14 febrero 2016

Domingo I de Cuaresma

Estos últimos domingos, siguiendo la Encíclica “Laudato, Sí”, hemos venido reflexionando sobre, cómo salvarnos del acoso de una cultura que no ha sabido entender, o al menos defender suficientemente, la dignidad del hombre y qué hacer para dar lugar a otra centrada en él. 
Con eso se señalaba uno de los pasos necesarios para trasladarnos a la otra orilla, a esa, en la que se inaugurará otra civilización en la que estará garantizada la dignidad de la persona, la presencia de Dios y la defensa de los valores objetivos. 
En el tiempo que comenzamos, CUARESMA, vamos a considerar otro de los pasos que hemos de dar, si de verdad queremos salvarnos y salvar al universo: meter a Dios en el mundo; hacerlo presente en la diaria historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo y de nuestras cosas.
Ante todo, este empeño nos va a exigir que presentemos a la sociedad, y a nosotros mismos, un Dios que de verdad tenga algo que decirnos, algo que proponernos en serio, algo por lo que merezca la pena apostar y algo en lo que merezca la pena creer. 

Cualquier “dios” no llena ni nuestra necesidad de Él, ni los deseos de tantos seres humanos que, desde su desorientación existencial, desde su dolor, desde su desesperación, desde su tragedia, o desde su perplejidad por lo sobrenatural, claman por Alguien que de verdad pueda dar respuesta a sus grandes demandas. 
Como un primer acercamiento a Él, a un Dios que de verdad tenga algo que decir al hombre del siglo XXI, hemos de admitir que tiene que ser forzosamente un Dios-misterio. Cualquier otro en el que todo quede claro a la mente humana, necesariamente ha de ser tan falso en sí, como claro a nosotros. Dios, forzosamente tiene que ser algo radicalmente diferente a nosotros, algo que nos desborde por su inconmensurable realidad. No debe preocuparnos mostrarnos esa transcendencia a nosotros mismos, ni mostrársela a los demás, porque, tanto nosotros como ellos, somos conscientes de la limitación del entendimiento humano. Aceptada esa limitación tenemos que admitir que pueda haber realidades que la superen. Por eso, de suyo, el misterio no tiene porqué provocar una reacción negativa. Lo que si repugna a una mente lúcida es el absurdo o una aceptación de Dios, o de lo que sea, no suficientemente razonada. 
El Dios que el hombre actual necesita, es un Dios incompatible con afirmaciones contradictorias o absurdas, pero que no puede dejar de ser un misterio. 
Tampoco puede ser un Dios “elaborado” desde una simple reflexión sobre el mundo, que nos lleve a “algún” conocimiento analógico de su entidad. Un Dios así siempre será una elaboración, todo lo lúcida que se quiera, pero fruto de la mente humana. 
Esto no quiere decir que desde la sola razón no se pueda vislumbrar “algo” de un “Ser Superior”, al que religiosamente podemos llamar: Dios. De hecho, en el campo de la Filosofía no han faltado autores de primera línea que han ofrecido argumentos en favor de la existencia y de un cierto “vislumbre” de lo que podía ser ese Ser superior. La filosofía escolástica con sus cinco vías, Descartes con su argumento ontológico, Kant como exigencia del orden moral, son, a grandes rasgos, como los representantes de las principales corrientes en el intento de llegar a algún conocimiento de Dios exclusivamente desde la razón. 
Nosotros, sin negar una cierta capacidad a la mente humana para alcanzar a Dios, nos vamos a alejar de todo aquello que tenga que ver con la mayor o menor capacidad imaginativa del hombre, para centrarnos en buscarle y encontrarle exclusivamente en “aquello” que es lo más próximo a Él: Jesús de Nazaret. 
La razón de esta decisión es obvia. Cuando decimos que nadie ha visto a Dios, y que por lo tanto no sabemos cómo es, nos estamos olvidando de algo que nos dijo el mismo Jesús en el Cenáculo, aquel primer Viernes Santo, cuando Jesús consolaba a los Apóstoles tras haberles hablado de la pasión. Les dijo abiertamente: “Si me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre. Y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: «Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y todavía no me conoces, Felipe? El que me ha visto a mí ha visto al Padre. 
¿Cómo dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que os digo no las digo por mi propia cuenta; el Padre, que está en mí, es el que realiza sus propias obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. (Jn 14, 7 ss)
Jesús es “la expresión del Padre” pero también su pregonero. Lo dijo en la última cena: “Yo os he llamado amigos porque os he dado a conocer todas las cosas que he oído a mi Padre.” (Jn.15,15). Siendo esto así es indudable que el mejor camino para conocer a Dios es conocer a Jesús. 
No nos “inventemos”, por consiguiente, a Dios; leamos y releamos el Evangelio, buceemos en la persona de Jesús y en ella encontraremos el verdadero rostro de Dios, de ese Dios al que, por desgracia, hemos considerado prescindible en la sociedad llamada del progreso técnico pero que, como nos muestra el caos actual en el que nos encontramos, sigue siendo la piedra angular para entender y fundamentar correctamente toda la realidad existencial.
Siguiendo la persona y enseñanzas de Jesús podremos vislumbrar un rostro de Dios capaz de entusiasmarnos y de darnos ánimos para emprender la grandiosa tarea de contribuir a la formación de un mundo distinto; para alumbrar una civilización más humana y más divina al mismo tiempo. 
El próximo domingo, II de Cuaresma, (D.M.) trataremos de cómo poder descubrir ese rostro.
Los siguientes domingos los dedicaremos a ver las consecuencias de no contar con Dios (III), a descubrir que el rostro de Dios es la misericordia (IV) y que esa misericordia se manifiesta de una manera especialísima en el envío a nosotros de Jesús de Nazaret (V) 
Durante esta semana preguntémonos alguna vez por estas cuestiones. 
Hagámoslo y seguro que la semana santa que comenzamos no será una semana santa más en nuestra vida espiritual y material. Que así sea.
Pedro Saez

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