17 enero 2017

Domingo 22 enero: Homilías 3

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El único fracaso es no intentarlo
“No hay fracaso, excepto el de dejar de intentarlo.
No hay derrota, excepto la que nos imponemos a nosotros mismos. No hay ninguna barrera insuperable, excepto nuestra inherente debilidad en cuanto al propósito”.
(Kin Hubbard)
Si fueses periodista y tuvieses dar la noticia en tu periódico de la llamada de los primeros discípulos, ¿qué título le pondrías? Yo le pondría varios: “Un desconocido que te invita a arriesgarte”. “Unos pobres hombres que tienen el coraje de intentarlo todo”.
Ni Simón ni Andrés, ni Santiago ni Juan, tenían idea de quién fuese aquel desconocido que pasaba por las orillas del Lago. Ellos estaban a lo suyo. Y un desconocido les invita a dejarlo todo y a seguirle. Así de simple. Y sin mayores explicaciones. ¿No sería una trampa? ¿No sería un engaño o una simple tomadura de pelo?

No es que tuviesen mucho que dejar, pero tenían para vivir. Una barca y unas redes. Suficiente para poder comer. Y un padre que sin ellos, tampoco podría hacer grandes cosas. Al fin y al cabo, ellos eran su apoyo y su futuro.
¿A caso estarían ya hartos de hacer siempre lo mismo y ahora tenían una oportunidad de cambiar? Pero ¿no era eso un riesgo? Seguir a un desconocido y no saber tampoco a dónde ¿no era una aventura demasiado riesgosa? Y sin embargo, “inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron”. El único fracaso de triunfar en la vida suele ser de ordinario el no decidirse, el no intentarlo. Y ellos lo intentaron. Se lanzaron al vacío de algo que no conocían.

A un amigo mío le gustaba mucho ver las cosas al revés. Pues decía que, vistas al derecho, las cosas carecían de luminosidad. Así, por ejemplo decía:
No existe la oscuridad. Sencillamente falta la luz.
No existe la tristeza. Es que sencillamente no tenemos alegría.
No existe el no. Lo que sucede es que nos falta el “sí”.
No existe el mal. Sencilla y llanamente es ausencia del bien.

Es que en la vida, todo es cuestión de perspectiva. Para el borracho, cuando la botella está por la mitad, ya se siente preocupado, “porque ya queda poco”. En cambio, otros dicen, “tranquilo, viejo, que aún queda media botella, todavía hay para rato”.
¿Existe realmente el fracaso? Sí. El fracaso sólo existe para aquellos que, por miedo a fracasar, “nunca lo intentan”. Esos nunca fracasan. Ellos mismos son un fracaso. Porque el que lo intenta, ese no ha fracasado. A ese le queda siempre la satisfacción de que ha hecho un intento. Lo ha intentado. Y el esfuerzo de intentarlo ya es un triunfo sobre sus propios miedos.
¿Existe la derrota? Sí. La derrota existe para aquellos que nunca se deciden a pelear o luchar. Pero quien pelea, quien lucha, no es un derrotado. Es un luchador en la vida. Y lo que realmente vale en la vida, no son precisamente el triunfar siempre, sino el luchar siempre.
¿Hay algo insuperable para ti? Sí. Tú mismo que nunca te decides enfrentarte con tu verdad, con tu realidad.
El primer obstáculo con el que nos encontramos en la vida, no son las cosas, ni las dificultades, sino nosotros mismos. Nosotros somos el peor obstáculo y la peor dificultad. Cuando logramos vencer nuestras indecisiones dentro de nosotros mismos, el resto ya es camino fácil.

