SIGNIFICADO DE LA FIESTA
Para la Iglesia, muerte y resurrección van indisolublemente unidas a la subida a lo alto. La muerte significa el abandono del mundo terreno, el fin de los sentidos corporales; la resurrección es la entrada en el mundo divino, el comienzo de la vida sobrenatural. Por eso dice el Señor al hablar a los discípulos de su muerte: “Me voy al Padre” (Jn 16, 28).
El evangelista, al hablar de la última ida a Jerusalén, comprende bajo el nombre de “asunción” -es decir, elevación- todo el conjunto de los sucesos que allí van a tener lugar: pasión, muerte y resurrección. “Estando para cumplirse los días de su asunción, se dirigió Jesús resueltamente a Jerusalén” (Lc 9, 51).
Y por la misma razón, en el momento de su muerte promete al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 43). Al mayor anonadamiento sigue en seguida la exaltación y la glorificación en una nueva vida.
Esta idea, que con claridad meridiana aparece tanto en las palabras de la Sagrada Escritura como en el culto antiguo, obra también en el primitivo arte cristiano. Este representó al Señor en su ascensión subiendo, a grandes pasos y, al parecer, incluso ya fatigado, hacia la cima de un monte, a veces con la cruz en la mano o al hombro, en tanto que de entre las nubes del cielo se tiende hacia El una mano como para ayudarle. Representa la Ascensión del Señor en su sentido más amplio. Es esta una hermosa expresión de la unidad e inmediata sucesión que liga la pasión y la glorificación: una subida llena de fatiga -la pasión-, conduce directamente y sin parada alguna, a la cima de la gloria, al Padre, que ya tiende desde allí su diestra.
Cuando la Iglesia, más tardíamente, se resolvió a celebrar con una fiesta particular la Ascensión[1], tenía a su favor para esta práctica el testimonio de la Escritura, en la que se aprecia, según ya hemos dicho, cómo el Señor quería hacer visible y palpable a los hombres esta su elevación, a pesar de que después de su muerte había subido ya inmediatamente al Padre.
La Iglesia nos muestra lo que tenemos que entender por “ascensión”, y cuyo contenido sin fondo no hemos podido hacer más que indicar. Es el anonadamiento extremo del Señor, el cual causa, a su vez, la exaltación que inmediatamente le sigue: es la entrada de Cristo, y de los redimidos por El, a través de la oscura puerta de la muerte en el mundo de Dios rebosante de vida eterna. En una palabra, es el “paso” de la misma Pascua. No solemnizamos, por consiguiente, hoy nada nuevo, ni otra cosa que la que hemos venido festejando desde hace varias semanas.
Pero, sin embargo, hay algo nuevo, sí; nuevo para nosotros, que no comprendemos lo divino de no ser progresivamente y con grande esfuerzo. En efecto, lo nuevo de hoy es que nuestra gnosis, nuestro conocimiento, crece; penetramos un paso más en el interior del misterio. Hoy seguimos al Señor hasta el resplandor del mundo celestial, hasta el corazón mismo del Padre. Cristo, dando un solo paso, ha saltado de la cruz a la gloria: nosotros, como los discípulos “sin inteligencia y tardos en el creer”, precisamos de días y de años para verificar tal “paso”. Estamos siempre de camino, en dura cuesta y con la cruz en la mano, como representan al Señor las antiguas imágenes de la ascensión. Pero con cada fiesta de Pascua, con cada celebración de la Ascensión, con cada solemnidad de Pentecostés, la mano firme y salvadora del Padre se tiende hacia nosotros y nos eleva más y más al mundo celestial.
Por tanto, la vida de los cristianos es, lo mismo en la lucha moral que en el culto litúrgico, un “paso”, una subida sin solución de continuidad, según describe Orígenes: “Aquel que ha reconocido que Cristo fue sacrificado como Pascua nuestra y que debe celebrar él la Pascua comiendo la carne del Verbo, no cesa jamás de celebrar la Pascua, que en nuestra lengua se traduce por paso. Con cada pensamiento, con cada palabra y con cada acción suya, pasa constantemente de las cosas de la vida terrena a Dios, y se apresura hacia la ciudad de Dios. Quien, además, puede decir con toda claridad: “Hemos resucitado con Cristo” y puede exclamar: “Dios nos despertó y nos colocó en el mundo divino”, ése tal se encuentra siempre en un santo Pentecostés” (Contra Celsum, 8, 22).
Y, en efecto, lo que la Iglesia pide y espera como efecto de la celebración del santo sacrificio en el día de la Ascensión es que nuestra vida sea un constante pasar y subir a lo alto, un habitar en lo celestial. Además de la secreta, que hemos citado ya, da testimonio de esto la oración del día mismo de la fiesta: “Concede, te rogamos, oh Dios omnipotente, que ya que creemos que en este día subió al cielo tu Hijo único, nuestro Redentor, habitemos también nosotros en el cielo en espíritu”. La poscomunión no desea tampoco otra cosa al pedir “que experimentemos el efecto invisible de los misterios visibles”.
Por lo demás, los textos de la misa del día de la fiesta, en especial la epístola de los Hechos de los apóstoles y el evangelio de San Marcos, hablan más que nada del suceso visible de la Ascensión, que tuvo lugar el día cuadragésimo después de la resurrección. La nube que envolvió al Señor en su subida al cielo, representa visiblemente a los ojos humanos la barrera invisible franqueada por el Señor en la noche de Pascua.
