30 marzo 2016

Miércoles Octava de Pascua

Hoy es 30 de marzo. Miércoles de Pascua.
Vivir la fe tiene que ver con ponerse en camino y llenarse de dudas. Tiene que ver con la tentación de volver a la rutina y caer en la resignación. Pero tiene que ver también con un Dios que aparece por sorpresa. Que sale al encuentro y lo cambia todo. Cada rato de oración, como este, es una oportunidad para que arda el corazón. Ponte en camino con los discípulos de Emaús, como si fueras uno de ellos. Contempla la escena y deja que el Señor resucitado, también a ti, te salga al encuentro.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 24, 13-35):
Dos discípulos de Jesús iban andando aquel mismo día, el primero de la semana, a una aldea llamada Emaús, distante unas dos leguas de Jerusalén; iban comentando todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?»

Ellos se detuvieron preocupados.
Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le replicó: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?»
Él les preguntó: «¿Qué?»
Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; como lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel. Y ya ves: hace ya dos días que sucedió esto. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues fueron muy de mañana al sepulcro, no encontraron su cuerpo, e incluso vinieron diciendo que habían visto una aparición de ángeles, que les habían dicho que estaba vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron.»
Entonces Jesús les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria?»
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura.
Ya cerca de la aldea donde iban, él hizo ademán de seguir adelante; pero ellos le apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída.»
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció.
Ellos comentaron: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?»
Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón.»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Los de Emaús habían esperado a un rey liberador. Creyeron que Jesús iba a satisfacer sus deseos. Pero no fue así. Y ante el fracaso vuelven a Emaús, símbolo de la rutina, de lo habitual. ¿Cómo se llama mi Emaús? ¿Hacia donde escapo yo cuando se me tuerce la vida?
Camino de Emaús, alguien les alcanza. Y se hace paciente compañero. Y cuando lo reconocen al partir el pan, Jesús desaparece. Se abrieron sus ojos. Le vieron, pero no había nadie allí. No podemos ver a Dios y sin embargo, los ojos del amor nos anuncian su presencia constante. ¿En qué y en quienes lo ves tú?
Dos hombres pasan del miedo y la tristeza a la confianza y alegría profunda. Pasan de no entender al entender, de la oscuridad a la luz. En medio del encuentro. Emaús nos transmite la alegría y la fuerza de la Pascua.
Jesús se acerca a los de Emaús bajo la apariencia de un peregrino. Con paciencia, sin imponer. Va transformando sus inseguridades en confianza. Habla también tú con él. Preséntale tus dudas y tus miedos sabiendo que él escucha y puede transformarlo todo.
Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.

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