El triduo pascual es el centro del año litúrgico. Todas sus estaciones: Adviento, Navidad, Cuaresma y las largas semanas del “Tiempo Ordinario”, giran en torno a la Pascua. Preparando para ella o como su eco a lo largo del año. Es el reflejo en la liturgia del lugar central que la resurrección del Señor y el encuentro de los creyentes con Él ocupan en el conjunto de la vida cristiana. San Pablo se lo recuerda a los cristianos de Corinto de la forma más rotunda: “Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe y seguís hundidos en vuestros pecados”.
El pórtico del tiempo pascual es la Vigilia que iniciamos en torno a la hoguera hecha de fuego nuevo. Junto al fuego, e iluminados por él, reavivamos la experiencia de la presencia de Dios tantas veces simbolizada por el fuego en la historia del pueblo de Israel, como en su éxodo a través del desierto, cuando “el Señor precedía a su pueblo por el día con una columna de nube y, por la noche, en la columna de fuego que alumbraba su penosa marcha”. En su condición de “fuego nuevo” tomamos conciencia de la novedad, inimaginable para nosotros, que introduce en la historia de la humanidad la resurrección de Jesucristo, en la que irrumpe la victoria de nitiva de Dios sobre el pecado y la muerte de los hombres, que nos trae la salvación.
La iluminación progresiva del templo en el que entramos cantando: “¡Luz de Cristo!”, la entonación solemne del ”¡Gloria!”, los repetidos gritos de “¡aleluya!” que pueblan toda la celebración no son más que la expresión gozosa de los que vivíamos “en tinieblas y en sombras de muerte”, encerrados, llenos de miedo, a cal y canto, en nuestra nitud, y nos descubrimos inundados por la claridad que no conoce el ocaso que irradia el Resucitado.
El encuentro de los discípulos con el Resucitado
Los relatos pascuales, tan diferentes en sus detalles, coinciden en mostrar con claridad las dificultades de los primeros discípulos para adaptar sus ojos y sus corazones a la nueva luz de la Resurrección. Su situación, tras la decepción y el escándalo que supuso para ellos la muerte de Jesús, pone de mani esto que su prolongada convivencia con el Maestro, la escucha de sus enseñanzas y la admiración ante sus milagros no les habían procurado el descubrimiento de su verdadera identidad. Por eso reprochaba Jesús a uno de los discípulos: “¡Tanto tiempo con vosotros y todavía no me conocéis!”. Por eso les resultaba imposible entender y aceptar los repetidos anuncios de Jesús de su muerte en Jerusalén. Solo así se comprende que, tras el prendimiento del Maestro en Getsemaní, el Evangelio de Mateo concluya: “Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron”. Y que Pedro, que le había “seguido de lejos”, renegase de Él tres veces. Y que, ya resucitado Jesús, los discípulos permaneciesen “encerrados en una casa, por miedo a los judíos”.
Como sucede siempre en el encuentro con Dios, tuvo que ser el Resucitado el que fuera saliéndoles al encuentro y “reuniendo a las ovejas que, herido el Pastor, se habían dispersado”. Pero aun así, los relatos pascuales están llenos de indicios de las dificultades que tuvieron que superar para reconocer su presencia. Las mismas mujeres, en las que la muerte de Jesús no había apagado el rescoldo de su amor al Maestro, van al sepulcro muy de mañana con perfumes, “buscando entre los muertos al que vive”. Los discípulos todos aparecen volviendo a sus lugares de origen del que los había sacado la llamada de Jesús. “Nosotros esperábamos…”, con esan los dos que vuelven a Emaús. Los galileos aparecen en el lago afanándose en una pesca infructuosa. Por eso el Resucitado, que viene dejando huellas y noticias de su Presencia a cada paso, no es identificado al instante. Así, los discípulos, “sobresaltados y atemorizados” por las noticias que traen las mujeres, toman su relato “por un delirio”; “creían contemplar un espíritu”; “creyeron que era un fantasma”. Y es el Resucitado el que de diferentes maneras, entre las que no faltan los reproches a su falta de fe, va abriéndoles los ojos para que le reconozcan.
Nuestro encuentro con el Resucitado.
Parecería que nosotros, los cristianos actuales lo tenemos más fácil, porque ya sabemos, gracias a los relatos evangélicos, el desenlace de la historia. Pero todos sabemos que el reconocimiento del Resucitado, el encuentro con Él, no es el resultado de una conclusión lógica de las verdades sobre Jesús que admitimos; ni consiste tan solo en la aceptación de la verdad de los relatos escritos por los que se encontraron con Él, aunque las dos cosas ayuden a ello. Como los discípulos, tenemos que dar el paso indispensable de la fe. El tiempo pascual, sus celebraciones eucarísticas, la lectura y meditación de los textos propuestos en ellas constituyen sin duda una ayuda inestimable.
Pero en el proceso hacia la fe en el Resucitado, hay un momento crucial. La catequesis del Resucitado a los de Emaús lo subraya con precisión: “¿No era preciso que el Mesías sufriera todo esto para entrar en su gloria?”. Es la expresión del cambio radical de forma de ser, de mente y de corazón, encarnada en Jesús, que comporta la conversión, el encuentro con Él. Consiste fundamentalmente en descubrir en Jesús, su vida, sus enseñanzas y su muerte en la cruz la revelación del amor infinito con que Dios ama a los hombres de los que quiere hacer sus hijos, y aceptar como forma de vida ese mismo amor. La Escritura lo repite de mil formas:
– Refiriéndose al Padre como la fuente en la que ese caudal tiene su origen: “Mirad qué amor nos tiene el Padre que nos podemos llamar hijos de Dios, pues lo somos”. “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él tenga vida eterna”.
– Mostrando a Jesús como la revelación definitiva de ese amor: “No hay mayor amor que dar la vida por los amigos”. “Habiendo amado a los suyos…los amó hasta el extremo”.
– Y revelando al Espíritu, “Dios en nosotros”, don supremo del Resucitado que celebramos en Pentecostés: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”.
Juan de Dios Martín Velasco
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