Es evidente que los cristianos hemos incurrido en un legalismo similar al de los escribas y fariseos. Por eso Juan XXIII hizo aquella afirmación “escandalosa”: “Es preciso abrir las puertas y ventanas de la Iglesia, porque el ambiente está viciado”.
Pero no sólo entonces. Después de casi cuarenta años, Juan Pablo II la repite con otras palabras refiriéndose a la vieja
Europa: “Por doquier es necesario un nuevo anuncio del Evangelio, incluso a los bautizados. Muchos europeos contemporáneos creen saber qué es el cristianismo, pero realmente no lo conocen. Con frecuencia se ignoran ya hasta los elementos y las nociones fundamentales de la fe. Muchos ‘bautizados’ viven como si Cristo no existiera. Se repiten los gestos y los signos de la fe, especialmente en las prácticas de culto, pero no se corresponden con una acogida real del contenido de la fe y con una adhesión a la persona de Jesús… Se difunden diversas formas de agnosticismo y ateísmo práctico que contribuyen a agravar la disociación entre fe y vida…” (E/E 47). El cuadro no puede ser más sombrío.
También podríamos afirmar al estilo de Jesús: “Se os ha dicho explícita o implícitamente que lo importante es ‘cumplir’ como sea, no cometer pecado grave para no arriesgar la salvación eterna, recibir los sacramentos, respetar a la autoridad religiosa, ayudar con alguna limosna, que cada uno dé buena cuenta de sí mismo…”. Pero el Concilio Vaticano II, leyendo el Evangelio, proclama: “El que entrega su vida, la conserva” (Jn 12,24); hay que hacer rentar los talentos, no como el siervo perezoso (Mt 25,26); hay que vivir en actitud de servicio (Mt 20,26-28); hay que entregarse con generosidad al que sufre como buenos samaritanos (Lc 10,25-37); hay que ser luz, fermento y sal (Mt 5,13-16).
Ser cristiano no es un juego de niños, es entregar la vida entera (Mt 22,37). Se trata, simple y llanamente, de volver al Evangelio. Y ahí está el manantial secreto de la alegría. Todo es posible para quien se deja fascinar por Jesús.
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