El relato evangélico de este domingo de Cuaresma nos sitúa ante la segunda realidad que es convocada a la conversión: nuestras imágenes de Dios. El Evangelio nos recuerda que un día les dijo que un padre tenía dos hijos y que a los dos les dio la parte de la herencia. Les dijo que uno de los hijos se fue y que el otro se quedó. Y quienes le escuchaban debieron de pensar que uno era el malo y el otro, el bueno. Su sospecha se vio con rmada cuando les dijo que el hijo pequeño acabó en un país lejano, buscándose la vida, viviendo de precario, cuidando cerdos y alimentándose de lo que sobraba cuando ya habían comido los animales. Fue entonces cuando les quedó meridianamente claro que no se podía caer más bajo y que tenía su merecido. Menuda diferencia con el hermano mayor, ese sí que era un hijo “como Dios manda”. Lo que le pueda pasar al pequeño a partir de entonces es problema suyo. Él se lo ha buscado. Historia zanjada, ya no hay más que hablar… ¿o sí?
Quienes escucharon a Jesús contar a qué se dedicaba mientras tanto el padre, no podían dar crédito. En vez de haber zanjado el asunto de su hijo, no se desentendió de él aún después de haberlo avergonzado con su comportamiento. No alcanzaban a entenderlo. Les resultaba inconcebible que saliera todos los días a ver si volvía a casa y que no diera por terminado lo que tuviera que ver con ese hijo tan despreciable. Estaba sucediendo algo inaudito que daba al traste con lo que se consideraba “lo normal y natural”.
Y aquí entra la novedad que introduce Jesús quien no zanja historias a base de sentencias inapelables, por lo que no está dispuesto a entrar en discusiones ni a dejarse enredar en disquisiciones legalistas. Y es que donde los de siempre, los de la Ley y el Templo, ponen el punto final, Jesús sigue recuperando, rehaciendo, rehabilitando, devolviendo a la vida.
La parábola que contemplamos este domingo nos muestra que en Jesús, Dios no da por zanjada ninguna historia, suceda lo que suceda; no deja a nadie tirado ni da con la puerta en las narices, sino que se para, cura los golpes recibidos, sana las heridas producidas, alivia del sufrimiento provocado y restablece del daño infringido. No es la primera vez que Jesús nos habló de este modo de actuar tan peculiar de Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Y esto resultará inconcebible para los que siguen creyendo que Dios premia a los buenos y castiga a los malos, que pone a cada uno en su sitio y a cada uno le da lo que se merece. Esta es la justicia de Dios. ¿Acaso no es lo que siempre ha hecho? ¿Acaso no es esta la mejor garantía para que el mundo no sea un caos?
Es la lógica del hermano mayor, incapacitado para la alegría y la esta, recomido por el rencor, entregado al juicio y al desprecio inmisericorde al sentirse decepcionado y defraudado por que su padre no ha salido en defensa de lo que creía que eran sus derechos. Su desprecio no es sólo hacia su hermano pequeño sino también hacia su padre. La imagen de un Dios garante de derechos adquiridos ha quedado hecha añicos y quienes escucharon aquella historia se sintieron escandalizados porque se estaba denunciando una experiencia religiosa que no genera entrañas de misericordia sino dureza de corazón. No será la primera vez que Jesús, al contar una parábola, piense en aquellos que “creyéndose a bien con Dios, desprecian a sus hermanos” (Lc 18,9). Pero esta ya será la tercera conversión a la que somos invitados y que se nos propondrá en el quinto domingo de Cuaresma.
Ignacio Dinnbier Carrasco, S.J.
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