08 abril 2018

Creer es enamorarse

Quiero pensar, sin temor a equivocarme, que la primera aparición de Jesús resucitado la obsequió, como buen hijo, a su madre María. Los evangelios no mencionan el evento porque ella, una vez más, ejercitó el silencio y guardó el secreto en su corazón, para luego meditarlo. Después, Jesús se hizo el encontradizo con María Magdalena. Y, en tercer lugar, se apareció a los discípulos, reunidos en una casa, con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos… Todos conocemos lo que sucedió. Jesús les deseó la paz. Les mostró las manos y el costado. Ellos se llenaron de alegría. No estaba Tomás. Y cuando le contaron lo sucedido, se mostró escéptico exigiendo pruebas. A la semana siguiente, volvió Jesús y ese día estaba también Tomás. Jesús le reprochó dulcemente su incredulidad, y el discípulo confesó al punto el primer Credo del cristianismo: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Todo ello nos conduce a una reflexión seria acerca de la realidad de nuestra fe. Es de sobra conocida la diferencia substancial existente en estas dos expresiones: “creer a” y “creer en” una persona. Creer a una persona consiste en dar por cierto lo que esa persona nos dice, nos cuenta, nos comunica; en tanto que creer en alguien representa algo más profundo e íntimo: es fiarse totalmente, y sin reservas, de ese alguien en quien hemos depositado nuestra confianza.
Ya la filosofía griega nos advirtió sabiamente que, para querer una cosa, es de todo punto necesario conocerla previamente; nadie ama lo que no conoce. Por lo que conocer a Jesús es requisito indispensable para amarlo. Y este amor es el único garante de que creemos en él. Cuando alguien toma una decisión importante, decisiva, en la que se juega su propia vida y su destino definitivo, si es importante conocer el mensaje de quien lo propone para convencer, mucho más lo es el ser seducido y arrastrado por la persona que realiza la oferta. De ahí que comprometerse con Jesús, creer en Jesús, no es otra cosa que fiarse de él, como lo hizo san Pablo, abandonarse en sus manos…, en una palabra “enamorarse” de él.
El poder seductor de Jesús yo lo cifraría, en primer lugar, en su mirada; que los ojos también hablan. La mirada del Maestro era dulce, delicada, cautivadora: ¿Recordáis lo que puntualiza el evangelista en el pasaje del diálogo que protagonizó con el joven rico: “Mirándolo, lo amó”?…Después, resaltaría su sencillez y su predilección por los más desfavorecidos de la sociedad: la ternura con que acogía a los niños y niñas quienes les constituyó modelo obligado e imprescindible para entrar en el reino de los cielos, y el dolor incontenido que exteriorizaba cuando contemplaba a a los pobres, a los enfermos, a los menesterosos, a los marginados y despreciados por el estrato social de los “civilizados”, de los “cultos... Además, Jesús nos enseñó a orar.
Vivía en constante conexión con el Padre. Y cómo lo haría que los discípulos alucinaban, lo que les hizo solicitar del Maestro: “Señor, enséñanos a rezar”… Nos instó encarecidamente a que le viéramos en el prójimo, perfecta imagen suya… Nos invitó a perdonar, a corregirnos unos a otros con talante fraterno… Todas estas actitudes, y muchas otras más, contemplamos en Jesús de Nazaret, lo que contribuye a que le conozcamos, amemos y le sigamos. Ante este panel maravilloso, no nos queda otro remedio que exclamar como san Pedro, llenos de admiración: “¿Adónde vamos a ir, si tú tienes palabras de vida eterna?”.
Pedro Mari Zalbide

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