“TU AMIGO ESTÁ ENFERMO”
Con respecto a este relato de la resurrección de Lázaro hay que decir también que lo menos importante es su realidad histórica. No tiene sentido discutir si Lázaro estaba muerto de verdad o su muerte era sólo aparente. Al evangelista no le preocupan estas cuestiones; lo que él pretende brindar es una espléndida catequesis, que en el catecumenado de las primeras comunidades se daba en vísperas del bautismo, para que vieran en la resurrección de Lázaro su propio proceso de transformación interior, el paso de la muerte psicológica a la nueva vida. El evangelista, el Señor Jesús en definitiva, lo que pretende es que descubramos y experimentemos que “Yo soy la resurrección y la vida”, “he venido para que tengan vida abundante”. Estamos ante un relato interpelante: El Lázaro muerto, medio muerto, tullido o enfermo soy yo. Tenga la calidad de vida que tenga, puedo vivir una vida mejor. Para ello el Señor resucitado me invita a vivir la amistad con él, como Lázaro, y a estar pendiente de su Palabra fecunda creyendo en su cercanía auxiliadora.
Hay que empezar, claro está, con el reconocimiento de nuestra condición de enfermos, necesitados de vida, anémicos en mayor o menor medida. Me alarman las repetidas afirmaciones de Anthony de Mello en sus escritos afirmando que la mayoría de las personas estamos dormidas, drogadas… en definitiva, medio muertas.
Basta acercarse a santa Teresa o a san Juan de la Cruz, leer lo que es el proceso hacia la fidelidad total, para ver la vida enclenque que arrastramos, sin darnos cuenta, la mayoría de las personas. En el orden psicológico y espiritual puede ocurrirnos lo que a ciertos enfermos que se creen sanos y que, sin embargo, están devorados por un cáncer dormido. Me impresionó la “ceguera” de una amiga a la que fui a visitar. Me musitó al oído: “Ésa de al lado está muy mal; no se da cuenta, pero tiene los días contados”. A los cuatro días murió ella, antes que su compañera de habitación.
Son los santos los que nos revelan que tenemos un alma parapléjica. Da miedo acercarse a ellos y compararnos. Se supone que estamos vivos. Con todo, el ángel del Apocalipsis advierte a la comunidad de Sardes: “Te crees que vives, pero estás muerto” (Ap 3,1). No es cuestión de tener vida, sino de tener calidad de vida. Con frecuencia tenemos menos calidad de vida interior de lo que creemos. Está vivo un parapléjico y está vivo un atleta olímpico, pero ¡qué formas tan distintas de vivir! Cuando se vuelve la mirada a esos atletas del espíritu, que son los santos, uno se siente, al menos, parapléjico, mero aprendiz en el arte de vivir. Cuando se contempla su gran facilidad para amar y entregarse generosamente a los demás, comunicarse con Dios, afrontar con fortaleza y alegría los sufrimientos… cuando se les ve tan valientes para dar testimonio y tan desinteresados, a uno le da la impresión de “sobrevivir” sólo, de que necesita de toda clase de aparatos y ayudas para valerse. Por eso, como las hermanas de Lázaro, hemos de exclamar: “Señor, tu amigo está enfermo” (Jn 11,3).
EL AMOR ES VIDA
Es sorprendente cómo se ha desarrollado, sobre todo en
España, la cultura del cuerpo. Con qué sacrificio se busca tener un cuerpo esbelto, bello, ágil, en forma. Todo un mundo vive de la cultura del cuerpo. Otro tanto hay que decir con respecto a la salud: análisis periódicos, controles, medicación, dieta. .. Todo para vivir más y mejor. Esto, verificado con racionalidad, sin obsesión, es sano y bueno. Lo extraño y preocupante es que no haya una preocupación similar por el vigor, la vitalidad y la belleza del espíritu. Lo preocupante es que muchos piensen que con tener el cuerpo en forma, ya se ha ganado en calidad de vida. Lo malo es que el cuidado por las patologías del cuerpo no lo tengamos con respecto a las posibles patologías del espíritu. Ya en su tiempo se quejaba santa Teresa de Jesús: “Todo se nos va en la preocupación y cultivo del cuerpo, cuando tenemos nuestras almas tan abandonadas y enclenques”. Con un cuerpo quebrantado y enfermizo como el de san Juan de la Cruz se puede saborear en plenitud el gusto por la vida; en cambio, con un espíritu quebrantado, imposible. Es preferible tener un espíritu atlético en un cuerpo canijo, como Teresa del Niño Jesús, que al revés.
