1.- Marta se multiplicaba para dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio? Dile que me eche una mano. Acción y contemplación no son dos modelos distintos de vida religiosa, aunque tradicionalmente las hayamos considerado así. Toda persona religiosa debe ser persona religiosamente activa y contemplativa, dependiendo de momentos y circunstancias distintas. Hoy día, las monjas y monjes que llamamos de vida contemplativa dedican también parte de las horas del día al trabajo manual, o a otra actividad determinada, para ganar por sí mismos su pan y su sustento. Lo mismo que los que nos llamamos frailes de vida activa dedicamos parte de nuestro tiempo, como no puede ser de otra manera, a la oración y contemplación. Ya decía san Agustín, en el siglo cuarto, que la excesiva dedicación al apostolado activo no debía nunca quitarle el tiempo necesario para la oración y contemplación, lo mismo que la excesiva dedicación a la contemplación no debía nunca quitarle el tiempo necesario que dedicaba él al apostolado activo. Seguro que a Marta le encantaba también escuchar a su amigo Jesús, cuando éste iba a su casa, y a María le encantaba igualmente servir y atender en su casa a su amigo Jesús lo mejor que sabía y podía. En el relato que nos narra el evangelio, Marta es la anfitriona y se esmera amorosamente en servir a su amigo con lo mejor que tiene y lo mejor que puede; María escucha embelesadamente a su amigo, porque sabe que su hermana le está preparando un recibimiento espléndido. A las dos les gusta servirle y escucharle, pero en este momento Marta es la que trabaja y María es la que escucha. Jesús le dice a Marta que no es necesario que le prepare muchas cosas, que termine y se siente junto a él y a su hermana. Pero eso es todo; no hagamos de este relato ninguna teología mística sobre el valor de la vida activa o la vida contemplativa.
2.- Señor, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. No olvidemos que la hospitalidad era una ley sagrada para los pueblos nómadas. Una persona que caminaba horas y horas por el desierto, árido y seco, lo que necesitaba al llegar a la tienda de una familia hospitalaria era agua para lavarse y leche y comida para reponer fuerzas. El patriarca Abrahán, el amigo de Dios y nuestro padre en la fe, era una persona hospitalaria, que amaba a su prójimo y le ayudaba siempre que podía. Nosotros debemos intentar imitar al patriarca Abrahán, siendo personas hospitalarias, en el tiempo real y en las circunstancias reales en las que nosotros y nuestro prójimo vive hoy. ¿Cómo hacerlo? No hay una respuesta única, que valga para todos los casos. Pero yo creo que una palabra clave, que no debemos olvidar nunca, es la palabra “acoger”. “Acoger”, hoy, es, sobre todo, escuchar y ayudar al prójimo que se acerca a nosotros pidiendo ayuda. Escucharle siempre y ayudarle también, cada uno como mejor sepa y pueda, discerniendo, con caridad cristiana, lo que de verdad podemos y no podemos hacer. Hoy, desgraciadamente, es mucho más difícil que en tiempos del patriarca Abrahán saber cómo y de qué manera debemos practicar la preciosa virtud de la hospitalidad. Porque nuestro mundo es mucho más complicado y abunda desgraciadamente la trampa y el engaño. Pero, en fin, como ya hemos dicho, que cada uno discierna con sinceridad y realismo lo que puede y lo que no puede, ni debe, hacer.
3.- Hermanos: ahora me alegro de sufrir por vosotros; así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia. Sufrir por los demás, para salvar a los demás, como hizo Cristo, es ser buen cristiano. No se trata de sufrir por sufrir, sino de sufrir para colaborar con Cristo en la salvación del mundo. El mundo, las personas que vivimos en este mundo, no es el mundo que Dios quiere; Dios quiere un mundo mejor. Cada vez que, en el Padre Nuestro, pedimos a Dios que venga a nosotros su reino, lo que le pedimos es que nuestro mundo sea un mundo en el que de verdad pueda reinar Dios. Esto es algo muy difícil de alcanzar, pero los cristianos debemos trabajar cada día para alcanzarlo, o, al menos, para acercarnos un poco más al ideal. Trabajemos, pues, de palabra y de obra, para que el reino de Dios se acerque un poco más cada día a nuestro mundo, al mundo en el que nosotros, en cada caso concreto, vivimos. En nosotros mismos, en nuestra familia, en nuestra empresa, en nuestra sociedad, en la calle, en todos los sitios.
Por Gabriel González del Estal
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