Hace unos días, en un programa televisivo ofrecían una experiencia de formación de líderes de lo más curioso. Como decía el comentarista, no eran fakires, eran gente normal como nosotros, la mayoría eran empresarios jóvenes. Como empresarios se les quería formar en una mentalidad de riesgo.
Hacerles sentir que valía la pena arriesgarse en los negocios, en la innovación de sus empresas.
¿Cómo lo hacían? Presentaron diversas técnicas de motivación. Pero la que más me llamó la atención, fue sin duda, el tener que atravesar un brasero encendido, descalzos. Encendieron unas brasas que, sólo verlas, ya uno se sentía cohibido. Luego las esparcieron por el suelo. Había que atravesar por encima de ellas descalzos. Cada uno tenía que poner al menos unas tres o cuatro veces los pies sobre ellas.
A mí se me estaba poniendo la carne de gallina. Cuando de repente, a un grito unánime, todos iban desfilando sobre aquellas brasas y terminaban todos tan felices, riéndose de ellos mismos, con la satisfacción de: “lo he hecho”, “he sido capaz”.

Necesitamos ser positivos. Necesitamos mentalizarnos. Necesitamos arriesgarnos. Necesitamos demostrarnos que sí es posible. Necesitamos convencernos de que sí podemos.
No dejemos que tantas posibilidades se apaguen y mueran dentro de nosotros y queden enterradas en la tumba de nuestros miedos. La esperanza es creer que yo sí puedo. La esperanza es creer que todo es posible para mí.
La esperanza es creer en mí. La esperanza es creer a las invitaciones de Dios en nuestras vidas. Cuando Dios nos llama no podemos pasarnos la vida razonando los pro y los contra. Puede que al principio no entendamos nada. Puede que al principio nos parezca todo un absurdo. Y hasta es posible que si consultamos a los demás, nos pidan prudencia. Que no hagamos locuras. Y menos fiarnos de alguien desconocido para nosotros. Y sin nada fijo por delante.
Todo es cuestión de creer en nosotros mismos y creer en la llamada de él en nosotros. Es posible que nosotros no veamos nada en el horizonte. Pero Dios mismo se hace horizonte en nuestras vidas. Por eso mismo, creer no es cambiar nuestras ideas, sino arriesgar nuestras vidas fiándonos de una palabra.

(B)
El ya fallecido y famoso doctor Vallejo Nájera hablaba un día por televisión del bien que le había hecho en su vida el testimonio de dos jesuitas que conoció en Filipinas. Estos jesuitas, después de varios años de trabajo, no habían conseguido ninguna conversión. El doctor les preguntó si, estando los dos solos, no se sentían fracasados. Uno de ellos le contestó: «No somos dos; somos tres, porque Jesucristo está entre nosotros».
A la verdad, ¿cómo podían sentirse fracasados si atendían a los enfermos, a los niños huérfanos y a los ancianos desamparados? Es que lo más importante no es convertir a alguien. Lo más importante es que nos convirtamos nosotros mismos.
La conversión es escuchar a Dios y volver a Él, que es el amor olvidado y traicionado. Dios nos habla por medio de nuestra conciencia, pero a fuerza de no escucharle, puede ser que la conciencia ya no nos diga nada, y esto es muy grave. Es muy grave que de alguien se pueda decir: es una persona sin conciencia.
Tenemos que escuchar a Dios y volver a Él. Eso es la conversión. La conversión es difícil y cuesta. Tal vez tengamos que renunciar a cosas, tal vez tengamos que renunciar a cierta persona o a ciertas personas. Y la renuncia es dolorosa; pero vale la pena; será más lo que ganamos que lo que perdemos.
Todos tenemos necesidad de conversión. Tal vez en mi
vida lo que está fallando es el amor a mi familia o la honradez en el desempeño de mi profesión. Mis fallos serán, pues, los puntos en que Dios espera mi conversión.
Jesús, después de vivir unos treinta y tantos años en Nazaret, se estableció en Cafamaún y participó en los trabajos y sufrimientos diarios de sus gentes, curando las enfermedades del alma y del cuerpo.
Caminando un día a orillas del mar vio a dos hermanos, Andrés y Simón, el que más tarde se llamaría Pedro, y les dice: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). Y lo mismo les dijo a otros dos hermanos, Juan -a quien se atribuye el cuarto Evangelio- y Santiago -que sería el patrón de España-. No eran sabios ni ricos, eran simples pescadores. Y tuvieron tanta fe en Jesús que dejaron la barca en la arena. Lo dejaron todo y le siguieron. La fe no es sólo creer verdades; la fe es, sobre todo, confiar en Jesús y seguirle, es decir, imitarlo.
El relato del Evangelio de hoy dio origen a esa canción hermosa que cantamos: «Tú has venido a la orilla». Esta canción nos dice que también hoy Jesús nos mira a los ojos, nos llama por nuestro nombre y nos pide que le sigamos. En ella, por nuestra parte, le decimos: «Tú necesitas mis manos, mi cansancio que a otros descanse, amor que quiera seguir amando».
Hermanas y hermanos: hoy Jesús, veinte siglos más tarde, nos sigue llamando e invitando para que nos convirtamos en pescadores de hombres con nuestra palabra y nuestra conducta. Si el cristianismo ha surgido es porque unos cuantos hombres dejaron un día su barca, sus redes, sus padres… y siguieron a aquel Jesús que les llamaba a la conversión y les daba la buena noticia de que Dios estaba entre ellos. Si el cristianismo ha llegado hasta nosotros es porque muchos hombres y mujeres, a lo largo de todos estos siglos, nos han transmitido la fe que ha pasado de unos a otros hasta hoy. Si el cristianismo va a seguir existiendo en el siglo XXI es porque hay hombres y mujeres que ponen sus manos, su cansancio y su amor al servicio de Dios, también en nuestros días.