La vitalidad espiritual y psicológica consiste en el amor: “En esto conocemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama, está muerto”
(1 Jn 3,14-15). Nuestra vitalidad se mide por la capacidad de amar. El egoísta, que no piensa más que en sí mismo y en sus intereses, es un cadáver psicológico. Dios es la Vida (con mayúscula) porque es amor. Cristo es Camino, Verdad y Vida. Por eso es fuente de vitalidad para los demás. La experiencia de amor es experiencia de vida. La persona humilde, sencilla, pobre, pero con corazón grande, es un atleta del espíritu. El sabio sin amor es un medio-muerto.
“YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA”
En el relato evangélico Juan resalta una faceta humanísima de Jesús: “Amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro”. Los que en aquellos días acompañan a las hermanas en el duelo, se dan cuenta. Se pone de manifiesto en el mismo mensaje telegráfico que las hermanas envían a Jesús: “Señor, tu amigo está enfermo”. Saben que basta con estas palabras. Pero este amor se pone de manifiesto, sobre todo, cuando, roto su corazón por el dolor de sus amigas, “muy conmovido, Jesús se echó a llorar”. Y por si nos quedan dudas de la verdad de sus lágrimas, Juan afirma: “Sollozando de nuevo…”. Estas lágrimas verdaderas de Jesús, no teatrales, valen por todo un tratado sobre la plena humanización de Dios.
Ahora bien, cada uno ha de entender estas afirmaciones de
Juan como referidas a sí mismo. El Señor es nuestro amigo, como lo fue de Lázaro, de Pablo, de Agustín… A Jesús le afecta nuestra condición de medio-muertos. El Señor quiere liberarnos de nuestra postración y precariedad de vida porque nos ama mucho más de lo que pensamos.
El relato de la resurrección de Lázaro está escrito para proclamar enfáticamente que Jesús es la Resurrección y la Vida. He aquí el mensaje más solemne y sublime que podemos escuchar los mortales.
Pablo en todas sus cartas recuerda a los miembros de sus comunidades que “estaban muertos y han resucitado” (Ef 2,1 ; Col 3,1). Aquellos cristianos vivían su conversión como una experiencia de resurrección por obra y gracia de Jesús resucitado. Tal rehabilitación era como un nacer de nuevo.
PARA QUE EL MILAGRO SE VERIFIQUE
Para que Cristo pueda realizar el milagro de nuestra resurrección o rehabilitación es necesario que se den unas condiciones:
– Reconocer que estamos enfermos, con una vida rebajada o lánguida.
– Enviar al Señor el mensaje a través de la oración: “Tu amigo está enfermo”, para que el Señor actúe. Después creer y confiar.
– El cristiano enferma cuando tiene a Jesús lejos, cuando la religiosidad se reduce a rezos, prácticas, cumplimientos y no es una relación personal con el Resucitado. “Si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto” (Jn 11,21), reprocha Marta a Jesús. Si la vivencia religiosa hubiera estado centrada en Jesús, muchos, que se dicen “cristianos”, no estarían muertos. Juan Pablo II, en sus últimos documentos, clama por el retorno a Jesús: “No será una fórmula la que nos salve (resucite), sino una Persona y la certeza que ella nos infunde” (NM/ 29; E/E 18-22).
