Nos acercamos a la Semana Santa, es decir a la celebración de la muerte y, sobre todo, de la Resurrección del Señor de la vida.
Jesús libera
El capítulo nueve nos trae, sin duda, uno de los relatos más importantes y mejor construidos del evangelio de Juan. Ante un ciego de nacimiento, que por esa razón vivía de limosnas, los discípulos de Jesús preguntan por el culpable de su infortunio. Era una idea dominante —pese a Job y Ezequiel— en esa época: la pobreza y la enfermedad son castigo de un pecado. El Señor los libera de esa concepción que los ata de manos y no les permite confrontar la realidad: ni este individuo ni sus padres son responsables de la ceguera (v. 3). Culpabilizar a quienes padecen enfermedad o pobreza es hundirlos en ellas; impide, además, que tomen los medios apropiados para salir de esas situaciones.
Este modo de ver las cosas no ha terminado. Lo encontramos en nuestro pueblo que muchas veces vive sus sufrimientos como una punición divina. El pecado es una realidad humana, pero los cristianos creemos en un Dios pronto al perdón. Es un Dios de amor y no de castigos que justifiquen lo que él rechaza: las condiciones inhumanas en que vive la mayoría de nuestra población. Al liberarnos de esta estrecha —e interesada— interpretación, Jesús nos revela al Dios de la vida y del amor.
Los verdaderos ciegos
Jesús da la vista al ciego que se sentaba para mendigar (v. 8). A la liberación de una deformada perspectiva religiosa, se suma la eliminación de la ceguera. Con mano maestra, Juan nos refiere la dura polémica a que este hecho da lugar. Durante la discusión el antiguo ciego se afirma como persona y se abre a la fe en el Señor. Los grandes del pueblo tratan por todos los medios de negar los hechos (v. 13-21). Además, puesto que la curación ocurrió un día sábado, sostienen que estamos ante una violación de la ley. Luego lo sucedido no viene de Dios y Jesús es un pecador.
El beneficiado con el gesto del Señor se acerca al asunto de otra manera. Parte de su experiencia: yo era ciego, ahora veo (v. 25). Los opositores se endurecen e interrogan agresivamente al hombre que había sido curado. Con sorna, al verlos tan preocupados por lo acaecido, el antiguo ciego les pregunta: «¿Queréis vosotros también haceros discípulos suyos?» (v. 27).
Se ha operado un cambio en este mendigo ciego que pasaba su vida sentado y estirando la mano por una limosna. Ahora, puesto de pie, discute de igual a igual con los poderosos de su pueblo, ciegos a la manifestación del Mesías (v. 30-33). Poco a poco va comprendiendo mejor a Jesús: primero habla de él como «ese hombre» (v. 11), después la luz se va haciendo (cf. también Ef 5, 8-14) y dice que se trata de «un profeta» (v. 17). El Señor entra en escena nuevamente y lo conduce plenamente a la fe. «Creo, Señor» (v. 38), afirma este hombre tratado por todos, menos por Jesús, como un insignificante. Dios lo elige, como al pequeño David (1 Sam 16, 10-13), para que manifieste su obra. El ciego, y aquellos que lo rodean, son liberados de la idea de un Dios castigador, se ve libre de la ceguera, crece como ser humano y recibe finalmente la gracia de la fe. Reducir la liberación de Jesús a uno de esos aspectos es mutilarla o empobrecerla. Nada escapa a su amor.
Gustavo Gutiérrez
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