Los Padres de la Iglesia cuando explican los salmos no ven en ellos sino una cosa: Cristo. Únicamente Cristo y siempre Cristo: no saben ver más en los salmos. Así, el salmo 46 y el 67 son para ellos tan sólo un cántico de alabanza a la Ascensión del Señor.
“Dios sube a lo alto”, significa para ellos sin más: “Cristo, Nuestro Señor, sube a lo alto” (S. Agustín al Sal 46, 6). En el júbilo que rodea al que sube ven la alegría indecible del apóstol, aquel “asombro de alegría que no puede expresarse con palabras” (Id) y que, debido a su magnitud e imponderabilidad, no puede salir al exterior más que con clamores de júbilo. ¡Qué bien responde a esta idea la segunda antífona de las vísperas de la fiesta! Dice: “Al verlo subir al cielo exclamaron: ¡Aleluya!” Pues el aleluya no es sino una exclamación de entusiasmo que “quiere significar que el corazón da a luz algo que se ve incapaz de expresar”; es una suerte de cántico de alabanza que no conviene más que al “Dios inefable” (·Agustin-SAN al Sal 32, 3).
El sonar de clarines lo entienden los Padres como la “voz de los ángeles” que, en el umbral del mundo celestial, cantan jubilosos recibiendo al “Rey de la gloria”. Voz tubae, voz angelorum (San Agustín al Sal 46, 6). Y estos ángeles no están menos asombrados que gozosos; su canto es también una exclamación de alegría que no encuentra palabras apropiadas. Quedan asombrados a la vista del vencedor saliendo ileso del país “de las tinieblas y de las sombras de muerte” (Lc 1, 79), y entrando en la vida eterna. Les asombra el botín que trae consigo: “los prisioneros que ha cogido”; ha arrancado de la esclavitud de Satanás al hombre cautivo, encadenado por el pecado y la muerte, atándolo de nuevo así por los lazos de la caridad. Por ese lazo, al que San Pablo da el nombre de “vínculo de perfección” (Col 3, 14), salvó y soltó a la humanidad esclavizada por el pecado y caída en el desorden, ligándola en una nueva unidad y uniéndosela a sí, a su Divinidad. Con ello devuelve al mismo tiempo al hombre su libertad y nobleza originales, en un grado de elevación muy por encima del que tenía al principio.
Y así, en el esplendor de su primera belleza, conduce a la humanidad en calidad de prisionera suya “hacia el Oriente”. que es donde habitó al comienzo. Pues en Oriente fue donde Dios plantó el Paraíso (Gn 2, 8, según versión de los Setenta). El hombre fue expulsado “hacia Occidente”, donde se perdió en las profundidades de la muerte y del abandono de Dios (Gn 3, 8). Pero Cristo, el Hombre Dios, saliendo del eterno amanecer de la Divinidad, penetró en el “atardecer del mundo”[2]voluntariamente; atravesó osadamente la noche de la muerte llevando consigo la naturaleza humana a la glorificación. El resume al primero y al último Adán, a toda la humanidad redimida. La conduce como su botín hacia Oriente, el país donde habita la Divinidad.
Este recorrido de la humanidad de Oriente a Occidente, de la mañana de Dios a la noche del pecado, y de la noche otra vez al amanecer, es el contenido de la historia del hombre. Con la Pascua de Cristo, su marcha “hacia el Oriente” llegó a su término. El mundo de Dios, situado en la mañana eterna, el mundo de allá arriba, no conoce las vicisitudes terrenas; allí es donde la humanidad rescatada, la Iglesia, permanece con Cristo, su cabeza glorificada ya. Este es el gran hecho que la Pascua de Cristo nos aportó; con él, el santo Pentecostés estalla de entusiasmo día tras día y la Iglesia se llena de júbilo pascual.
En Cristo, el hombre ha logrado escapar de la inconsistencia terrena, poniendo el pie de nuevo en la eternidad de Dios. La Iglesia, en su ser real, es elevada por encima de espacio y tiempo y queda sustraída a las leyes de la materia. Solamente por la parte terrenal de su ser permanece también en la historia de la tierra, lo mismo que sucedió con Cristo mientras estuvo en la tierra.
Únicamente el incrédulo, el que está alejado de Cristo, está sometido servilmente a las vicisitudes temporales, se encuentra ligado, sin poderse deshacer de sus lazos, a los destinos de la historia. No ve el final que el Consummatum est puso a ello con la muerte de Cristo y el pasar de éste al más allá. El fiel se da cuenta de todo esto; para él este fin es algo más aún, es perfección, es cumplimiento, es la consummatio saeculi, “la consumación del mundo”.
Pero, esto que para el creyente, para la Iglesia, es cosa presente y real, esto que por la muerte, resurrección y ascensión de Cristo es plena certeza, se hará plenamente visible para todo el mundo con la segunda venida del Señor. De aquí que la Ascensión nos trae la segura esperanza de la Parusía. “Varones galileos, ¿qué estáis mirando al cielo? Ese Jesús que ha sido elevado al cielo, vendrá de nuevo así, como le habéis visto subir” (Hch 1, 11). La espera de la Parusía en la antigua Iglesia formaba parte esencial de la noche de Pascua y del santo Pentecostés. Hoy, al igual que entonces, sigue siendo inseparable de la Pascua y del Pentecostés, pues con ella, con la consumación del mundo, nos vendrá la plena manifestación del “paso al más allá”
EMILIANA LÖHR
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO II
EDIC. GUADARRAMA MADRID 1962. Pág. 183 ss.
EL AÑO DEL SEÑOR
EL MISTERIO DE CRISTO EN EL AÑO LITURGICO II
EDIC. GUADARRAMA MADRID 1962. Pág. 183 ss.
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