– Es preciso escuchar la Palabra de Jesús, el grito que nos llama a salir fuera del sepulcro. Sin el acercamiento a su Palabra es imposible recuperarse. “Tu palabra me da vida”, dice la canción. Jesús nos da también la mano para rehabilitarnos en la celebración de los sacramentos, vividos comprometidamente. Pablo echa en cara a los corintios que muchos están “achacosos e incluso algunos muertos” porque no comen debidamente la cena del Señor, no celebran con autenticidad y verdadera fraternidad la Eucaristía (1 Co 11,30). Los sacramentos de la Reconciliación y de la Eucaristía son fuente de rehabilitación y de vida.
– La recuperación interior no se puede realizar sin nuestra colaboración; por eso es preciso que hagamos rehabilitación, ascesis, que nos comprometamos y seamos coherentes.
Todos podemos tener mayor calidad de vida. Lo importante no es sobrevivir, sino vivir intensamente. Como se repite con frecuencia, “no es cuestión de llenar la vida de años, sino los años de vida”. Jesús es capaz de resucitar muertos.
(B)
Con la resurrección de Lázaro, la Iglesia propone a los catecúmenos y a todos los bautizados la tercera catequesis antes de la Vigilia Pascual. El hecho en sí mismo está descrito con sobriedad. Lo que hace entender el hecho son los diálogos de Jesús con los discípulos (vv. 4- 16) Y con las dos hermanas de Lázaro, Marta y María (vv. 21-40). Lo importante de estos diálogos es que Jesús se revela como quien tiene capacidad de devolver la vida a Lázaro porque él es la resurrección y la vida. Marta y María lo creen firmemente. Es la fe en Jesús la que conduce a la resurrección y a la vida. El dramatismo es perfecto. Jesús vive a la vez dos sentimientos: de conmoción ante la muerte de su amigo, y de confianza en sí mismo y en el Padre. A Jesús le anuncian la muerte de su amigo, pero no se apresura; deja que todo pase para que resplandezca más la fuerza que el Padre le da. No nos encontramos bien en este comportamiento de Jesús. Le pedimos, como las hermanas de Lázaro, que socorra a nuestros amigos y familiares de la muerte, de la enfermedad, de lo que nosotros vemos como peligro… Decimos que nosotros tenemos más necesidad de ellos que Dios. No entendemos, sobre todo, algunas muertes «a destiempo». Jesús no acude. Todo pasa como tiene que pasar, con la lógica propia de los acontecimientos… No entendemos a Dios porque Dios no hace lo que le pedimos. Pero sólo entendemos a Dios de verdad cuando no le pedimos que haga lo que nosotros queremos, sino cuando le queremos y le vemos donde parece mentira que pueda estar. Ahí está Dios: donde parece imposible. El camino que lleva a la Vida pasa por la muerte. Después, mirando atrás, algunos exclaman: «¡Bendito el día aquel en que me pasó aquello!». Hay luz que sólo es posible vislumbrarla al final de una muerte ya sea física o una muerte a algo muy nuestro. No vemos bien hasta que algo no muere en nosotros. Nos empeñamos en tener todas las cartas de la baraja en las manos, sin perder ninguna; pensamos que así disponemos de más posibilidades de éxito y de vida. Tenemos que saber perder, o hay que entregar algo nuestro para que brote la luz que ni imaginábamos que existía después de la muerte.
(C)
Aspecto humano de Jesús
Hemos escuchado en el evangelio de hoy una escena muy humana: “Jesús llora por la muerte de su amigo Lázaro”.
Estamos tan acostumbrados a oír hablar de Jesús- Dios, que se nos olvida el aspecto humano de Jesús-Hombre.
Y Jesús –como hombre- tuvo los mismos sentimientos que tenemos nosotros: sintió “tristeza, alegría, pena, dolor, hambre, sed…”
Nos podemos imaginar el dolor de Marta y María, hermanas de Lázaro, ante la muerte de su joven hermano.