(C)
No nos gusta hablar de conversión. Casi instintivamente, pensamos en algo triste, penoso, muy unido a la penitencia, la mortificación y el ascetismo. Un esfuerzo casi imposible para el que no nos sentimos ya con humor ni con fuerzas.
Pero, si nos detenemos ante el mensaje de Jesús, escuchamos, antes que nada, una llamada alentadora para cambiar nuestro corazón y aprender a vivir de una manera más humana, porque Dios está cerca y quiere poner nueva vida en nuestra vida.
La conversión de la que habla Jesús no es algo forzado. Es un cambio que va creciendo en nosotros en la medida en que vamos cayendo en la cuenta de que Dios es alguien que quiere hacer nuestra vida más humana y feliz.
Porque, convertirse no es, antes que nada, intentar hacer desde ahora todo «mejor», sino sabernos encontrar con ese Dios que nos quiere mejores y más humanos. No se trata sólo de «hacerse buena persona”, sino de volver a aquél que es bueno con nosotros.
Por eso, la conversión no es algo triste sino el descubrimiento de la verdadera alegría. No es dejar de vivir sino sentirse más vivo que nunca. Descubrir hacia dónde debemos vivir. Comenzar a intuir todo lo que significa vivir.
Convertirse es algo gozoso. Es limpiar nuestra mente de egoísmos e intereses que empequeñecen nuestro vivir cotidiano. Liberar el corazón de angustias y complicaciones creadas por nuestro afán de dominio y posesión. Liberarnos de objetos que no necesitamos y vivir para las personas que nos necesitan.
Uno comienza a convertirse, cuando descubre que lo importante no es preguntarse: «¿cómo puedo ganar más dinero?», sino «¿cómo puedo ser más humano?». No «¿cómo puedo llegar a conseguir algo?» sino «¿cómo puedo llegar a ser yo mismo?».
Cuando uno se va convirtiendo a ese Dios del que nos habla Jesús, sabe que no ha de temerse a sí mismo ni tener miedo de sus zonas más oscuras. Hay un Dios a quien nos podemos acercar tal como somos.
Si, al pasar los años, no nos hemos encontrado nunca con este Dios, podremos llegar a ser algo importante, pero habremos equivocado el sentido de nuestra vida.
Cuando hoy escuchemos la llamada de Jesús: «Convertíos porque está cerca el Reino de Dios», pensemos que nunca es tarde para convertirse, porque nunca es tarde para amar, nunca es tarde para ser más feliz, nunca es demasiado tarde para dejarse perdonar y renovar por Dios.

