La fiesta de la Santísima Trinidad nos emplaza ante el misterio por antonomasia: la vida íntima de Dios.
Cuanto digamos de Él, no pueden ser más que conjeturas, que desde lejos tratan de otear su inescrutable realidad.
Si un misterio es algo que por definición está oculto es evidente que cuanto más claro lo pongamos más estaremos alejándonos de su verdadera comprensión.
Partiendo de este convencimiento, hoy queremos celebrar la Festividad de la Santísima Trinidad, resignándonos a renunciar a su comprensión, contentándonos con vislumbrar en lontananza algo de Él, de Dios, que pueda traslucirse a base de la analogía de los datos revelados. Ya recordamos el domingo pasado que nuestro entendimiento está “condenado” al conocimiento de las cosas sensibles y que solamente de ellas puede tener conceptos propios y adecuados. No nos hagamos ilusiones, Dios, en sí, es el absolutamente desconocido para nosotros. Solo sabemos de Él lo que nos permiten “vislumbrar” los datos de la Revelación. Revelación en la que ni siquiera Dios puede emplear palabras exactas con las que descubrirnos su misterio. Solamente le cabe darnos algunas pautas para que nosotros podamos entender aquello que nos interesa saber en orden a nuestra santificación.
Lo que parece claro que Dios nos ha querido comunicar es que respecto de nosotros Él puede ser concebido por nosotros como a tres niveles: el de Padre, (1ª lectura) el de Salvador (2ª lectura) y el de Santificador. (3ª lectura)
Como Padre.
DIOS se nos manifiesta en la Revelación como Creador, como el Origen Último de todo cuanto existe incluida la vida y su conservación. Es el soporte sobre el que descansa todo. Lo recordaremos luego en el Prefacio.
La Revelación de Jesús en este punto es clara y machacona. La oración que nos propone es el “Padrenuestro”. Constantemente nos habla de nuestro Padre que está en los Cielos, que el Padre nos ama, que como Padre nos perdona y espera en nuestros deslices, y en mil ocasiones más.
San Juan había entendido esto tan claramente que afirma:
“Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; y lo somos”. (1ª Juan 3:1)
No exagera porque fue el mismo Dios quien por boca del profeta Isaías nos habló del amor que nos tiene. “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (49,15).
Es indudable que Jesús, es más, toda la Revelación, nos remite a Dios como a nuestro Padre.
Como Hijo, DIOS se nos manifiesta como Salvador.
Le contemplamos entre nosotros, al sentir del Apóstol San Juan, como “La palabra de Dios hecha carne”… que ha venido para iluminar a todo hombre y mujer que vive en este mundo… y que nos ha dado la oportunidad de que todo el que crea en Él tenga la vida eterna”.
Revestido de nuestra propia carne, en un afán de acercarse a nosotros, no solamente nos ha enseñado una doctrina para vivir digna y felizmente, sino que nos ha mostrado con su propia vida, como vivir nosotros esa vida. “Ejemplo os he dado para que viendo lo que yo he hecho así también hagáis vosotros”.
Jesús, el hijo de Dios, es la expresión de la misericordia del Padre, es el rostro misericordioso de Dios, que tanto gusta decir al Papa Francisco.
San Juan Apóstol y Evangelista lo considera como la máxima expresión del amor que Dios-Padre ha tenido con el hombre. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna”… Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él”
(3, 14,17)
(3, 14,17)
También San Pablo insiste en esta idea en su carta a los Efesios: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo” (2,4)
El amor del Padre, cristalizado en la persona de Jesús, se manifiesta asimismo en el comportamiento de Jesús. San Juan confiesa entusiasmado:
“Nos amó hasta el fin” ( 13,1) y San Pablo: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20)
“Nos amó hasta el fin” ( 13,1) y San Pablo: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20)
En realidad, y tal como aparece en las Sagradas Escrituras, es un amor al unísono del Padre y del Hijo. Así lo señala San Pablo “Nuestro Señor Jesucristo mismo, y Dios nuestro Padre, que nos amó y nos dio consuelo eterno y buena esperanza” (Tes.2:16)
Como Espíritu Santo.
Dios se nos manifiesta como santificador.
El domingo pasado con ocasión de la Festividad de Pentecostés desarrollamos suficientemente el tema.
Hoy, por rematar nuestra reflexión sobre la Santísima Trinidad, solamente recordar que el Espíritu Santo aparece en la Revelación como el defensor, el que nos apoya tras la vuelta de Jesús al misterio del Padre, la luz que nos ayudará a entender el sentido profundo de las Sagradas Escrituras, y la fortaleza que nos capacitará para poder ser testigos de Jesús en el mundo. Son misiones señaladas por el mismo Jesús: “Yo pediré al Padre que os mande otro defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad…Os he dicho estas cosas estando con vosotros; pero el defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho”. (Jn.14, 16-17, 25-26). Cuando yo estaba con ellos, yo los guardaba y los protegía con tu poder pero ahora voy a Ti … No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal… Conságralos en la verdad (Jn. 17,12ss)
La estancia de Jesús entre nosotros, como expresión del rostro misericordioso del Padre, cede su presencia, tras su vuelta al misterio del Padre, al Espíritu, nueva manifestación del amor de Dios a nosotros.
La Santísima Trinidad, en lo que a nosotros nos “interesa” no es sino la manifestación del AMOR que es DIOS, a tres niveles: creándonos, salvándonos y santificándonos.
No nos rompamos, pues, la cabeza intentando comprender lo incomprensible para nosotros. Aprovechemos lo que “vislumbramos” y cuando hagamos la señal de la Cruz o recemos el gloria hagámoslo convencidos de que somos hijos de Dios Padre, herederos de Dios Hijo y templos de Dios Espíritu Santo. Amén.
Pedro Sáez
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