17 mayo 2017

VI Domingo de Pascua: Homilías 2

(A)
Los creyentes –a pesar de los problemas de la vida- debemos tener esperanza y vivir con esperanza, porque creemos y confiamos en Jesús.
Pero, lo que los creyentes no podemos hacer, es vivir como personas que desconocen o se desentienden de la presencia del mal en el mundo, que aparece bajo mil formas: hambre, injusticia, pobreza, enfermedad.
Hoy, día del enfermo, nos planteamos un mal real y universal: la enfermedad.
La enfermedad es una experiencia personal y una realidad universal.
Poderosos y débiles, ricos y pobres, sabios e ignorantes, todos están (estamos) expuestos al riesgo de la enfermedad.
El progreso de la ciencia, de la medicina ha aliviado muchas dolencias y vencido muchas enfermedades, pero aparecen otras nuevas, como el “cáncer” y el “sida”, que nos recuerdan que todos podemos pasar por la experiencia de la enfermedad.

En este domingo del enfermo debemos plantearnos:
Qué enseñanza podemos sacar de la experiencia de la enfermedad.
– La enfermedad puede ayudarnos a descubrir la fragilidad y los límites de nuestra condición humana.
A cuestionar el “culto” que damos muchas veces a nuestro cuerpo.
A poner a prueba nuestra seguridad y nuestro orgullo, ya que la enfermedad puede echar por tierra todos nuestros planes.
La enfermedad puede ayudarnos a conocernos mejor a nosotros mismos, descubriendo si somos o no somos capaces de hacer frente a los problemas de la enfermedad.

– La enfermedad ajena puede ayudarnos a preocuparnos más de los demás y no preocuparnos sólo de nosotros mismos.
– En cualquier caso, la enfermedad nos plantea a los creyentes, una serie de interrogantes:
¿Hago yo algo por aliviar la soledad y el sufrimiento de los enfermos?
¿Veo en el enfermo, no a un ser inútil, sino a un ser que sufre y que necesita compañía, comprensión y cariño?
¿Estoy dispuesto a hacer algo por los enfermos?

Recordemos, para acabar, aquellas palabras de Jesús: “Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para vosotros, porque estuve enfermo y me visitasteis…”
(B)
Celebramos hoy el día del enfermo. Y quisiera hacer alguna consideración a este respecto.
Lo primero, decir, que el dolor es un misterio al que hay que acercarse con los pies descalzos, como Moisés se acercó a la zarza ardiente. Nada realmente más grave que acercarse al dolor con sentimentalismos y, no digamos, con frivolidad.
Y quizá, una primera consideración que yo haría es la de la “cantidad de dolor que hay en el mundo”, agravado en estos tiempos por los medios de comunicación que en seguida nos informan de la muerte que se ha producido en la otra parte del mundo.
Es cierto, que hoy se lucha más y mejor que nunca contra el dolor y la enfermedad. Pero no parece que la gran montaña del dolor disminuya. Incluso, cuando hemos derrotado una enfermedad aparecen otras. Sé que es amargo y doloroso decir esto, pero en lo que respecta al dolor, la enfermedad y la muerte, podemos ganar muchas batallas, pero la guerra la tenemos perdida.
Y aunque la enfermedad y el dolor son un misterio, me atrevo a formular algunas respuestas parciales.
Una primera, sería, que dedicarnos a combatir el dolor es más importante y urgente que dedicarnos a hacer teorías y respuestas sobre él.
En la vida de Buda se cuenta la historia de un hombre que fue herido por una fecha envenenada y, cuando acudieron a curarlo, exigía que, antes, le respondieran a tres preguntas: quién disparó la flecha, qué clase de flecha era y qué tipo de veneno se había puesto en la punta. Por supuesto que el hombre se murió y nadie había respondido a sus preguntas.
Igual pensáis que el cuento de Buda es una pura fábula. Y, sin embargo, es cierto que el hombre ha gastado más tiempo en preguntarse por qué sufrimos, que en combatir el sufrimiento. Por eso ¡benditos sean los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir la montaña de dolor que padecen los hombres!
Una segunda respuesta parcial, es aquella que nos ayude a ver a nosotros y a enseñar a los demás que el dolor es una herencia de todos los humanos sin excepción.
Uno de los grandes peligros de la enfermedad es que empieza convenciéndonos de que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo, o en todo caso, los que más sufrimos. Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un simple dolor de muelas nos empuja a creernos la víctima número uno. Si en un telediario nos muestran miles de muertos, pensamos en ellos durante dos minutos, pero si nos duele el dedo meñique gastamos las veinticuatro horas del día en autocompadecernos. Salir de uno mismo es muy difícil, salir de nuestro propio dolor es casi un milagro. Y tendríamos que empezar por ese descubrimiento del dolor de los demás para medir y situar convenientemente el nuestro.
Hay que tratar de no mitificar nuestro dolor o no volvernos contra Dios y contra la vida como si fuéramos las únicas víctimas. Cuando vas conociendo a los hombres descubres que todos estamos mutilados de algo. Hay a quien le faltan los riñones, o le sobra un cáncer, o le falta un brazo o trabajo, o tiene un amor no correspondido, o un hijo muerto… Y muchos, que quisieron ser actores o médicos, hoy, trabajan en una oficina. Otros tienen un hijo drogadicto, o hubieran querido tener una cultura que no pudieron adquirir. Todos. Todos…
¿Qué derecho tengo a quejarme de mis carencias como si fueran las únicas del mundo?
La tercera gran respuesta es la que enseña a ver los aspectos positivos de la enfermedad. Dejando de lado una seudoespiritualidad cristiana que hablaba de las excelencias del dolor, hay que decir, que en la mano del hombre está el conseguir que ese dolor sea ruina o parto.
Yo nunca me imagino a Dios, mandando dolores a sus hijos sólo para probarlos. El dolor es más bien una parte de nuestra condición humana, deuda de nuestra raza atada al tiempo. Por eso hay que decir que no hay hombre sin dolor.
Lo que Dios, sí, nos da, es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. El hombre tiene en sus manos ese don terrible de conseguir que su propio dolor y el de sus prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso. Y tenemos que reconocer con tristeza que desgraciadamente son muchos más los seres destruidos por la amargura que aquellos que saben convertirlo en fuerza y alegría. Por esto, el verdadero problema del dolor no es su naturaleza, sino su sentido. Ahí es donde se retrata un ser humano, la manera de sufrir es el más grande testimonio que un alma da de sí misma: Así ocurre que hay supuestos “grandes” de este mundo que se hunden en la primera tormenta, mientras que “pequeñas” personas son maravillosas cuando llega la angustia. Un hospital es siempre como una especie de juicio final anticipado.
Desde esta premisas llego a un conclusión: me interesa más una vida plena que una vida larga. El valor de una vida no se mide por los años que dura, sino por los frutos que produce. De ahí, que ante la enfermedad, pase lo que pase, a lo que no tenemos derecho es a desperdiciar nuestra vida, a creer que porque estoy enfermo tengo disculpa para no cumplir con mi deber o a amargar la vida a los que me rodean.
Y me veo obligado a subrayar que la verdadera enfermedad del mundo es la falta de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano compasiva y amiga! ¡Qué fácil, en cambio, seguir cuando te sientes amado y ayudado!
Nunca en nuestra vida haremos algo mejor que querer a nuestros enfermos, sostenerlos y sonreírles. Hay en el mundo un déficit de compasión.