(D)
De ordinario, casi siempre que se habla de la vocación o de la llamada de Dios, se considera que es un asunto de jóvenes que todavía apenas han estrenado la vida.
Y, ciertamente, para un creyente es muy importante la escucha de Dios en esa decisión o dirección inicial que uno da a su existencia, al elegir un determinado proyecto de vida.
Pero Dios no se queda mudo al pasar los años, y su llamada,
discreta pero persistente, nos puede interpelar cuando hemos caminado ya un buen trecho de vida. Esta «segunda llamada” puede ser, en ocasiones, tan importante o más que la primera.
Es normal, en plena juventud, seguir la propia vocación con temor pero también con ilusión y generosidad. La pareja que se casa, el sacerdote que sube al altar, la religiosa que se compromete ante Dios, saben que inician “una aventura”, pero lo hacen con entusiasmo y fe.
Luego, los roces de la vida y nuestra propia mediocridad nos van
desgastando. Aquel ideal que veíamos con tanta claridad parece oscurecerse. Se puede apoderar de nosotros el cansancio y la insensibilidad.
Tal vez seguimos caminando, pero la vida se hace cada vez más dura y pesada. Ya sólo nos agarramos a nuestro pequeño bienestar. Seguimos “tirando”, pero, en el fondo, sabemos que algo ha muerto en nosotros. La vocación primera parece apagarse.
Es precisamente en ese momento cuando hemos de escuchar esa «segunda llamada” que puede devolver el sentido y el gozo a nuestra vida. Dios comienza siempre de nuevo. Es posible reaccionar.
La escucha de la «segunda llamada” es ahora más humilde y realista. Conocemos nuestras posibilidades y nuestras limitaciones. No nos podemos engañar. Tenemos que aceptarnos tal como somos.
Es una llamada que nos obliga a desasirnos de nosotros mismos para confiar más en Dios. Conocemos ya el desaliento, el miedo, la tentación de la huida. No podemos contar sólo con nuestras fuerzas. Puede ser el momento de iniciar una vida más enraizada en Dios.
Esta «segunda llamada” nos invita, por otra parte, a no echar a perder por más tiempo nuestra vida. Es el momento de acertar en lo esencial y responder a lo que pueda dar verdadero sentido a nuestro vivir diario.
La «segunda llamada” exige conversión y renovación. Dice L. Boros que «sólo el pecador es viejo, pues conoce el hastío de la vida, y el hastío es una señal de vejez”.
Dios sigue en silencio nuestro caminar, pero nos está llamando. Su voz la podemos escuchar en cualquier fase de nuestra vida, como aquellos discípulos de Galilea que, siendo ya adultos, siguieron la llamada de Jesús.