Y –sin duda ninguna- todos podemos recordar momentos de nuestra vida en que también nosotros –como Jesús- nos hemos encontrado tristes y llorosos por la muerte de algún familiar o amigo que nos ha dejado.
Y sabemos, también, que la muerte será un día una realidad en nuestra vida, porque la condición humana –la nuestra y la de todos- es morir.
Todos: Nosotros, nuestros familiares y amigos, nos dirigimos hacia ese momento doloroso.
Con Jesús hemos conocido la nueva vida más allá de la muerte.
Jesús llora por la muerte, de su amigo Lázaro.
Pero, ante esta muerte, Jesús nos habla de un signo futuro: “Jesús nos invita a creer que todos nosotros –jóvenes y mayores- estamos llamados a vivir una vida nueva, que está más allá de la muerte”.
Es cierto que al morir –como nos dice la Misa de Difuntos- “se deshace nuestra morada aquí en la tierra”, pero la Misa de Difuntos también nos dice: “Que al morir adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Jesús –con su amor a los hombres hasta morir en la Cruz- nos ha abierto las puertas de esa mansión eterna en el cielo y nos invita a creer y a esperar en esa futura vida nueva, más allá de la muerte.
(D)
“Yo abriré vuestros sepulcros” (Ez.) Es una manera metafórica de hablar. Pero anuncia el cumplimiento de la mayor esperanza humana, la victoria sobre la muerte. El Dios que nos sacó de la nada nos puede también sacar de la tumba. Es la fuerza de su amor, la fuerza de su Espíritu.
Y no debemos pensar sólo en la muerte biológica. Hay muchas maneras de morir antes de esa muerte. Cada uno puede conocer cómo se llama su sepulcro.
El “ego” es nuestro principal sepulcro. Todo lo que significa culto al “yo”, todo tipo de egoísmo, narcisismo e individualismo. Es la incapacidad para la relación abierta y generosa. Es el corazón solitario. El que se encierra en sí mismo, se asfixia, se muere. En el fondo es el sepulcro del no-amor. Lo sabemos: “Todo el que no ama está muerto”.
El sepulcro de la rutina: fácilmente nos acostumbramos a lo de siempre, empezamos a ser conservadores, porque nos resulta más cómodo. Si notas que te acostumbras demasiado, piensa que es un síntoma de vejez. Empiezas por perder fuerza y terminas por perder ilusión y esperanza. Es la muerte.
No hay cosa que haga más daño a la persona, a la amistad, al matrimonio que acostumbrarse, no preparar la sorpresa, no iniciar un camino nuevo, una nueva meta.
En el fondo es la muerte de la esperanza.
El sepulcro del miedo: Ya no te fías. Quizás has sufrido muchos desengaños y no pocos fracasos. Has perdido confianza en la vida, en la gente, en ti mismo. Empiezas a ser pesimista y ver siempre los aspectos negativos de todo. Tienes miedo a cambiar, a iniciar una nueva relación, un nuevo proyecto, una nueva conquista. Te parece que ya no puedes, no vales o no sirves.
En el fondo se está perdiendo la fe. Fe en ti mismo, en los otros, fe en la vida, fe en Dios. Y si expulsamos la fe de nuestra vida, por la puerta que sale se nos cuela el miedo.
El sepulcro de la tristeza: la tristeza viste el alma de crespones negros. Si nos contagiamos de tristeza, palidece la vida y empieza el otoño. La persona triste es como una sombra: la vida no será un placer, se convertirá en una carga, una losa insuperable. Es la muerte.
Y podríamos referirnos a sepulcros de vicio, esclavitudes íntimas, consumismo desenfrenado, de ignorancia, de falta de libertad, de enfermedades crónicas…
Podríamos referirnos al sepulcro gigantesco y vergonzoso de la miseria, provocada por la injusticia y la insolidaridad.
Todos son sepulcros que construyen nuestros pecados. ¿Quién nos librará de nuestros sepulcros?
Los evangelios de estos domingos son tres respuestas a tres grandes heridas e interrogantes: la insatisfacción, la ceguera y la muerte.
