La Eucaristía con la que el Papa Francisco daba inicio a su ministerio se celebró en la Fiesta de san José. El Evangelio que se proclama en este día le sirvió para recordar la misión que recibe José del ángel: custodiar, cuidar de María y de Jesús. Al igual que María, José vive ese encuentro con aquel que, en nombre de Dios, le propone cuál es el horizonte de su vida, la razón de ser. No es algo que José descubre por sí mismo sino que le es revelado y mostrado.
Como cualquiera de nosotros, José tenía sus propios planes, sus propias metas y objetivos pero fue otro el que le puso horizonte a su vida. Y es que no es lo mismo tener metas que tener horizonte.
Podemos tener metas y haber perdido el norte o, simplemente, no saber hacia dónde dirigirnos y encaminarnos. El horizonte tiene justamente ese papel en nuestras vidas: es el “hacia dónde encaminarnos”, es la dirección hacia la que nos sentimos movidos e impulsados como fuerza que nos atrae. José escucha y da crédito a las palabras que le dice el ángel y acoge ese horizonte que se le propone: cuidar del otro, cuidar de María y de José.
Contemplar el Evangelio que se nos propone en la Fiesta de san José es la ocasión para recuperar esa dimensión que reconocemos en él: la capacidad de escuchar más allá de lo que es capaz de a sí mismo. Y es que hay momentos en que nos encontramos con palabras que no surgen de la propia reflexión o de la introspección y el autoanálisis sino que, inesperadamente, nos las encontramos como una inspiración que se nos muestra provocando asombro y desconcierto. Nos encontramos ante lo inesperado e inimaginable. Palabras que son una invitación y, muchas veces, una provocación a algo más de lo que cada uno se imaginaba.
José es el hombre que escucha y hoy se nos propone que también nosotros nos dispongamos a ello evitando la indiferencia y el descartar lo que se nos muestra y revela. Es la invitación que hace Francisco: “Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe” (EG, 54). José escucha y se implica en la situación de María yendo más allá de lo razonable, rompiendo las barreras de las lógicas previsibles, de los planes inamovibles y se sitúa en el ámbito del amor que asume y se hace cargo de la situación del otro.
En el Evangelio que proclamamos José aparece, en palabras del Papa Francisco, “como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura”. Esta no será la única ocasión en que haga referencia a la ternura. En su Exhortación La alegría del Evangelio, reconoce que “El Hijo de Dios, en su Encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (EG, 88) y al contemplar a María a rma que “cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la ternura no es virtud de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes” (EG, 288).
En José reconocemos esa ternura que Jesús mostrará en su encuentro con abatidos y desquiciados, con tullidos y estigmatizados. Es la ternura que se hace cargo del otro, que no descarta ni se muestra indiferente. En Jesús la ternura se convertirá en implicación compasiva con el sufrimiento concreto del otro. Es la ternura que no soportarán los de siempre, los de la Ley y el Templo.
Ignacio Dinnbier Carrasco, S.J.
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