(E)
Probablemente habéis oído esta vieja historia. La recuerdo porque ilumina el evangelio de hoy: Un viajero se acerca a un grupo de canteros y pregunta al primero: “¿Qué estás haciendo?”. “Ya ves, sudando como un idiota para ganar un sueldo y aguardando a que pasen las ocho horas para largarme a casa”. Pregunta al segundo: “¿Qué haces tú?”. “Ganar el pan para mi hijos; y ¡suerte! que tengo trabajo… Si puedo hacer horas extraordinarias, mejor”. Pregunta a un tercero: ” ¿Y tú?”. “Yo aquí estoy, encantado de trabajar en la construcción de una catedral, en la que se van a reunir para celebrar la fiesta de la fe y de la salvación”. Este último era el único que sonreía y trabajaba feliz.
El cristiano, con frecuencia, está llamado a realizar las mismas tareas que los demás, pero con otro espíritu, con otra motivación, con otro sentido. Es lo que le sucedía a María: Realiza las mismas tareas familiares que sus vecinas Raquel, Rebeca o Ana, pero con otro espíritu.
Si preguntáramos a muchos cristianos qué entienden por tener fe, descubriríamos que para muchos se reduce a la pertenencia a la Iglesia, a aceptar los dogmas, a cumplir unas normas (los mandamientos), recibir unos ritos (los sacramentos) y hacer algunas prácticas religiosas. Los evangelios y las primeras comunidades cristianas responden de otra manera. Para ellas, ser cristiano, creer en Jesús, es seguirle. Es el término que emplean insistentemente. Lo resalta el pasaje evangélico: “Venid y seguidme”, invita Jesús. Y el evangelista anota: “Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”. Se refiere, por supuesto, al seguimiento espiritual. Quizás, después de veinte siglos, los cristianos necesitamos recordar de nuevo que el elemento esencial y primero de la fe cristiana consiste en seguir a Jesús.
Pero es preciso comprender correctamente en qué consiste el seguimiento. No consiste en una actitud infantil de imitación sin creatividad ni responsabilidad, como si debiéramos copiar literalmente y desde fuera los gestos de Jesús. M. Luther King lucha como Jesús por la igualdad de los hombres, pero lo hace con medios y modos modernos. Traduce a su situación la lucha de Jesús por el Reino, por la dignificación de sus hermanos, los negros marginados, como Jesús lo hizo por los samaritanos, los paganos, los leprosos, los pecadores. La madre Teresa de Calcuta se vuelca en los más postrados de la sociedad, pero lo hace acomodándose a las circunstancias de la sociedad en que vive, creando estructuras apropiadas. “Siguen” a Jesús, no le “imitan” plagísticamente. El cristiano, más que hacer servilmente lo que hizo Jesús, tiene que preguntarse: ¿Qué haría él si estuviera en mi lugar, en mis circunstancias?

TENER EL MISMO ESPÍRITU DE JESÚS
Estamos ante un tema verdaderamente trascendental, del que depende ser o no cristiano. En una ocasión me llamaron los propietarios de varias empresas porque estaban preocupados. Creían que algunos de sus hijos habían sido captados por una secta. Me decían asustados: “A partir de su asistencia a las reuniones de un grupo religioso, han cambiado una barbaridad; no se les conoce. Dicen que les da lo mismo tener un Mercedes Benz que un humilde Ford Fiesta viejo. Nos da la impresión de que han perdido interés por la empresa”. Ellos, en cambio, se defendían ante sus padres: “No es sólo cuestión de producir y ganar, hay que leer, formarse…”. Habían cambiado los pseudovalores mundanos por los valores evangélicos. El fundador y animador de la comunidad cristiana en la que se habían integrado les había cambiado el corazón y les había comunicado su espíritu, que es el de Cristo.
Jesús resume y concentra su predicación en una sola palabra: “Convertíos”. Convertirse es dar un vuelco al estilo de vida que se lleva, cambiar el corazón cansado y egoísta por un corazón renovado, entusiasmado, semejante al de Jesús. L. Tolstoi confesaba: “¡Cómo ha cambiado mi visión de las cosas después de mi conversión! Todo lo veo de distinta manera. Lo que antes me parecía irrelevante y sin importancia ahora me apasiona; y lo que antes me apasionaba fuertemente ahora me deja indiferente”. Esto es lo que pide Jesús cuando reclama: “Convertíos”.
Ser cristiano es, pues, constituirse en discípulo de Jesús, hacer propio su estilo de vida, tener su aire… Pablo llegó a decir: “Vivo yo, pero ya no soy yo; es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20). En definitiva viene a decir: “Es Cristo el que me vive; es su Espíritu el que me impulsa”.
Ser cristiano es cristificarse. Pablo lo expresa diciendo: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús” (Flp 2,5). Ser cristiano es tener la misma visión, los mismos ojos de Jesús a la hora de contemplar y valorar las realidades de este mundo y del otro; es tener su misma jerarquía de valores: Dios, la persona, el amor; todo lo demás ha de estar subordinado.
Ser cristiano, seguir a Jesús, es inspirarse en él, asumir las actitudes que dieron sentido a su vida y vivirlas en nuestro contexto histórico de manera creativa. Se trata de creer lo que él creyó, interesarse por lo que él se interesó, defender lo que él defendió, amar a las gentes como él las amó, confiar en el Padre como él confió, enfrentarse a la vida con la esperanza con que él se enfrentó.
En cierta medida, convertirse es cambiar de alma, dejar que el Señor “infunda en nosotros un espíritu nuevo”. Pablo lo expresa invitándonos a “despojarnos del hombre viejo para ser hombres nuevos” (Ef 4,22-24; Col 3,10). Los convertidos lo expresan muy gráficamente: “Ahora soy otro”.