(C)
Hoy se celebra en la Iglesia el día del enfermo. La enfermedad es una limitación humana, una carga que deben soportar, tanto el enfermo como les que le atienden.
Dios es vida. Cristo vino para que tengamos vida en plenitud. Y la enfermedad es falta de vida. Por eso, Cristo curaba a los enfermos. Por eso la Iglesia, debe cuidar a los enfermos. Por eso, nosotros debemos volcarnos sobre los enfermos con amor. No podemos curar a todos los enfermos, ni siquiera Cristo lo hizo; pero sí podemos volcar sobre ellos nuestra ternura y nuestra solidaridad, nuestra estima y nuestro respeto o simplemente nuestra mirada.
Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y que se iluminaban con un “gracias” cuando le ofrecían algo. Entre tantos cadáveres ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo que le mantenía a este leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su conducta por las mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecía durante unos cuantos segundos un rostro, una cara de mujer, vieja y arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana regresara el rostro sonriente. Era –le explicaría, después el leproso- su mujer. Cuando le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor.
“Al verla cada día –comentaba el leproso- sé que todavía vivo”.
No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. por eso tienen razón los psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Por eso yo no me cansaré de predicar que la soledad es la mayor de las miserias y que lo que más necesitan de nosotros los demás, no es nuestra ayuda, sino nuestro amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un viejo no hay ayuda mejor como un rato de conversación sin prisas y un poco de comprensión en sus rarezas.
Y, asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más tacañeamos. Es mucho más fácil dar un euro a un pobre que dárselo con amor. Y es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad.
¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día una sonrisa de amor desde la tapia de la vida!
A veces la mejor medicina es la cercanía, la comprensión cordial.
Un viejo militar francés fue gravemente herido en la última guerra mundial. Al explotarle una granada, perdió las manos y los ojos. Luego fue diácono permanente, casado y con cinco hijos. Hablaba siempre con emoción de lo que le hizo cambiar, lo que fue su conversión. Habla de aquella vieja amiga, aquella enfermera no creyente. “Ella puso simplemente su mano sobre mi hombro, arrimó su frente sobre mi frente”. Era al mismo tiempo el signo de impotencia y la expresión silenciosa de su amistad. Un testimonio de amor. Aunque no le devolviera sus ojos, ya veía.
Este debe ser el gesto cristiano de cara al enfermo; acercarse a él, ponerle la mano sobre la herida, compartir su dolor, aliviarlo en lo posible…
Y a lo mejor descubrimos que en vez de darle nosotros a él, es él quien nos da a nosotros. Porque siempre es así: es más lo que recibimos que lo que damos.

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