23 julio 2017

Domingo XVI de Tiempo Ordinario

La enseñanza de esta parábola está clara: a juicio de Jesús, nadie tiene en esta vida el derecho de erigirse en juez del bien y del mal. Nadie tiene, por tanto, el derecho de decidir dónde está el bien (el trigo) y dónde está el mal (la cizaña). Y menos aún, nadie tiene el derecho de considerarse con poder para pretender extirpar el mal de raíz (arrancar la cizaña). Porque bien puede ocurrir que, pensando que arranca la cizaña, en realidad lo que está arrancando es el trigo.
Por tanto, nadie puede constituirse en juez de los demás. Nadie tiene derecho a hacer eso. Nadie puede condenar a nadie, rechazar a nadie, reprobar a quien sea. Porque corre el peligro de equivocarse.
De forma que, pensando que hace una cosa buena, en realidad lo que lleva a cabo es un destrozo. Jesús condena así el puritanismo y la intolerancia. Todos tenemos el peligro de incurrir en ese tipo de conductas. Y de sobra sabemos hasta qué punto la gente anda por ahí condenando, rechazando, ofendiendo, insultando… Pero este peligro se aumenta en la medida en que una persona se hace más religiosa, sobre todo si su religión es de carácter fundamentalista. Entonces, la intolerancia supera todos los límites y llega a crear ambientes en los que no se puede ni respirar. Este mundo está lleno de fanáticos, que se consideran con el derecho y el deber de obligar a que los otros cambien, hasta pensar y vivir como piensa y vive el fanático intolerante.La gente “muy religiosa” da miedo. Y hace la vida insoportable y la convivencia amarga.
En el fondo, el problema está en que, a fin de cuentas, el bien y el mal son categorías que dependen de los que tienen poder para definirlas. F. Nietzsche lo dijo muy bien: “fueron los buenos mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición superior… quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo” (Genealogía de la moral, I, 2). ¿Y así es como vamos a limpiar el campo del Señor de la presunta cizaña? A fin de cuentas, la esencia del fanatismo consiste en el deseo (y hasta el empeño) de “obligar a los demás a cambiar”. En este punto es en el que coinciden todos los fanáticos del mundo, que con frecuencia degeneran hacia la violencia y el terror.
José María Castillo

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