La fiesta de Pentecostés nos ofrece, al menos, cuatro temas o asuntos a reflexionar: La persona del Espíritu Santo, el hecho, el modo y el fin de su venida.
Por razones metodológicas comenzaremos nuestra reflexión por el punto segundo y tercero.
El hecho.
El acontecimiento de “La Venida del Espíritu Santo aparece en “Los Hechos de los Apóstoles” como la realización de la promesa de su envío hecha por Jesús y que describe ampliamente el Apóstol San Juan en su evangelio.
Los Evangelios terminan con la Ascensión. Solo Lucas, (24,49) hace referencia a la venida del Espíritu recordando unas palabras de Jesús antes de la Ascensión: “Y he aquí que yo envío la Promesa de mi Padre sobre vosotros; y vosotros permaneced quietos en la ciudad, hasta que seáis revestidos de fortaleza desde lo alto”
Es el mismo Lucas, autor de “Los Hechos de los Apóstoles”, quien nos cuenta lo que pasó después de la Ascensión. En esa obra se señala el cumplimiento exacto de la promesa de Jesús y, en la sucesiva aparición de los Apóstoles en ella, aparece clara y repetidamente dicha venida. Es decir. Es un acontecimiento que goza de la misma credibilidad que el resto de la revelación del Nuevo Testamento.
El modo.
Una vez más nos encontramos con una “escenificación” mediante la cual, los Apóstoles presentan a los demás una vivencia espiritual profundamente vivida por ellos, o algún momento especialmente trascendente de la Revelación. Escenificaciones de este tipo ya vimos en el Nacimiento, Bautismo, Monte Tabor, etc. En este caso mediante elementos que manifiestan poder: el viento, el fuego, el ruido, nos “montan” una especie de “escaparate” adecuado para comunicarnos la grandiosidad del fenómeno espiritualmente experimentado por ellos.
La persona del Espíritu Santo.
El próximo domingo, con ocasión de la reflexión sobre el misterio de la Santísima Trinidad, recordaremos que su comprensión es algo que excede absolutamente la capacidad de nuestro entendimiento, que solamente puede moverse con conocimientos propios, dentro del campo de lo sensible. Al ser Dios un ser suprasensible, solo nos queda hablar de Él con conceptos analógicos, es decir, con lejana aproximación.
Esto supuesto, a lo único que podemos aspirar es a, partiendo de los datos que Dios nos ha suministrado en la Revelación con nuestro limitado lenguaje, tratar de entenderlos en orden a “iluminar” nuestra vida, olvidándonos de la vana pretensión de alcanzar con ellos la esencia íntima del misterio Trinitario, y por consiguiente de una de sus tres manifestaciones como es el Espíritu Santo.
Una mayor pretensión fue, nada menos, que la causa del doloroso cisma de Oriente en tiempos de Focio y Cerulario a cuenta del “Filioque” en los siglos IX y XI respectivamente.
Escarmentados por las consecuencias de tan tremendo error, lo procedente es estar atentos a lo que Jesús nos dijo de Él, en orden a lo que representa para nosotros, que es lo que a nosotros nos interesa saber.
La finalidad de su venida
Para ello tendremos en cuenta unas preciosas declaraciones de Jesús en el Cenáculo y que recogió fielmente el Apóstol y Evangelista San Juan en su Evangelio. Es desde ellas desde donde podemos “atisbar” lo que Dios nos ha querido “enseñar” sobre el Espíritu Santo, no en lo que él es en Sí, sino en lo que Él es y aparece para nosotros.
En el capítulo 14, versículo 16 escuchamos a Jesús lo siguiente: “Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. En el versículo 25 continúa: “Os he dicho estas cosas estando con vosotros; pero el defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, Él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho”.
En el capítulo 15 se lee: “Cuando venga el defensor, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí. Y vosotros también lo daréis, porque estáis conmigo desde el principio” (vv.26- 27)
En el capítulo 16 volvemos a oír a Jesús insistir sobre el tema: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el defensor no vendrá a vosotros; y si me voy, os lo enviaré”.