PROCESO DE IDENTIFICACIÓN
Buscar la identificación con Cristo es tarea de toda la vida, un proceso interminable de purificación, por una parte, y de asimilación de actitudes y sentimientos, por otra.
Algunas indicaciones al respecto:
– Esforzarse en conocerle por dentro. No sólo sus datos biográficos, sus milagros, sus parábolas, sus dichos, sino conocer su espíritu, su sensibilidad, sus actitudes, su grandeza interior. La interioridad de Jesús es poco conocida.
– Acercarse al Nuevo Testamento, meditarlo, asimilar su Palabra; es lo que transforma nuestro espíritu a imagen y semejanza de él; nos hace “sus hermanos” de alma (Lc 8,21).
– Actuar en comunión con él, interpretando cómo procedería él si estuviera en nuestro lugar; empeñarse en servir, más que en ser servidos, sobre todo a los pobres, necesitados, enfermos (Mt 20,28). Un acto de servicio nacido del amor hace crecer a Cristo en nosotros.
– Orar, y en la oración pedir ardorosamente su Espíritu.
J. B. Metz habla con insistencia del gran desafío que tenemos los “cristianos” europeos: decidirnos entre “una religión burguesa” y un “cristianismo de seguimiento”. Lo verdaderamente sublime del seguimiento cristiano es la adhesión a Jesucristo y la comunión con él. Dios Padre “nos eligió para que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo que éste fuera el mayor de una multitud de hermanos” (Rm 8,29-30).
La Palabra de Dios nos invita a seguir en este proceso de identificación con Jesús de modo que las personas de nuestro entorno puedan decir: “Tu bondad me recuerda a Jesús de Nazaret”.

Cuento
Hay una historia que nos puede ayudar a pensar quiénes fueron y quiénes son realmente importantes para Jesús:
“En una puesta de sol, un amigo nuestro iba caminando por una desierta playa mexicana. Mientras andaba empezó a ver que, en la distancia, otro hombre se acercaba. A medida que avanzaba, advirtió que era un nativo y que iba inclinándose para recoger algo que luego arrojaba al agua. Una y otra vez arrojaba con fuerza esas cosas al océano.
Al aproximarse más, nuestro amigo observó que el hombre estaba recogiendo estrellas de mar que la marea había dejado en la playa y que, una por una, volvía a arrojar al agua.
Intrigado, el paseante se aproximó al hombre para saludarlo:
-Buenas tardes, amigo. Venía preguntándome qué es lo que hace.
-Estoy devolviendo estrellas de mar al océano. Ahora la marea está baja y ha dejado sobre la playa todas estas estrellas de mar. Si yo no las devuelvo al mar, se morirán por falta de oxígeno.
-Ya entiendo -replicó mi amigo-, pero sobre esta playa debe de haber miles de estrellas de mar. Son demasiadas, simplemente. Y lo más probable es que esto esté sucediendo en centenares de playas a lo largo de esta costa. ¿No se da cuenta de que es imposible que lo que usted puede hacer sea de verdad importante?
El nativo sonrió, se inclinó a recoger otra estrella de mar y, mientras volvía a arrojarla al mar, contestó:
-¡Para ésta sí que es importante!

Comentario:
* ¿Se parece Jesús a este hombre que recogía estrellas de mar? ¿En qué?
* Según eso, ¿cómo se comporta Jesús con nosotros? ¿Quiénes son importantes para Él?
* ¿Le mereces tú la pena?

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