02 octubre 2016

Lo que tenemos que hacer

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Las lecturas de este domingo tratan, de una manera original, el tema de la gratuidad de la fe.
Auméntanos la fe
El evangelio arranca con una petición de los apóstoles. Sienten la necesidad de tener una fe más profunda, quieren acrecentar su confianza en el Señor: «Auméntanos la fe» (cf. Lc 17, 5). La réplica de Jesús es un tanto sorprendente. No responde directamente a la petición de los apóstoles, sino que habla de la fe, de su poder de efectuar grandes cosas, sobre todo desde lo pequeño, desde una fe que se presenta como un grano de mostaza (cf. v. 6). Lo que parece decir Jesús es que el asunto de fondo no es tener más o menos fe, sino tener una fe firme y ponerla en práctica. Practicar la fe es fortalecerla. Es como decir: aprendemos a amar en el ejercicio del amor. Aprendemos a creer en el ejercicio de la fe. No se trata de aumentar la fe independientemente de su puesta en práctica.

Dicho de otra manera, no hay otro camino de fe sino el camino del discipulado. No hay una ruta corta para la fe; hay una sola, la de Jesús. A ese seguimiento estamos llamados: Se trata de un camino difícil en medio de la creciente pobreza y el desprecio a los derechos humanos de pueblos acosados de muchas maneras y a quienes se busca engañar con espejismos de inexistentes fuentes de agua.
 
Siervos verdaderamente útiles
La segunda parte del evangelio de hoy plantea el tema de la gratuidad de la fe. La comparación es aparentemente dura. El servidor que cumple con su deber, no merece un agradecimiento especial de su amo (cf. v. 7-9). La observancia de las exigencias del compromiso de fe no es en primer lugar mérito nuestro. Por eso, es no sólo posible, sino necesario reconocer que somos «pobres siervos», o como dicen algunas traducciones «siervos inútiles» (v. 10). Con esto, se quiere afirmar con fuerza que la fe es ante todo un don. Nuestra capacidad de vivir la fe, de cumplir lo «mandado» (v. 10), es también gracia. Por eso, la afirmación de `inutilidad’, de que somos pobres servidores, es perfectamente coherente con una fe profundamente comprometida. La vida de fe es siempre un don que acogemos en la medida en que amamos a Dios y a los demás.
En consecuencia, paradójicamente, los siervos verdaderamente útiles son los que se reconocen «inútiles». El acento puesto en la `inutilidad’ (según los términos usados en este texto) busca realzar —con un giro de tipo muy hebreo— la gratuidad de la fe. Pablo lo sabe, él que recibió la gracia que lo hizo pasar de perseguidor a discípulo (cf. 2 Tim 1, 14). Sólo los que viven y reconocen ese don pueden ser portadores de la gratuidad del amor de Dios a los demás. Por eso pueden ser verdaderamente útiles en la obra del Reino. Ellos están en contraste con los que se pavonean como maestros y no dan el testimonio de amor de que nos habla la Carta a Timoteo (cf. v. 6-7), con aquellos que siendo más bien inútiles (en el sentido corriente del término) se creen útiles e incluso indispensables. La solidaridad, la honestidad y la verdad deben ser rasgos del discípulo. La recompensa del creyente es la vida (cf. Hab 2, 4).
Gustavo Gutiérrez

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