La liturgia de la Iglesia quiere que las navidades concluyan con esta esta. Por su parte, Lucas considera el bautismo de Jesús como la meta de llegada de su historia escondida (o pre-historia) y al mismo tiempo como el punto de partida de su misión pública. Durante los entrañables días pasados hemos contemplado gran parte de su bellísimo Evangelio de la Infancia y ahora vamos a ir conociendo paulatinamente, en el resto de su escrito, la vida, obra y destino de Jesús, que empieza propiamente con el trascendental acontecimiento del bautismo, el que Jesús experimenta de manera especialmente intensa. Este hecho seguro de la historia terrena de Jesús es presentado por Lucas de forma muy semejante a como lo hacen Marcos y Mateo, aunque en él ofrece un tratamiento especial. Los principales datos los ha tomado del primero, pero la narración lucana sigue su propio camino, que conviene desentrañar.
Y así, el evangelio de hoy ofrece algunas particularidades dignas de destacar: ensambla dos hechos relatados por separado, pero que pueden perfectamente unirse por su coherencia interna y signi cación: la predicación de Juan el Bautista y el bautismo de Jesús. De forma masiva mediante una acción única realizada en el Jordán, Juan bautizaba, de ahí su apelativo. Pero su bautismo, como él mismo reconoce, era solo de agua, no de Espíritu Santo y de fuego, como sería el del Mesías a punto de venir, y tan superior a su humilde persona que ni siquiera se consideraba digno de desatarle las correas de sus sandalias. Conviene resaltar que el evangelista sitúa la escena justo después de presentar la predicación de Juan Bautista e inmediatamente antes de transmitirnos la genealogía, que empieza de esta manera: «Jesús, al empezar, tenía unos treinta años, y se pensaba que era hijo de José, que a su vez era de Helí» (3,23), concluyendo la mención de sus antepasados con Adán y Dios (3,37). Legitima a Jesús como hijo de Adán y de Dios y le introduce así también como hermano de la raza humana con una signi cación universal. De este modo, Jesús no sólo representa a Israel sino que participa de la condición mortal de la humanidad entera, de modo que cada hombre puede ser elegido para recibir el bautismo, con lo que conlleva de llamamiento a la plenitud de vida.
Según nuestro evangelista, todo el pueblo se bautizaba y, como miembro de él, se encontraba también Jesús, para quien esta acción significa algo más que una experiencia interior. Se trata más bien de todo un acontecimiento ocurrido de forma pública a la vista de otros que también están implicados en lo que está aconteciendo allí. Ese es el significado de la anotación de que el Espíritu Santo bajó sobre él «con apariencia corporal» —expresión esta de indudable relevancia y que por cierto inexplicablemente omite la traducción castellana de nuestro texto—.
Lucas es el evangelista de la oración, que en Jesús empieza a hacerse asidua ya desde el momento del bautismo (4,1-2; 6,12s; 9,18- 21.28s; 14,33-39; 23,33s.44-46). Con su acción orante toma cumplida conciencia de que quiere someterse al bautismo de Juan, a quien considera como una persona digna de crédito y seguimiento. Tiene una experiencia fuerte de la Trinidad y empieza una misión de la que no separará, llevándola hasta su término con fidelidad y responsabilidad. Su vida da ahora un giro capital: acompañado del Padre y con el aliento del Espíritu, después de un tiempo de retiro y tentación en el desierto (4,1-13), empieza a anunciar el reinado de Dios, buscando poner a su pueblo bajo la amorosa soberanía divina.
Su misión va a consistir en transmitir a los suyos lo que le ha sucedido a él en ese preciso momento: que Dios es un Padre compla- ciente y que los semejantes son dignos de ser considerados como hermanos. Toda su misión pública, su predicación y sus milagros tendrán como finalidad inculcar a los suyos, que están llamados a dejar a Dios ser Padre en sus vidas y abrirse en sus actuaciones a los hombres como hermanos. Este es el núcleo de su mensaje del reino y el legado más preciado que nos dejó. Por ello desgastará su vida y acabará entregándola por nosotros en el Gólgota de Jerusalén (23,44-46).
En la mencionada oración ya se muestra la unión íntima entre el Padre y el Hijo; algo que será desarrollado ampliamente a lo largo de su actividad pública (sobre todo 10,21s). El abrirse el cielo y la bajada del Espíritu constituyen la respuesta del Padre a su Hijo humanado, que va a pasar por la vida haciendo el bien en beneficio de los suyos, ungido y sostenido por el Espíritu (Hch 10,38), así lo resalta la segunda lectura. Estamos ante el obrar divino sobre Jesús, que representa el modelo perfecto del bautismo cristiano.
Conviene no olvidar que el bautismo sucede hoy y ahora. Es el hoy salvador del Hijo, como el evangelista se encarga de recalcar aquí y en otros pasajes de su escrito (2,11; 4,21; 19,5.9; 23,43). En la segunda parte de su obra, en los Hechos de los Apóstoles, hablará del bautismo cristiano, como el acontecimiento determinan- te con el que comienza la existencia creyente y la incorporación a la Iglesia (2,37-41). Algo que sólo es posible porque antes Jesús fue bautizado, y desde entonces el bautismo alcanza una dimensión espiritual formidable y posee una fuerza vivificadora única, las propias del Padre bueno y del Espíritu santificador.
Actualizar el bautismo mediante la oración representa una manera muy apropiada para vivir la experiencia fundante de la vida cristiana, pudiendo llegar a la madurez y hasta la plenitud. El hambre de Dios que todos tenemos puede ser saciado por cada uno de los bautizados uniéndonos a Cristo. Somos hijos del Padre a semejanza del Hijo y estamos habitados por el Espíritu transformador para cumplir una misión en la Iglesia y en el mundo. La actualización del bautismo une en no- sotros armónicamente la oración y la acción, la vivencia de la Trinidad y el servicio incondicional a nuestro prójimo.
Toda nuestra existencia creyente, como la de nuestro Señor, está llamada a desarrollar interior y exteriormente estas dos claves esenciales: vivir como hijos amados del Padre y mostrarse en la práctica con los otros como hermanos, relacionándonos con ellos con la misma misericordia que el Padre usa con cada uno de nosotros. Y lo más consolador consiste en que podemos experimentar y realizar esto, porque contamos con el aliento del Espíritu; ese Espíritu con el que el Padre quiso reconocer al Hijo y ahora reconoce uno por uno a sus hijos.
Pero hay algo más en el trasfondo de la narración. Aunque no lo a rme explícitamente, se deduce por el contexto inmediato de las tentaciones (4,1-13), narradas después de la genealogía: el mal existente en el mundo se vence mediante la fuerza del amor paternal y filial, que se desprende del bautismo del Jesús y de nuestro propio bautismo. Este acontecimiento único en la historia de Jesús y en la vida concreta de los cristianos constituye uno de los momentos cumbres de la victoria del bien sobre el mal. Los seguidores del Maestro, es decir los bautizados, venceremos el mal, tan banalizado hoy, en la medida en que con el aliento del Espíritu vayamos haciendo realidad la fraternidad universal al amparo del Padre bueno e implantando la estrategia usada por Jesús, el Hijo, en las interrelaciones humanas. Estemos atentos en los próximos domingos cómo se desarrolla esa estrategia de Jesús en los relatos de Lucas.
Luis Ángel Montes Peral
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