09 agosto 2017

La gratuidad



“Gratuidad” es una palabra olvidada hoy en día. En un mundo en el que todo se mide por el interés o la utilidad, hacer algo sin ganancia alguna es una locura. También las relaciones se miden con esta escala de valores. Parece imposible estar junto al otro plena y gratuitamente a la vez. Sin embargo, el amor verdadero es relacionarse gratuitamente con los demás y solamente ahí nuestra existencia tiene sentido y significado.

Para Francisco de Asís, servir gratuitamente era un exigencia porque comprendió que lo que somos, lo que tenemos, lo que hacemos, todo viene de Dios y todo tiene que ser compartido; el ser, el tener, las cualidades espirituales, las riquezas del corazón, los bienes materiales, todo tiene que ser compartido con todos, creyentes y no creyentes, buenos y malos.

Hemos recibido la vida gratuitamente, tenemos que entregarla gratuitamente a los demás. Esta es una existencia coherente que testimonia la vida verdadera sin necesidad de hablar mucho, de pronunciar grandes discursos, de perdernos en la teoría de la vida, donde sin duda nos manejamos mejor y nos sentimos más cómodos.

Cuando perdemos el sentido de la gratuidad corremos el riesgo de deslizarnos lentamente hacia la autodestrucción, el tedio, el desengaño, las alegrías artificiales, la desesperanza. Nos convertimos en dominadores, en propietarios e incluso en homicidas. Enmascaramos nuestro miedo y nuestra fragilidad poseyendo, dominando o excluyendo a los demás. Y ahí no queda espacio para la gratuidad ni para la fraternidad.

Francisco es liberado de esa preocupación de hacerse a sí mismo solo. Se recibe de Dios. En Él encuentra su consistencia y su futuro. Es liberado del miedo. Ya no tiene bienes que defender. Sólo tiene regalos de vida recibidos de balde y que compartir de balde.

«Amemos todos con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con toda la fuerza y poder, con todo el entendimiento, con todas las energías, con todo el empeño, con todo el afecto, con todas las entrañas, con todos los deseos y quereres, al Señor Dios, que nos dio y nos da a todos nosotros todo el cuerpo, toda el alma y toda la vida; que nos creó, nos redimió y por su sola misericordia nos salvará; que nos ha hecho y hace todo bien a nosotros, miserables y míseros, pútridos y hediondos, ingratos y malos» (1 R 23,8). 
«Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, miserables, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purgados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por tu sola gracia, a ti Altísimo...» (CtaO 50-52). 
«Y restituyamos todos los bienes al Señor Dios altísimo y sumo, y reconozcamos que todos son suyos, y démosle gracias por todos ellos, ya que todo bien de Él procede» (1 R 17,17).
Ediciones Aránzazu

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