14 febrero 2017

Domingo 19 febrero: Homilías 1

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(A)
Al escuchar el Evangelio del día de hoy alguien puede pensar: ¡Cualquiera cumple esto! Pero es que Jesús no nos pide cosas imposibles. Tenemos que pensar que algunas palabras de Jesús en este Evangelio no hay que tomarlas tal como suenan; no hay que tomarlas al pie de la letra.
Haríamos el tonto si, cuando nos dan una bofetada, presentáramos la cara para que nos dieran otra. El mismo Jesús no lo hizo cuando fue abofeteado ante Anás, sino que dijo al que lo había abofeteado: «Si he hablado mal, muéstrame en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» Gn 18,23). Lo que Jesús nos pide es mansedumbre y que tengamos el corazón limpio de rencor.
Jesús rechaza la famosa ley del Talión, del «ojo por ojo, diente por diente». Por esta ley, si a mí alguien me quitara un ojo, yo le podría quitar a él otro; es decir, yo le podría hacer el mal que él me hiciera a mí. Esta ley tenía de bueno que no nos pasáramos, porque la tentación que tenemos es de quitarle los dos. Pero con esta ley nos ponemos en el camino de la violencia: la de contestar a la violencia con la violencia, y no acabaríamos nunca. Jesús, en cambio, nos trae la ley del amor.
Nosotros muchas veces practicamos la ley del Talión. Es lo que sucede cuando un niño vuelve del colegio y dice que un compañero le ha pegado, le ha roto la carpeta o quitado un bolígrafo. ¿Qué se le dice en casa? «Defiéndete, pégale tú también, no seas tonto». Es la ley del Talión.
Una madre, en cambio, tenía un hijo llamado Carlitos.
Otro compañero llamado Andrés le hacía en clase la vida imposible e incluso le quitaba cosas. Los maestros no conseguían nada con aquel niño, pese a los castigos. Los padres eran un desastre. ¿Qué hizo la mamá de Carlitos? Va un día a la escuela, llama a Andrés y como mamá de Carlitos le da una caja de bombones; desde entonces Andrés y Carlitos fueron siempre amigos. Esta es la ley del amor.
Nos resulta fácil amar a los nuestros aunque a veces haya problemas de convivencia, sea por el carácter o temperamento, sea por otros motivos. Pero a la hora de la verdad, cuando nos sentimos enfermos, son ellos los que están a nuestro lado. Sabemos que podemos contar con ellos y ellos saben que pueden contar con nosotros.
Amar a los nuestros, amar a los que nos hacen bien lo hace cualquiera. Para eso no es necesario creer en Jesús.
En cambio, para amar a nuestros enemigos hay que creer en Jesús, hay que ser cristianos de verdad. Está claro que un enemigo nos resulta antipático y desagradable, pero no podemos desearle mal; al contrario, hay que hacerle todo el bien que podamos. Claro que esto es algo divino; es Dios el que envía la lluvia para los buenos y para los malos, y hace salir el sol para todos. Dios nos ama, no porque nosotros seamos buenos, sino porque Él es bueno.
Y este es el amor que hemos de imitar; de este modo yo amaré a los demás, no porque sean buenos, sino porque yo soy bueno y deseo serlo cada vez más.
Defendamos nuestros derechos pero perdonemos a los que nos ofenden para que podamos rezar aquellas palabras del padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

(B)
NO SOMOS INOCENTES
«¿ Qué sabéis de salvación vosotros, los que nunca habéis pecado?»
Con estas palabras fustigaba Bernanos a determinados católicos de su tiempo un cristianismo de carácter fariseo que se cree limpio e inmaculado, sin necesidad alguna de salvación.
A raíz de los brutales atentados de Madrid o de New York hemos podido escuchar condenas terribles del terrorismo y silencio casi total sobre nuestra posible complicidad en su gestación. Al parecer, lo que sucede en el mundo es «una historia de buenos y malos». Nosotros, naturalmente, somos los buenos. Los cristianos somos más humanos que los musulmanes; los pueblos desarrollados, más justos que los que viven rozando la miseria. No es verdad.
El terrorismo es, sin duda, un crimen execrable y sin justificación alguna. Pero es también un síntoma. No se produce porque un odio diabólico se ha apoderado de pronto de unos desalmados. Nace de la desesperación y del fanatismo, del miedo y del odio a los poderosos de la tierra, de la impotencia ante los que quieren dominar a sus pueblos. Todo se mezcla de manera irracional. Pero tampoco nosotros somos inocentes.
Hemos convertido el mundo en un «holocausto global». Cada año mueren de hambre 35 millones y queremos que nadie nos moleste. Seguimos desarrollando nuestro afán de supremacía y poder para asegurar nuestro propio bienestar y pretendemos que en el mundo haya paz. Nosotros no necesitamos organizar «actos terroristas» para sembrar hambre y muerte en diferentes pueblos de la tierra.
Ante la tragedia del 11 M o del 11 S hemos podido oír gritos magníficos de solidaridad: «todos somos madrileños o americanos»; «todos íbamos en ese tren o estamos en aquellas torres». Pero es insuficiente si no ensanchamos este grito aún más: «todos somos iraquíes, palestinos o ruandeses»; «todos veníamos en esa patera».
Tomar en serio ese grito nos exigiría reconocer nuestro pecado y cambiar.
Nuestra actitud sería diferente si viviéramos como hijos de un Padre bueno que «hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos».

