03 septiembre 2017

Jesús ante el sufrimiento

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Querámoslo o no, el sufrimiento está incrustado en el interior mismo de nuestra experiencia humana, y sería una ingenuidad tratar de soslayarlo. A veces es el dolor físico el que sacude nuestro organismo. Otras, el sufrimiento moral, la muerte del ser querido, la amistad rota, el conflicto, la inseguridad, el miedo o la depresión. El sufrimiento intenso e inesperado que pronto pasará o la situación penosa que se prolonga consumiendo nuestro ser y destruyendo nuestra alegría de vivir.

A lo largo de la historia han sido muy diversas las posturas que el ser humano ha adoptado ante el mal. Los sufridos han creído que la postura más humana era enfrentarse al dolor y aguantarlo con dignidad. La escuela de Epicuro propagó una actitud pragmática: huir del sufrimiento disfrutando al máximo mientras se pueda.El budismo, por su parte, intenta arrancar el sufrimiento del corazón humano suprimiendo «el deseo».
Luego, en la vida diaria, cada uno se defiende como puede. Unos se rebelan ante lo inevitable; otros adoptan una postura de resignación; hay quienes se hunden en el pesimismo; alguno, por el contrario, necesita sufrir para sentirse vivo… ¿Y Jesús? ¿Cuál ha sido su actitud ante el sufrimiento?
Jesús no hace de su sufrimiento el centro en torno al cual han de girar lo demás. Al contrario, el suyo es un dolor solidario, abierto a los demás, fecundo. No adopta tampoco una actitud victimista. No vive compadeciéndose de sí mismo, sino escuchando los padecimientos de los demás. No se queja de su situación ni se lamenta. Está atento más bien a las quejas y lágrimas de quienes lo rodean.
No se agobia con fantasmas de posibles sufrimientos futuros. Vive cada momento acogiendo y regalando la vida que recibe del Padre. Su sabia consigna dice así: «No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos» (Mateo 6,34).
Y, por encima de todo, confía en el Padre, se pone serenamente en sus manos. E incluso, cuando la angustia le ahoga el corazón, de sus labios solo brota una -plegaria: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».
José Antonio Pagola

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