Hoy comienza la semana en la que los cristianos vivimos de una manera especialísima el drama de Jesús, quizás más exactamente, el drama de la humanidad que, en su tremenda ceguera, crucificó a Aquel que había venido a salvarla.
Y lo crucificó porque no podía hacer otra cosa. Lo dijo el mismo Jesús. Los que hacen el mal buscan las tinieblas porque odian la luz. Él, que era la Luz, debía ser eliminado.
Jesús no murió para reparar aquel primer pecado de Adán y Eva, que no existió, porque tampoco existieron ellos. Tampoco para satisfacer un deseo de venganza por parte de Dios absolutamente incompatible con su infinita misericordia. ¿Cómo Dios no iba a perdonar a su Hijo y sí a nosotros!
La frase de San Pablo en su carta a los Romanos (8,32) “ El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros” es entendible, exclusivamente, en aquel contexto judeo-romano que bullía en la cabeza del judío-romano que era él. Tal vez se estaba refiriendo al sacrificio de Abraham. Lo que está claro es que es una proposición contradictoria y Dios podrá desconcertarnos, pero no ser contradictorio “in terminis” en sus comportamientos. Un padre, que por perdonarnos a nosotros no perdona a su propio hijo, es contradictorio. NO, de ninguna manera. Jesús ni murió por el famoso pecado original ni por satisfacer la tremenda justicia de Dios.
Jesús murió porque “ERA LA LUZ QUE ILUMINA A ESTE MUNDO, pero, lo dice el Evangelista San Juan en su Evangelio: las tinieblas no quisieron recibirla. (Jn. 1,5)
¿Por qué? ¿Por qué las tinieblas no quieren recibir a Jesús?
Él mismo lo explicó claramente: “Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras»(Jn 3, 19-20)
Jesús, con su luz, ponía en evidencia a todos los que obraban mal. Por eso se convirtió en necesario, hasta urgente, apagar aquella luz; había que eliminarla. Solamente así se puede explicar la uniformidad de sentencia dada por tan diversos personajes. A todos molestaba, y todos estaban de acuerdo en que debía desaparecer. Así lo tramaron y así fue.
Jesús fue víctima del mal encarnado en hombres como aquellos farsantes fariseos, que se escandalizaban de que Jesús comiera y bebiera con publicanos, sin entender lo que tantas veces quiso explicarles Jesús: que son los enfermos, los que necesitan del médico no los sanos, que son los caídos, los que necesitan ayuda para levantarse, que son los enfermos, los pobres, los miserables según el mundo, los necesitados del médico espiritual que les salve como personas.
Fue el pecado de injusticia de aquel Pilatos que atropelló los derechos del inocente Jesús, por no enfrentarse con los poderosos, con el César, con los que le podían estropear su ascendente carrera hacia Roma. Cobardemente se lavó las manos cuando debería haberse lavado el corazón.
Fue el pecado de frustración del defraudado Judas que proyectó contra Jesús todo el odio surgido a partir del fracaso de sus planes. Quizá pensó en Jesús como el libertador político-militar del pueblo judío frente a la opresión romana. Quizás pensó en algún cargo en el movimiento revolucionario. No lo sabemos. Solo que lo vendió y que luego se desesperó. ¡Qué pena! Jesús le hubiera perdonado públicamente como perdonó y sigue perdonando a todos los arrepentidos. Él lo sabía muy bien. ¡Le habría visto perdonar pecados tantas veces! Seguro que él también fue perdonado pero solo lo supo, solo pudo descubrirlo tras su muerte.
Fue el pecado de aquel obsceno de Herodes que pensaba que podía divertirse incluso con lo más sagrado, como era la inocencia de Jesús. Al no servirle de diversión lo vistió de loco. Él sí que estaba alocado totalmente dominado por su sexualidad desbordada.
Fue el pecado de soberbia de aquellos engreídos sacerdotes que pretendían disimular su ramplonería presentándola como celo por Dios, sin entender una sola palabra de aquello: “quiero misericordia y no sacrificios”, y menos, aquellos sacrificios en los que se sacrifican personas, ilusiones, famas, paz, y hasta el deseo y la alegría de vivir de no pocos.
Fue el pecado de la brutalidad de aquellos crueles sayones, que con el pretexto de que cumplían órdenes, se ensañaron con Jesús sin la más mínima compasión, sin el menor sentimiento humano.
Fue el pecado de superficialidad de aquel populacho que, como masa aborregada, pidió lo que le indicaron los embaucadores de aquel momento. No atendían ni a lo que vieron ni oyeron a Jesús, simplemente vociferaban las consignas que otros les daban.
Aquellos pecados son los que entonces llevaron a Jesús al patíbulo.
No quedaría completo el cuadro si no recordáramos, con respeto y sana envidia, aquel grupo de buenas personas que entendieron a Jesús, se entusiasmaron con su proyecto y le fueron fieles en aquellos tremendos momentos, acompañándole hasta la cruz: allí estaba María, su madre, ¡cómo no iba a estar la madre! La madre es la que nunca nos falla. También Juan, el discípulo fiel, y otras personas igualmente fieles a Jesús.
Entre los seguidores de Jesús merecen renglón aparte los Apóstoles. No habían entendido del todo a Jesús. Le aman, le siguen, le consideran su líder pero todo aquello parece desbordarles. Se desconciertan. Tenían, todavía, una fe a medias que no les “servía” del todo en momentos decisivos. Eran cristianos aún “un poco verdes”; no para situaciones especiales.
Nos queda aún un entrañable personaje. Un buen amigo de Jesús que quiso acompañarle, que llegó hasta el mismo palacio para ver que hacían con su Jesús. Le asustaron, tuvo miedo y se marchó. Era Pedro. Luego lloró amargamente su debilidad, siéndole fiel hasta la muerte. Curiosamente, él murió también en una cruz.
Vamos a escuchar la pasión. Cada uno de nosotros piense en sí mismo y trate de descubrir con valentía y sinceridad, cual de esos comportamientos hubiera sido el suyo, el mío, de haber estado aquella noche del jueves al viernes santo en Jerusalén. ¿Qué hubiera hecho yo?
Pedro Saez
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