(C)
DIFÍCIL, PERO INCUESTIONABLE
Hay que reconocer que la consigna de Jesús de amar al enemigo y de hacer el bien a los que nos aborrecen resulta difícil; y para los que no viven en serio la fe, incomprensible. ¡Vaya si es difícil perdonar y amar a quien por fanatismo político te ha privado de lo más querido: el esposo o un hijo! ¡Vaya si es difícil perdonar y amar al que ha deshecho tu vida porque con un explosivo te ha privado de las piernas! ¡Vaya si es difícil perdonar a quien te ha destrozado la vida robándote a traición el marido o la esposa, o el puesto de trabajo, o una herencia que te pertenecía legítimamente!
Es difícil amar al que te odia, al que te hace la vida imposible, al que no te deja vivir en paz, al que ha manchado tu imagen. Resulta muy difícil tender la mano a quien te puso la zancadilla, como es difícil amar y ayudar al que te cae antipático, al interesado y egoísta. Sin embargo, el amor hacia ellos y la actitud de ayuda es incuestionable para los discípulos de Jesús. No se trata de una consigna opcional o exclusiva para héroes, sino de una señal distintiva del cristiano.
Como afirman los teólogos y pensadores cristianos, nuestra señal identificadora, más que el amor mutuo entre nosotros, es el amor a los enemigos. Por eso Jesús dice: “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Eso lo hacen también los pecadores, los que viven en la dinámica del egoísmo”. En cambio, los primeros cristianos se distinguían por la vivencia de los dos aspectos esenciales del amor evangélico: el amor fraterno de comunión y el amor de perdón a los enemigos. Recordemos el ejemplo de Esteban que muere mártir orando por los que le quitan la vida a pedradas. La fraternidad y el amor a los enemigos, conjuntamente, eran los que dejaban atónitos a judíos y paganos..

UN TEST DE AUTENTICIDAD DEL AMOR
Es imprescindible amar, acoger y ayudar a los enemigos repulsivos porque es consigna de Jesús, porque hay que irradiar el amor de Dios a todos los hombres, porque Jesús amó y perdonó a todos, y ahora también nos perdona y ayuda a todos incondicionalmente.
Pero Jesús no lo hizo porque sí, sino por una razón profunda: El amor a los que parecería que presentan todas las razones para ser odiados es el amor más puro, el test de autenticidad de todo “otro” amor. Yo me siento profundamente amado por el amigo que es capaz de amar a sus enemigos, a los seres más degradados.
El amor es esencialmente gratuito, y el amor a los enemigos repelentes está ungido con una total y absoluta gratuidad. En este caso, se ama no a aquél al que debes algo, sino sólo y exclusivamente porque sí, por la sencilla razón de que es una persona, un hijo de Dios. Se ama a fondo perdido, como ama Dios. Se ama “divinamente”.
Amar al simpático, al que te ha colmado de favores, al buenazo, al que es adorable, eso lo hace cualquiera. Pero, ¿es amor o complacencia? Madre, lo que se dice madre, no es sólo aquella que adora al hijo que es un encanto, que la llena de satisfacciones porque es bueno, sino también aquella que ama al hijo degenerado, que le ha destrozado la vida a disgustos, para regenerarle. Ésa es doblemente madre. Amar a los indeseables es privilegio de los espíritus magnánimos y de las almas grandes. Pagar odio con odio y mal con represalias es revolcarse en el mismo fango que los enemigos. El odio degrada, aunque sea un odio-respuesta a otro odio.
Por lo demás, hay que decir que sólo quien ama al enemigo y al indeseable ama de verdad a los amigos. Quien excluye a alguien de su amor es que no ama a nadie; o amamos a todos o no amamos a nadie, porque toda persona reúne las razones básicas y suficientes por las que hemos de amar a los seres humanos. Naturalmente, Jesús no nos exige que sintamos ante quien nos ha robado la billetera o nos ha clavado la navaja lo mismo que ante quien nos ha hecho un regalo y cuida de nosotros. No nos pide la ternura y los sentimientos de alegría que sentimos en presencia de quien sabemos que nos ama. Sólo nos pide aceptación, perdón, comprensión y compasión. Sí, compasión porque muchas veces se trata de verdaderos enfermos psíquicos, que temperamentalmente o educacionalmente son unos tarados infelices; por eso precisamente no dejan ser felices a los demás.