Muchas cosas tengo que deciros todavía, pero ahora no estáis capacitados para entenderlas. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará a la verdad completa. (7 y 13)
Una vez resucitado y en el Cenáculo les dijo, después de soplar sobre ellos, Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados. (Jn. 20, 23-24)
En estos textos aparece bastante claramente expuesta la misión que tiene el Espíritu Santo respecto de nosotros: nos defiende, nos recuerda y ayuda a la comprensión de las enseñanzas de Jesús, nos da ánimo para dar testimonio de Jesús y confiere a la Iglesia la capacidad de perdonar pecados.
Los efectos de su presencia no se hicieron esperar. Los Apóstoles, y esto es una prueba clara de que, independientemente de lo acertado o no de la escenificación, recibieron el Espíritu Santo, es que inmediatamente se ponen a predicar con toda fortaleza (antes andaban escondidos en el Cenáculo con la puerta cerrada) , lo hacen con claridad citando a la Sagrada Escritura (en el camino de Emaús todavía no habían entendido nada) perdonan pecados con autoridad (cosa que solamente puede hacer Dios) y dan testimonio de la resurrección de Jesús sin importarles arriesgar su vida.
Indudablemente a ellos les pasó algo espectacular, totalmente transformador, que les produjo exactamente las consecuencias de la venida del Espíritu Santo, anunciadas por Jesús.
Es de notar que las razones por las que los Apóstoles y primeros cristianos necesitaban la Venida del Espíritu, son exactamente las mismas por las que lo necesitamos los cristianos actuales, es decir, todos y cada uno de nosotros.
La preocupación de Jesús por nosotros quedo patente también en el Cenáculo. Nos lo recuerda el mismo San Juan: (17,20) “Padre, no ruego sólo por estos, sino también por los que crean en mí a través de su palabra. Que todos sean una sola cosa; como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”.
Jesús aquella noche, al tenernos presente, pidió también para nosotros el Espíritu.
La cuestión, ahora, es saber cómo, y qué tenemos que hacer para recibirlo.
La acción del Espíritu de Dios sobre nosotros se hace presente a través de los cauces normales por los que nosotros recibimos información del exterior: los sentidos como puertas del entendimiento. “Sabemos” aquello que previamente hemos oído, visto, palpado; aquello de lo que hemos tenido una percepción.
Si queremos ponernos en contacto con la divinidad, exceptuado siempre el camino misterioso de lo divino, que se escapa totalmente a nuestras especulaciones, no tenemos más remedio que abrir nuestros ojos y nuestros oídos para escuchar a Dios. En una palabra. No tenemos más remedio que leer y releer, meditar y cavilar sobre las enseñanzas de Jesús contenidas en los Evangelios, en las Sagradas Escrituras en general, y dejarnos empapar por lo que allí se nos dice.
Es, parece ser, el medio que siguió nada menos que María Santísima. Nos dice el Evangelista que: “María conservaba y meditaba todas estas cosas en su corazón” También lo hizo el mismo Jesús en el Huerto de los Olivos: “No se haga mi voluntad sino la tuya”. Poco antes de morir preguntaba al Padre ¿”Por qué me has abandonado?” para enseguida ponerse en sus manos: “A tus manos encomiendo mi espíritu”. Jesús escucha, pregunta y se encomienda al Padre. Ese es el modo perfecto de nuestras oraciones. Leer y meditar para “ver”, para “oír” lo que haría Jesús y luego comprometernos a hacerlo nosotros. En esa lectura, en esa meditación es donde Dios se nos abrirá y nos comunicará lo que espera de nosotros.
Nadie tachará a San Pablo de pelagiano y fue él quien en su carta a los romanos (10, 17) afirmó que la fe entra por el oído. Es evidente, de no ser así, Jesús no les hubiera mandado a los Apóstoles ir por todo el mundo predicando lo que Él les había enseñado. Consecuente con esta idea, San Pedro en su primera carta (3,15) pide a los cristianos que sepan dar razón de su esperanza. El ejemplo de Jesús y sus palabras, son el camino ordinario -no se eliminan otros extraordinarios- de “mandarnos” Dios su Espíritu para que como nos prometía Jesús, podamos entender todo lo que Él nos ofrece y nos sintamos fortalecidos para vivir con su estilo de vida.
Que en ninguna de nuestras casa falten “Los Evangelios”, leámoslos una y otra vez hasta aprenderlos de memoria, rumiémoslos para que nos penetren hasta lo más profundo de nuestro ser, entonces recibiremos plenamente al Espíritu Santo como fuerza de nuestras almas. AMÉN.
Pedro Saez
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario