A la resurrección de Jesús le sigue el fenómeno de las apariciones: a María Magdalena el domingo pasado; hoy a los apóstoles, estando ausente Tomás y más tarde con Tomás incluido; y el próximo domingo leeremos el relato de la aparición a los dos discípulos de Emaús. En estas apariciones observamos unas características comunes que refuerzan e imprimen veracidad a lo narrado por los evangelistas.
Efectivamente, en todas ellas, la iniciativa parte siempre de Jesús; los testigos reconocen que es el mismo Jesús que murió, lo identifican; Jesús les confía una misión, la de ser testigos suyos ante los hombres; y existe una auténtica experiencia del encuentro de Jesús con los apóstoles, a quienes se deja ver para que se cercioren de que Jesús está presente entre ellos y de que lo estará siempre “hasta la consumación de los siglos”.
Cada vez que abordamos la lectura de este pasaje, solemos limitarnos a resaltar la tozudez e incredulidad del apóstol Tomás y su rapidez luego en arrepentirse de su terca actitud: “¡Señor mío y Dios mío!”… Pero yo hoy quiero poner mi atención en lo que he calificado como “características” de las apariciones de Jesús resucitado.
La iniciativa parte de Jesús. Los apóstoles estaban tan afectados por todo lo sucedido, y “el temor a los judíos” era tan imponente, que estaban encogidos, como arrugados, con el cerrojo de la puerta echado y con la voluntad paralizada para tomar cualquier decisión. Jesús, cuando no se le busca, es siempre él quien viene a nuestro encuentro.
Los apóstoles reconocen a Jesús, lo identifican. A veces, tenemos a Jesús tan cerca de nosotros (léase prójimo) que una extraña ceguera nos impide verlo, identificarlo, sentirlo. Estamos lejos de la actitud de los apóstoles, que protagonizaron una auténtica “experiencia religiosa” ante la presencia del resucitado. Hasta el mismo Tomás, una vez aclarada la duda, se unió a la actitud mística de sus compañeros.
Jesús les confía una misión, la de ser sus testigos ante los hombres. Las dos modalidades más genuinas de ser testigos de Jesús y de su evangelio son la palabra y el ejemplo, concediendo prioridad a este último, ya que la palabra ilustra, e incluso convence, en tanto que el ejemplo arrastra. Como aconsejaba san Francisco de Asís: “predica el evangelio en todo momento; y cuando sea necesario, utiliza las palabras”.
Jesús les asegura que estará siempre con ellos, hasta la consumación de los siglos. A menudo, los hombres somos tan torpes y tan vanidosos que los éxitos de nuestras buenas obras, de nuestros proyectos, de nuestros logros los atribuimos a nuestro buen hacer. Nos olvidamos de que es Dios quien da el incremento, es Jesús que está con nosotros hasta que se acabe el mundo. Ello debe reportarnos una buena dosis de humildad, ya que sólo somos insignificantes peones en la construcción del Reino; y una sensación placentera de tranquilidad, ya que nuestro “compañero de obra” es nada menos que Dios.
No me olvido del breve diálogo mantenido entre Jesús y el apóstol Tomás: “No seas incrédulo, sino creyente”. “¡Señor mío y Dios mío!”. Y quiero puntualizar que creer no significa únicamente admitir como cierto lo que te dicen o comunican, sino hacer nuestro el mensaje recibido y vivirlo. Digamos, en conclusión, que la fe es sencillamente vida.
Resumiendo: Dios nos quiere creyentes y testigos. Como el apóstol Tomás.
Pedro Mari Zalbide
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