Retomamos de nuevo en este domingo la lectura del evangelio de Lucas con la vida y la misión de Jesús. Hoy con sus discípulos al entrar en Nain, una pequeña aldea encuentran un hecho muy triste, el entierro de un joven; su madre viuda, una mujer muy querida en el pueblo, acompañada por sus vecinos va a enterrar a su único hijo.
Jesús conmovido, siente profundamente la pena, el dolor de aquella mujer, que pierde lo único querido en su vida, su hijo. Sabemos de la sensibilidad de Jesús ante los sufrimientos, enfermedades, las calamidades de las pobres gentes de aquellas regiones olvidadas. Este relato nos invita a reflexionar.
Jesús comprende la soledad dramática de esta viuda, la pena que viene sufriendo desde que ha sentido que su hijo se moría. Se acerca conmovido a la mujer, con una palabra de ternura le dice: “Mujer no llores”. Lucas lo narra, toca el ataúd: “Muchacho levántate. El muerto se incorporó, empezó a hablar y Jesús se lo entregó a su madre”. Lucas concluye la narración con el gozo de la madre con su hijo y el entusiasmo de las gentes.
En primer lugar, hemos de tener en cuenta la disparidad entre la resurrección de Jesús y la resurrección de este muchacho de Naín. En realidad, su revivir, es retornar al pasado de su vida terrena, hacia su existencia cotidiana, que ha vivido con su madre. El decir que revive, es una realidad contrapuesta a la resurrección de Jesús que significa un avance pleno de su vivir hacia su futuro, hacia el Dios Padre como meta definitiva de su vida.
En nuestra vida todos más o menos tenemos experiencia lo que es sufrir, que los sufrimientos atraviesan nuestro vivir. No pensemos que Dios nos ha dado la vida para sufrir. Dios nos ha dado la vida para ser felices un día con Él. Pero todo ser creado tiene límites, la creado es finito, si no seríamos dioses, realidad impensable, y todo límite conlleva sufrimiento, que nos acompaña en la vida, a veces duro. Pero aunque el sufrir duela, también nos da hondura, nos da sabiduría en nuestra vida de aquí, nos permite descubrir lo que somos, nuestras debilidades e imperfecciones. Jesús nos ha dicho que nuestros límites, terminan un día, esta vida será asumida en otra dimensión, en la vida de Dios, en su gozo en su luz para siempre.
Dios no quiere una vida desgraciada para sus hijos, nos quiere felices, por eso no busquemos sufrimientos, los límites de nuestro ser, los sufrimientos llegan ellos, hay que reducirlos, quitarlos en lo posible. Jesús quiere ayudar a vivir y puso su vida como una entrega generosa hacia aquellos que más sufren, los pobres, los abandonados en la sociedad, los injustamente tratados. Su vida fue un acercarse al sufrir de las gentes y ayudarles a vivir. Es fundamental que nosotros en nuestra vida de seguimiento de Jesús, comprendamos sus sentimientos.
Lo recordábamos el domingo pasado, ante hambre de las masas que les siguen sin comer: los discípulos le dicen, “dispérsalos, que vayan a buscarse alimento. Jesús les interpela de inmediato: “dadles vosotros que comer”.
Le conmueve el sufrir que provoca la injusticia. Recordemos, Zaqueo, aquel recaudador de impuestos injusto, Jesús sabe de las gentes obligadas a dar dineros a un corrupto, sin poder reclamar nada, siente su desamparo. Sin actos violentos, pero efectivos, logra de Zaqueo que restituya, haga justicia, es más, se convierte en un hombre solidario que reparte la mitad de sus bienes a los pobres.
Y a Jesús le conmueven nuestras penas, Jesús compadecido, dolido sabe también de nuestras penas, nuestros dolores, somos hermanos suyos. Quiere ante todo que sepamos ver y quitar los sufrimientos de las gentes.
Hemos de recuperar en la Iglesia cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los seguidores de Jesús. Hemos de rescatarla de una concepción sentimental y moralizante que la ha desprestigiado. La compasión es el gran mandato de Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo, es misericordioso”.
Esta compasión sigue siendo necesaria entre nosotros. El sufrimiento de los inocentes ha de ser tomado en serio, no puede ser aceptado socialmente como algo normal, es inaceptable para Dios. Él no quiere ver a nadie llorando.
En un tiempo de crisis como el que ahora nos azota lo vemos a nuestro alrededor: paro, desahucios, crisis, corrupción, problemas económicos, problemas políticos, familiares, tristeza, depresión… son hoy formas de dolor y muerte.
Jesús ante nuestro dolor siente nuestros sufrimientos, no mira para otra parte, pide, como a sus discípulos soluciones, Dios nos ha entregado el orden de este mundo, para que nosotros lo gobernemos en bien de todos.
Nuestras manos son las manos que tiene Dios para continuar llevando la vida al mundo, para intervenir frente al dolor y la muerte, podemos dejarnos ganar por la compasión y buscar el modo de llevar vida y esperanza ante situaciones de sufrimiento y dolor que a diario nos rodean y de las que somos espectadores.
Jesús resucitado, que vive a nuestro lado, nos llama para seguir su palabra, Él es el amigo de cada uno de nosotros, que nos invita a seguirle. Y es precisamente éste el medio en el que Dios puede intervenir hoy en el mundo. A través de nuestras manos y nuestras vidas trabaja el Espíritu Santo. Si nos encuentra dóciles, dispuestos, capaces de dejarnos ganar por la compasión, seremos como Pablo, mensajeros de la vida de Dios, o como Elías. Pero si por el contrario, no nos dejamos ganar por Dios, si seguimos con nuestros propios esquemas mentales, con nuestras propias preocupaciones centradas en nosotros mismos, entonces, lo que se desdibuja es el rostro de Dios mismo.
El encuentro de Jesús en Nain nos enseña que tener compasión es acercarse al sufrimiento, el acompañar es una manera de reconfortar, pero no solo para estar con, hay un paso más, ayudar a buscar ayudas para salir del sufrimiento. Buscar, sugerir acompañar a encontrar vías nuevas. Acertar a transmitir una fuerza moral. Ayuda a superar el drama de la muerte corporal, la muerte es un paso necesario para la vida. Motivar para vivir, acertar a transmitir fuerza moral para continuar nuestra vida, hacia su plenitud.
Es lo que Jesús nos dice hoy una vez más.
José Larrea Gayarre
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