Este texto evangélico forma parte de los preciosos relatos que van describiendo la situación de los amigos de Jesús ante su muerte: huida, desconcierto, miedo, desconfianza frente a los primeros rumores que comentan que está vivo.
En esa situación desolada de los suyos, se va entretejiendo la presencia del Resucitado que, con enorme ternura y paciencia, se les va haciendo presente y tangible en el huerto del sepulcro, en la casa donde se encierran, en el camino.
En la escena que describe el evangelio que hemos escuchado, a pesar del anochecer, de la cerrazón de los discípulos, de su miedo, Jesús Resucitado se cuela en medio de ellos. Les saluda con la paz, se identifica con sus manos y costado heridos pero restañados y luminosos, y exhala sobre ellos su propio Espíritu que les perdona y prepara para ser multiplicadores del perdón.
Nosotros nos reconocemos en esas historias familiares de los primeros discípulos de Jesús. Vivimos tiempos de miedo a aparecer como creyentes, de encerramiento en nuestros grupos de referencia, a la defensiva. El Resucitado se nos cuela dentro traspasando nuestra cerrazón. Nos transparenta las señales de sus manos y costado heridos, pero transfigurados. Nos regala sus dones más preciados: la paz del que ha vencido al mundo y a la muerte; su Espíritu, principio vital que hacerevivir como la savia primaveral e impulsa a salir y dar testimonio del Resucitado; el perdón en la comunidad que anima a comenzar siempre de nuevo. Y así nos brota la alegría de sentir en medio de nosotros la presencia cálida del Señor, que sabe de dolor y muerte, pero ha resucitado. Para que nos llegue esta gracia, necesitamos facilitar resquicios, abrirnos a la esperanza.
Tomás es nuestro retrato, uno de los que convivió con Jesús, compartió su vida y su mesa, pero no estaba cuando se apareció Jesús al resto del grupo, y no se fió de su testimonio. Somos como él muy personalistas, tenemos que ver, comprobar. Hijos de una cultura materialista queremos tocar, palpar aunque sea lo más superficial; nos atamos al presente; nos distanciamos de la comunidad, nos cuesta soñar, dar margen a la intuición, a la confianza.
Pero el Señor sigue cercano, comprensivo, se cuela, se cruza en nuestros caminos, dialoga, se hace cargo, se deja tocar, da confianza. Jesús le invita a tocar sus manos y su costado para entrar en comunión con su carne y su muerte para recibir, en ese contacto, su misma gloria.
Al fin salimos del encierro, nos amos y confesamos “Señor mío y Dios mío”, y metemos vida, ilusión y empuje hacia lo nuevo en un mundo que se bloquea.
En el gesto de la comunión, el Resucitado se nos cuela dentro, hace cuerpo, carne con nuestros miedos, se amasa en nuestra debilidad, nos contagia su aliento, nos pacifica. Desde ese encuentro gozoso, quedamos reforzados para multiplicar los encuentros, salir al paso de otros desorientados, ahogados en el sufrimiento, que quisieran encontrarse con Jesús, pero no se fían de la Iglesia. Nuestros gestos de perdón, de hacernos pan bueno para muchos, de abrir nuestro corazón para que sea habitable para tantos envueltos en el frío de la soledad, les abrirán los ojos para descubrir al Resucitado que acompaña sus vidas.
El relato de este evangelio dibuja también las Eucaristías de las primeras comunidades de los discípulos del Señor que se reúnen el primer día de la semana, al anochecer, para compartir la mesa y hacer memoria de la vida y muerte del Resucitado. Toda comunidad cristiana se constituye alrededor del Jesús vivo, crucificado y resucitado que anima la vida y es la fuente de su fuerza y confianza. Así podremos reproducir la estampa de aquellos creyentes primeros que «pensaban y sentían lo mismo, lo poseían todo en común…., daban testimonio de la Resurrección… y eran mirados por Dios con mucho agrado» (Hech 4,32-35)
En esta Eucaristía también hacemos memoria de los seres queridos que se nos fueron en la muerte. Ellos han partido hacia el encuentro con el Resucitado. Él va a atravesar las puertas y ventanas de sus sentidos bloqueados por la muerte para colárseles en lo más profundo de su ser, para rehacerlos y transformar las heridas que les ha dejado la vida en huellas luminosas. Y al fin, al que han entrevisto muchas veces, a través de la fe oscura del camino, podrán abrazarse a sus pies confesando “Señor mío y Dios mío”, consumando así el encuentro definitivo deseado.
Jesús García Herrero
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