El domingo de Ramos es el preludio de lo que va a acontecer en el Triduo Pascual. Tenemos la tendencia a celebrar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén como si no tuviera demasiado que ver con la Pasión y Resurrección. Probablemente la descripción del evangelista está magnificada para destacar el mesianismo de Jesús. Seguramente la entrada real fue menos espectacular, mucho más modesta y más próxima al siervo doliente que no viene con poder sino precisamente a padecer sus consecuencias.
En la liturgia del Jueves Santo el amor surge espontáneo a borbotones. Por eso, celebramos también el Día del Amor Fraterno. Hemos de despertar la conciencia en tiempos de dualización social y de pobreza intensa y cronificada. El amor de Jesucristo nos sobrevuela a tal altura y rebosa de tantísima sublime dignidad que nuestros gestos más generosos parecen una nadería.
Se condensa en el banquete de la Eucaristía, grandiosa novedad y memorial de su infinito Amor. Es la rotunda respuesta del Dios Amor a esa necesidad de sentido que experimentamos los humanos. Solo un Amor que nos sobrepase nos puede devolver el sosiego. Esta vez sin parábolas, casi sin palabras, sin signos prodigiosos que causen admiración. Un mandil a la cintura, de rodillas a los pies de los apóstoles, lavándoselos a todos, sin saltarse a Judas invitado también a la comunión. El Señor, se hace servidor de traidores, renegados, cobardes y pusilánimes. Ninguno es descartado de su Mesa Santa.
Pero todo el que ama de veras sabe que junto al gozo del amor está la Cruz del Viernes Santo. Nuestro mundo está plagado de millones de cruces, de multitud de víctimas de la injusticia, de la violencia, de las fronteras físicas y mentales, de la falta de amor… El que ama, sufre, y el que no ama, hace sufrir y maquina calvarios e infiernos. Pero en la Cruz de Jesús hay una fuerza salvadora más poderosa que el mal y la muerte. Desde esa bendita Cruz, ninguna esquina del alma humana, ningún recoveco de las estructuras sociales queda sin visitar y redimir. Los dos maderos cruzados expresan la más inseparable solidaridad entre el cielo y la tierra, el abrazo con toda la humanidad sin exclusiones.
Tras el silencio espeso del sábado, mezcla de nostalgia y pálpito de esperanza, llega por fin la Pascua. La Noche Santa en que todos los hombres y mujeres podemos levantar la cabeza y dejar la vergüenza y el miedo. Todo es gracia, todo es explosión de vida y desmesura. Esta es la esta más importante e imponente del calendario. La noche de las noches. Celebramos que, a pesar de todo, los seres humanos sin excepción le merecemos la pena a Dios. Algo ha visto en nuestra condición como para dar la vida y llamarnos amigos. A la cruz se pegaron nuestros pecados y al resucitado se abraza ahora lo mejor de cada cual. Las causas perdidas empiezan a estarlo menos. Es el rescate de los perdedores, la rehistoria de los vencidos, la memoria perpetua de los humillados y las víctimas. El amor del Dios resucitador de muertos que rompe el tiempo cruel de la intrahistoria y nos introduce en el tiempo infinito y amable del buen Dios.
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