Son estos unos días en los que escuchamos mensajes de muy diversa índole. Por una parte se nos invita, de una manera especial, a convertirnos a ese Jesús que nace de María y que, enviado por el Padre nos provoca, según los textos sagrados, una extraordinaria alegría y esperanza.
Por otra se oyen lamentos y tragedias de todo tipo y en todo lugar y en no pocos suenan tambores de guerra de todos contra todos. Al mismo tiempo escuchamos intentos de solución que a su vez enfrentan a sus diferentes propugnadores.
Por otra se oyen lamentos y tragedias de todo tipo y en todo lugar y en no pocos suenan tambores de guerra de todos contra todos. Al mismo tiempo escuchamos intentos de solución que a su vez enfrentan a sus diferentes propugnadores.
Unos afirman que los países ricos, entre los cuales nos encontramos nosotros, debemos ayudar a los países menos desarrollados carentes en muchas ocasiones de lo más elemental, pero no se está de acuerdo en el modo.
Unos piensan y defienden con todas sus fuerzas que habría que acoger a sus miembros sin limitaciones ofreciéndoles habitación y medios. Se presenta como objeción que es imposible recoger en los países desarrollados a todos los necesitados existentes en el mundo. Como argumento supremo, y no despreciable, es que ni cabrían físicamente.¿Dónde meter en Europa y América del Norte los varios miles de millones de gente necesitada?
Otros piensan que lo que procedería sería ayudar a esos países a desarrollar una industria propia que les permitiera vivir en sus lugares de nacimiento. Se critica esta posición porque entonces los países ricos no podrían exportar sus productos y terminarían empobrecidos. Mientras haya consumidores pobres que no producen quedan abiertas las exportaciones que garantizan la permanencia de los países ricos, si bien a costa de los pobres.
El problema parece no tener solución. Si no hay países que exploten a los pobres no habrá países ricos y la miseria se extenderá por todas partes.
Hay, sin embargo, una perfecta solución que es la que deberíamos contemplar, si de verdad queremos prepararnos para que la venida del Señor provoque alegría y esperanza para todos.
Sería, por una parte, bajar nuestros niveles de confort, nuestro empeño de vivir todos como príncipes, caiga quien caiga, aceptando una vida más sobria, menos fantasiosa, menos inmensamente necesitada de cosas innecesarias y por otra parte, luchar para eliminar de la esfera político-económica a esa minoría que posee la mayor parte de la riqueza del mundo y que solo sueñan con vivir con delirios de grandeza oriental a costa de una mayoría sacrificada a su becerro de oro.
Para ambos compromisos deberíamos estar abiertos a las enseñanzas de ese Jesús para cuya venida decimos que estamos preparándonos.
Si aceptáramos el verdadero sentido de la vida que Él vino a proponernos, si entendiéramos la verdadera razón de nuestra existencia, si actuáramos de forma consecuente, dejaríamos de presentar como opciones posibles la demagógica de que aquí estamos todos para vivir sin límites de ningún tipo, caiga quien caiga o como la capitalista que pretende que eso sea solo para unas minorías a expensas de la esclavitud de una mayoría.
Si entendiéramos el mensaje de Jesús aprovecharíamos los recursos de la naturaleza de modo que bien repartidos pudieran sostener dignamente la vida de todos, formando la gran familia de la humanidad entera. No se trata de defender la pobreza generalizada sino de instaurar una cierta austeridad para que los bienes lleguen a todos.
Él nos propuso una vida digna, alegre compartida con todos, sin explotaciones, sin mentiras, sin violencias, unidos todos en un abrazo fraternal.
ESA ES, SIN DUDA ALGUNA, LA CONVERSIÓN QUE NOS PIDE EL TIEMPO DE ADVIENTO.
El Papa Francisco nos decía en la Carta Encíclica “Laudato, Sí”: Toda pretensión de mejorar el mundo supone cambios profundos en los estilos de vida, (pasar del individualismo a la solidaridad) en los modelos de producción y consumo, (frente a la explotación brutal del hombre y la naturaleza, el respeto a la persona y a la naturaleza) en las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad. (Frente al despotismo de los gobernantes , el servicio cercano a los ciudadanos) El auténtico desarrollo humano posee un CARÁCTER MORAL y supone el pleno respeto a la persona humana” (nº. 5)
Es fácil de comprender que cada uno de nosotros se sienta insignificante en cuanto a este cambio de postura existencial ¿Qué puedo hacer yo para cambiar la mentalidad del mundo?
Poco, ciertamente. Pero para cambiarnos cada uno de nosotros hacia ella y favorecer el cambio en nuestra familia, en nuestro pequeño círculo social…igual sí podemos hacer algo. En todo caso, si reconocemos que la solución que nos ofrece Jesús es esa, no deberíamos dudar en empujar al mundo en esa dirección, cada uno con las fuerzas que tenga.
El Papa Francisco nos pedía que los males de este mundo “no fueran excusa para reducir nuestra entrega y nuestro fervor” (Evangelium Gaudium, 84)
Este podría ser un tema a “rumiar” durante el Adviento y a tener en cuenta a la hora de tomar algunas decisiones concretas en cuanto a la celebración de la Navidad en nuestras casas.
Si formulamos un compromiso serio de “aceptar a Jesús” como guía podremos decir de verdad: Ojalá rasgases el Cielo y bajases (1ª lec) estamos aguardando la manifestación del Señor (2ª lec) estamos velando para escuchar tu mensaje de Salvación (3ª lec).
De lo contrario no tendremos derecho a quejarnos de un mundo que, de alguna manera, lo estamos sosteniendo todos con nuestros vicios o con nuestras tibiezas en el compromiso.
Aceptemos la venida de Jesús con todas las consecuencias. Así cobrará verdad lo que hemos pedido en el Salmo: ¡Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve! AMÉN.
Pedro Saez
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