El evangelio de este segundo domingo de Pascua nos presenta el primer final del evangelio de Juan. Antes de nuestro texto, el evangelio ha relatado la escena del sepulcro vacío (Jn 20,1-10) y la aparición de Jesús a María Magdalena (20,11-18). Después, se nos relatará la aparición de Jesús en el lago de Tiberíades (21,1-23) y el segundo final del evangelio, que recoge una impresionante hipérbole acerca de las acciones del Resucitado, que deja abierta para todo creyente la puerta de una relación abierta e interminable con Jesús, Señor de la Vida (21,24-25).
El texto evangélico, denso como pocos, nos presenta dos escenas principales. En la primera escena, la acción acontece “el primer día de la semana”, expresión típica para indicar el día de la resurrección, el día del domingo, el día por excelencia de la asamblea cristiana. La escena contiene dos momentos: a) la presencia de Jesús con los discípulos pero sin Tomás (vv. 19-23) y b) el diálogo de los discípulos con Tomás, una vez que está presente (vv. 24-25). La segunda escena transcurre “ocho días después”, cuando Jesús resucitado vuelve a estar con los discípulos y habla con Tomás, que ahora sí está con los demás compañeros (vv. 26-29). Los dos últimos versículos nos presentan la primera conclusión del evangelio joánico, con la finalidad para la que fue escrito (vv. 30-31).
Podemos analizar este evangelio desde tres niveles:
1. A nivel eclesiológico o discipular, básicamente es un texto de movimientos, de avances, de transformación: los discípulos, y tras ellos todos los creyentes, son invitados a pasar del miedo a la alegría, del estar cerrados al ser enviados, del no-ver al ver, del ver o no-ver al creer, del creer al vivir. Nada queda igual después de la Resurrección; se inicia un nuevo itinerario radicalmente transformado y transformador. El texto nos empuja a ponernos en movimiento y sentir el dinamismo de la Resurrección desde estos primeros días de Pascua.
2. A nivel cristológico, el evangelio subraya la bondad de Cristo Jesús, que no solo no reprocha a sus amigos el abandono y la soledad en que le dejaron durante la pasión, sino que les regala bondadosamente las primicias de su Pascua: el don de la paz y el don del Espíritu Santo con el perdón de los pecados. Jesús es el crucificado -sus marcas lo revelan- pero también el Mesías, el Señor, el Hijo de Dios, Dios mismo. Ha de tener, por tanto, un decisivo papel en nuestra vida, radicada en él, y, habiendo experimentado su bondad y sus dones, responder en consecuencia con un estilo de vida derivado de él.
3. A nivel teológico, es impresionante la densa riqueza del misterio de Dios: Padre que envía, Hijo y Señor que pacifica, Espíritu Santo que perdona los pecados. Tanto dinamismo de amor de Dios suele chocar con la excesiva modorra espiritual que acompaña a quienes creemos. El texto nos estimula a profundizar en nuestra relación con el misterio inagotable de un Dios dinámico y transformador.
Por lo demás, tres veces repite Jesús el saludo: “¡Paz a vosotros!”. La paz, como experiencia discipular y también como misión de los seguidores y seguidoras de Jesús, es la marca de quienes están “habitados” por Jesús. Y esa paz, que es un don del Resucitado, se vuelve tarea de los discípulos en el envío. La paz puede llamarse, en este Año Jubilar, misericordia. Y así comprender que somos enviados a restañar con el bálsamo de la misericordia las heridas de este mundo tan herido por la violencia y los desencuentros.
Al final, la conclusión del evangelio nos indica la finalidad para la que fue escrito: para que creamos en Jesús y para que esa fe-confianza-adhesión a él fecunde la vida y la haga más plena, más digna, colmada de la dicha de Dios. Pongámonos en movimiento.
José Antonio Badiola Saenz de Ugarte
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