Cristo tiene la medicina, es la medicina y la respuesta: “Yo soy el agua viva, la luz del mundo, la Resurrección y la Vida”.
Y así lo experimentaron Lázaro, a quien resucita de la muerte y su hermana Marta, a quien resucita de la pena y de las dudas.
Muchas tinieblas se estaban apoderando de su alma. Es la misma sensación de los discípulos después de la muerte de Jesús: tristes, acobardados y desesperanzados…
Jesús, ante todo llora. La mejor manera de consolar al que llora es llorar con él. Jesús asume toda la pena humana. Sus lágrimas le hacen a él más humano y a las lágrimas más divinas.
Después anuncia a Marta la promesa: “Tu hermano resucitará” Y luego proclama el mejor evangelio: “Yo soy la Resurrección y la Vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Es el evangelio que hoy todavía nos ilumina a nosotros y nos resucita. Pero hay que creer en él y con Marta contestar: “YO creo que tú eres el Mesías”.
(E)
Lázaro tenía un amigo. Esta es la primera gran noticia que hoy se proclama. Jesús había venido para todos, pero tenía amigos, cultivaba el sentimiento humano de la amistad. Había una casa en Betania donde el Maestro se refugiaba con gusto y donde gozaba de la compañía de algunos íntimos: Lázaro, marta y María. Una amistad tan profunda que no tenía necesidad de muchas palabras: “Señor, tu amigo está enfermo”. Y Jesús se pone en camino…
Lázaro, todo hombre enfermo, tiene un amigo que se llama Jesús. Y quien tiene un amigo ya está salvado. La amistad es la mejor medicina. Pero si ese amigo se llama Jesús, entonces renacen todas las esperanzas.
Si Dios es nuestro amigo, no nos abandonará nunca, y mucho menos en los momentos de angustia y muerte. Si Dios es nuestro amigo, no hay nada que temer, porque siempre estará a nuestro lado y compartirá nuestra vida. Si Dios es nuestro amigo, hasta el infierno y la muerte se iluminan…
Y la última palabra no será la muerte, sino la Vida, porque Dios es “Dios de vivos”, porque Jesús es la “Resurrección y la Vida”.
Dios lo había anunciado: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros”. Ahora es Jesús el que grita con voz poderosa: “Lázaro, sal fuera”.
Y el muerto salió. Es decir, que la muerte está ya vencida; es anuncio de la Pascua. La Resurrección de Lázaro anuncia la de Cristo, que es el fundamento de toda resurrección. Lo último no será la muerte y el vacío, sino el gozo y la vida. Nuestras lágrimas serán semillas de inmortalidad.
En Jesús vemos al Dios amigo, al Dios que acaricia a los niños, al Dios que comparte una comida, al Dios que abre su corazón, al Dios que llora la muerte de un amigo, al Dios que entrega su vida por amor al hombre… Y de un amigo que ama de esta manera se puede esperar todo.
Jesús es amigo de todos, pero especialmente de los Lázaros y los enfermos. Él está cerca del que sufre, él sabe de lágrimas y dolores. Ya nadie sufrirá sólo y ya ningún sufrimiento será de muerte.
“SAL, FUERA…” Es un grito que va dirigido también a nosotros… pobres Lázaros, pero amigos de Jesús. Y este amigo se acerca a cada uno de nosotros y nos grita con fuerza: “Sal, fuera”. Y a la vez nos tiende una mano con cariño…
Sal fuera del sepulcro de tus incapacidades y de tus miedos… Yo te daré las energías necesarias para superar esas dificultades que te parecen insalvables.
“Sal fuera del sepulcro de tu desesperanza”. No importa la edad ni los fracasos. Yo te daré un montón de ideales.
“Sal fuera del sepulcro de tus tibiezas, de tus rutinas, de tus viejas costumbres”. Yo haré que renazcas a la ilusión y a la vida nueva.