AMOR Y PERDÓN, EXPRESIÓN Y FUENTE DE VIGOR
Hay consignas de Jesús que parecen escandalosas: “No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pida, dale, y al que te pida prestado, no le vuelvas la espalda”. Con estas palabras Jesús no nos invita a la ingenuidad, ni a la debilidad, ni a dar paso libre a los truhanes y caraduras de turno. Es preciso tener en cuenta el contexto en que habla Jesús y el lenguaje exagerado de los orientales. Tolerar pasivamente las injusticias y retirarse de la lucha contra el mal sería una traición al Evangelio. Hay que denunciar ante la Justicia, llevar a los tribunales, cuando sea necesario defender los derechos; aplicar sanciones cuando sea preciso, pero sin odio, sin espíritu vengativo, respetando siempre la dignidad de las personas y buscando su regeneración.
Jesús perdonó a todos, pero no fue pasivo ante la violencia. No puso la otra mejilla: “Si he hablado mal, dime en qué; y si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23).
Además de las razones teológicas para rechazar el odio, hay otra razón poderosa: la paz interior, la salud psíquica. Se dice muy gráficamente: “El odio me recome”. Y es que el odio, el rencor, el resentimiento son como una úlcera en lo profundo del espíritu que impide gozar de la vida. Es una experiencia de infierno. Las malas jugadas desencadenan represalias que, a su vez, provocan otras represalias contra las anteriores; así se genera una espiral de violencia interminable. Por eso, como todos sabemos, a veces saber perder es ganar. El odio es como el cáncer en el corazón humano. El cristiano no sólo ha de estar liberado del odio y del rencor, sino que ha de ser el que dé el primer paso hacia la reconciliación.

REVISIÓN DE VIDA
La Palabra del Señor nos urge a preguntarnos: ¿Tengo algún resentimiento que no acabo de vencer? ¿Tengo enemistades que no acabo de superar? ¿Cómo intento liberarme de estas esclavitudes? ¿Qué hago por la reconciliación?
Me imagino que más que odios dramáticos, lo que puede darse con más facilidad en nuestra vida es una agresividad inconsciente hacia personas con las que no congeniamos o de las que creemos que son injustas, interesadas y egoístas con nosotros, y a las que no terminamos de acoger y con las que no vivimos íntimamente reconciliados a pesar de nuestras relaciones más o menos corteses. San Juan de la Cruz tenía esta sabia consigna: “Donde no hay amor, siembra amor y cosecharás amor”.
¡Qué sobrehumano es Jesús! ¿Cómo responde a las carcajadas de sus verdugos que se ríen estentóreamente de él porque, por fin, le tienen bien remachado en la cruz, con la carne hecha colgajos y con el cuerpo hecho una pura llaga? “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). ¿No saben lo que hacen cuando llevan meses y meses planeando minuciosamente su muerte? ¡Lo que hace el amor!
Empeñémonos en vivir la tan conocida plegaria de san Francisco de Asís: “Señor, haz de mí un instrumento de tu paz. Que donde haya odio, yo ponga amor”.

(D)
Los cristianos no sabemos a veces captar algo que M. Gandhi descubrió con gozo al leer el Evangelio: la profunda convicción de Jesús de que sólo la no-violencia puede salvar a la humanidad. Después de su encuentro con el Evangelio, Gandhi escribía estas palabras: «Leyendo toda la historia de esta vida… me parece que el cristianismo está todavía por realizar… Mientras no hayamos arrancado de raíz la violencia de la civilización, Cristo no ha nacido todavía.»
La vida entera de Jesús ha sido, desde el principio hasta el fin, una llamada a resolver los problemas de la humanidad por caminos no violentos. La violencia tiende siempre a destruir. Pretende solucionar los problemas de la convivencia arrasando al que considera enemigo, pero no hace sino poner en marcha una reacción en cadena que no tiene fin.
Jesús nos llama a «hacer violencia a la violencia». El verdadero enemigo del hombre hacia el que tenemos que dirigir nuestra agresividad no es el otro, sino nuestro propio «yo» egoísta, capaz de destruir a quien se nos oponga.
Es una equivocación creer que el mal se puede detener con el mal y la injusticia con la injusticia. El respeto total a cada hombre y a cada mujer, tal como lo entiende Jesús, está pidiendo un esfuerzo constante por suprimir la mutua violencia y promover el diálogo y la búsqueda común de una convivencia siempre más justa y fraterna.
Los cristianos hemos de preguntarnos por qué no hemos sabido todavía extraer del Evangelio todas las consecuencias de la «no-violencia» de Jesús, y por qué no le hemos dado el papel central que ha de ocupar en la vida y la predicación de las Iglesias.
No basta denunciar el terrorismo. No es suficiente sobrecogernos y mostrar repulsa cada vez que se atenta contra la vida. Día a día hemos de construir entre todos otro clima suprimiendo de raíz «el ojo por ojo y diente por diente» y cultivando una actitud reconciliadora difícil pero posible. Las palabras de Jesús nos interpelan y nos sostienen: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen.»

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