16 octubre 2016

¿Cómo rezas? ¿Por qué rezas?

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Me sorprendió vivamente este párrafo del famoso escritor, teólogo y pensador alemán, Romano Guardini, que murió en 1968: ”Él no ora de buen grado. Es fácil que en la oración experimente una sensación de aburrimiento, una dificultad, una repugnancia e incluso una hostilidad. Cualquier otra cosa le parece más atractiva y más importante. Dice que no tiene tiempo, que tiene otros compromisos urgentes, pero en cuanto ha dejado de rezar, he aquí que se pone a hacer las cosas más inútiles”. Si un hombre piadoso y profundamente espiritual opina así, no es extraño que oigamos valoraciones similares de personas religiosamente frías.

Sin embargo para quien cree que Dios existe y, sobre todo, que Dios nos ama, la oración debe brotar fácilmentePero no debe de ser tan simple, pues Jesús les tuvo que explicar detenidamente a sus apóstoles y valerse de ejemplos para intentar que le entendieran. Nosotros, apoyados por la fe, podemos hablar de Dios, hablar con Dios y hablar a Dios. En teoría el rezar bien debiera ser sencillo y fácil, pero en la práctica experimentamos que no. Puesto que, si, según Santa Teresa de Ávila, orar es hablar con Dios como con un amigo, lo normal es que hablemos a Dios y escuchemos a Dios sobre las mil cosas, que nos preocupan. Cuando oramos, nos estamos diciendo, aconsejando a nosotros mismos. Esto aparece claramente en el ejemplo que nos trae el texto evangélico de hoy. La viuda no se queda con los brazos cruzados, esperando a que Dios resuelva el problema. Actúa, se mueve, presiona confiando en ella misma y en la presencia y acción de Dios. Idea que recoge el dicho popular: ”A Dios rogando y con el mazo dando”
La oración no sirve para lavarnos las manos y no mojarnos ante situaciones injustas. No vale que ante una necesidad digamos: ”Ya rezaré por ti”. La oración, lejos de liberarnos de compromisos, nos anima a involucrarnos más en ellos. El fin de la oración consiste en que nosotros hagamos la voluntad de Dios. No en que Dios haga lo que nos corresponde a nosotros.
Es curioso comprobar cómo Jesús insiste en un detalle respecto a cómo orar: en el apartarse, en el retirarse, en huir del ruido. En el evangelio leemos que “se retiraba con frecuencia, sobre todo durante la noche o al amanecer para orar”, “a lugares desiertos”, “al monte”, “él solo”. Con razón señalaba Teresa de Calcuta que el fruto del silencio es la oración. La experiencia nos dice que la oración es útil, eficaz, no es una pérdida de tiempo, nos acerca a Dios y a los hombres, nos ayuda a vivir, nos humaniza. Y destaco este último verbo: “nos humaniza”, porque tengo la sensación de que nos estamos embruteciendo. 
Dos ejemplos: la tortura y el acoso escolar, que no son fruto de un calentón momentáneo, sino de una actitud larga y cruel. Ante la oración nos movemos en una especie de contradicción. Por una parte nos parece que está al alcance de cualquiera y por otra que es un privilegio que lo consiguen pocos. Lo logra la gente sencilla. Para algunos el orar es tan natural como al pájaro el volar y como al pez el nadarDe cualquier forma Jesús observó que sus apóstoles buscaban otro estilo de orar y por eso les explicó cómo tenían que orar.
¿Por qué nuestra comunicación con Dios no nos hace escuchar por fin el clamor de los que sufren injustamente y nos gritan de mil formas: “Hacednos justicia?”.
¿Dios hará justicia a quienes, como la mujer viuda, le gritan día y noche? “Mientras tanto, millones de seres humanos solo experimentan la dureza de sus hermanos y el silencio de Dios”.
Josetxu Caribe

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