01 septiembre 2016

Las renuncias de los campeones

Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío. Cuando hemos visto a nuestros campeones olímpicos subir al podio para recibir la medalla de oro, plata o bronce, hemos compartido con ellos la alegría del triunfo. Pero no siempre hemos pensado en las muchas renuncias, esfuerzos y sacrificios que han tenido que soportar antes para conseguir los preciados metales. Decía uno de los entrenadores de una de nuestras mejores atletas que, si hubiera tenido que exigir él a un hijo suyo, tantos esfuerzos y sufrimientos como los que había exigido a su atleta, realmente lo pensaría, porque se le habría hecho difícil elegir. Y otra de las campeonas decía: me he pasado dieciséis años entrenándome para conseguir esto; qué alegría siento ahora. Y todos los cristianos sabemos que el mismo Jesucristo sufrió muchísimo en su vida, pasión y muerte, antes de resucitar glorioso a los cielos. Por tanto, cuando ahora Jesús dice a sus discípulos que tienen que renunciar a todos sus bienes para poder ser discípulos suyos, debemos entender que sabe lo que dice. Por supuesto, se refiere a todos los bienes que se oponen a la predicación y consecución del reino de Dios, tal como él lo había hecho y predicado. Cada uno de nosotros, los cristianos, debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Qué bienes tengo yo que me impidan, o me hagan muy difícil ser verdadero discípulo de Jesús? No sólo bienes materiales, sino aptitudes, deseos y tendencias que vayan en contra de los valores que predicó y practicó en su vida Jesús de Nazaret, antes de resucitar glorioso a los cielos. Si no renunciamos a todos los bienes que nos impidan ser verdaderos discípulos de Jesús, no podremos ser sus discípulos. Esto, teóricamente es muy claro, pero, ¡qué difícil es practicarlo!

¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Solo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó. En este libro de la Sabiduría, la Sabiduría auténtica es el mismo Espíritu de Dios, es Dios mismo. Para nosotros, los cristianos, la Sabiduría es Jesucristo. La razón es de los hombres, la sabiduría es de Dios y ¡qué difícil es para nuestra pobre razón conocer los designios de Dios, si Dios no nos da su santo Espíritu! Ante el misterio de Dios, el hombre debe proceder siempre con humildad y reconocimiento de nuestros límites. Si no hemos sido capaces de predecir un terremoto que obedece a leyes físicas que están operando debajo de nuestros propios pies, ¡cuánto menos vamos a conocer los designios de un Dios inmenso y eterno! “Apenas –se nos dice- conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano; pues, ¡quién rastreará las cosas del cielo! Sí, seamos humildes y aceptemos los designios insondables de Dios, trabajando cada día con todas nuestras fuerzas humanas para que nuestra pobre razón se vaya acercando un poco más a la verdadera sabiduría que solo Dios puede darnos. ¡Que la Sabiduría nos salve!
Quizá se apartó de ti para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido. La ley que permitía la esclavitud no se ha abolido hasta hace muy poco tiempo, pero la práctica cristiana siempre nos recomendó tratar al prójimo como a un hermano, no como a un esclavo. San Pablo nos dijo que para los que creemos en Cristo no deben existir diferencias entre esclavos y libres; todos somos hijos de un mismo Dios, salvados por nuestro Señor Jesucristo. Apliquemos estos consejos de san Pablo en nuestras relaciones con todas las personas, especialmente con las que no son de nuestra propia nación, lengua, cultura, o religión. Ver en el otro a un hermano nos obliga a comportarnos con él con amor y misericordia, sobre todo cuando este hermano vive una situación difícil y complicada. ¡Que entre nosotros no sólo no haya esclavos legales, sino que veamos a todos como hermanos espirituales! Si alguno no quiere considerarse hermano nuestro y prefiere ser nuestro enemigo, tanto peor para él, pero que su actitud no cambie nuestro firme propósito de ver siempre a los demás como verdaderos hermanos, en Cristo Jesús.
Por Gabriel González del Estal

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