“Sal fuera del sepulcro de tus egoísmos”. Yo seré capaz de poner amor y generosidad en tu corazón.
“Sal fuera del sepulcro del consumismo”. Yo te regalaré la clave de la felicidad: comienza a compartir.
“Sal fuera de tu pasotismo, de tu desinterés por los demás”. Yo pondré en ti la fuerza del compromiso. El sentir como algo tuyo, todo lo que les ocurre a los demás.
“Sal fuera del sepulcro de tu tristeza, de tu soledad, de tus desánimos”. Yo seré para ti una fiesta que no acaba.
“Sal fuera del sepulcro de tus dolores y sufrimientos, de tus enfermedades y fracasos”. Yo los compartiré contigo.
Jesús sigue gritando a todo hombre para que salga de su sepulcro… Cristo no se resigna a nuestros sepulcros, a nuestras elecciones de muerte. Él nos provoca, nos llama a salir fuera. Fuera de prisión en la que nos encerramos voluntariamente, contentándonos con una vida ficticia, pobre de ideales, de ímpetu, despojada de los verdaderos valores.
Esa voz nos impone caminar, haciendo trizas las “vendas” en las que a veces nos envolvemos.
La Resurrección comienza cuando, obedeciendo ese mandato, decidimos salir a la luz de la vida. Cuando permitimos a nuestro ser más auténtico, salir fuera, a la intemperie.
Es la llamada de Jesús que nos invita a vivir en plenitud, de tal forma que nuestra vida sea un grito que interpele a quienes viven sepultados en un sin fin de sepulcros.
(F)
A todos nos pasa lo mismo. No queremos pensar en la muerte. Es mejor olvidarla. No hablar de eso. Seguir viviendo cada día como si fuéramos eternos. Ya sabemos que es un engaño pero no acertamos a vivir de otra manera. Se nos haría insoportable.
Lo malo es que en cualquier momento la enfermedad nos sacude de la inconsciencia. En nuestros días es cada vez más frecuente una experiencia antes desconocida: la espera de los análisis médicos. ¿Cuál será el resultado? ¿Positivo o negativo? De pronto descubrimos, al mismo tiempo, la fragilidad de nuestra vida y nuestro deseo enorme de vivir.
Si el tumor es benigno, respiramos: podemos seguir con nuestras ilusiones y proyectos. Si el resultado es negativo, nos hundimos: ¿por qué ahora?, ¿por qué tan pronto?, ¿por qué me tengo que morir?, ¿no se puede hacer nada?
Siempre es así. Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, todos hemos de enfrentamos a ese final inevitable. Ante la muerte, sobran las teorías. ¿Qué podemos hacer?: ¿rebelarnos, deprimirnos, o, sencillamente, engañarnos? Ante la muerte, Jesús hizo dos cosas: Llorar y confiar en Dios.
En Betania ha muerto su amigo Lázaro. Al ver llorar a su
hermana y a quienes le acompañan, Jesús conmovido se echa a llorar.
La gente comenta: «¡Cómo lo quería!». Es su primera reacción: pena, compasión y llanto. Jesús sufríía al ver la distancia enorme que hay entre el sufrimiento de los enfermos y moribundos, y la vida que Dios quiere para todos ellos.
Pero Jesús tiene fe en el Padre: «Esta enfermedad no acabará en muerte». Es su segunda reacción: una confianza total en Dios. Un día Lázaro morirá. El mismo Jesús terminará sus días ejecutado en una cruz. Nadie escapa a la muerte. Pero Dios, amigo de la vida, es más fuerte que la muerte. Podemos confiar en él.
Inevitablemente, un día nuestros análisis nos indicarán que nuestro final está próximo. Será duro. Seguramente, nos echaremos a llorar. Nuestros familiares y amigos más queridos llorarán con nosotros su aflicción e impotencia. Pero, si creemos en Jesucristo, podremos decir con fe: “Ni siquiera esta enfermedad acabará en muerte», porque Dios sólo quiere para nosotros vida y vida eterna.
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