los creyentes y celebrar su fiesta.

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