“Subió al cielo”. Es un artículo de fe que profesamos en el credo. Se incluye, además, en los misterios del rosario, y se encuentra en la anamnesis o memorial de la misa. En este día la Iglesia celebra la ascensión con toda solemnidad.
Esta fiesta fue instituida durante el siglo IV, y conmemora el acontecimiento que describen los Hechos de los Apóstoles (1,1-11). La escena tiene lugar en el monte de los Olivos cuarenta días después de la resurrección. Jesús se aparece allí por última vez a sus discípulos y les confía su gran misión: Han de ser testigos suyos, predicando la buena nueva de Dios por todo el mundo. El Espíritu Santo les otorgará fuerza para cumplir su cometido. Cuando terminó de decirles estas cosas, dándoles sus últimas instrucciones, se elevó hacia el cielo. Entonces aparecieron dos ángeles, y prometieron a los discípulos que Jesús volvería un día de la misma forma que le habían visto irse.
Así puede resumirse la relación que Lucas nos da en los Hechos. Este texto proporciona la primera lectura de la misa y puede considerarse como el principal de esta fiesta. Los evangelios sinópticos también relatan el hecho. San Mateo no habla expresamente de la ascensión (28,16-20), pero describe un encuentro de despedida de Jesús con sus discípulos en Galilea, en el cual Pedro y sus compañeros reciben su misión para el mundo. San Marcos describe brevemente la ascensión al final de su evangelio (16,14-20). Afirma sencillamente que el Señor Jesús fue “elevado al cielo” y que “se sentó a la diestra de Dios”. San Lucas, en su evangelio (24,50-53), nos describe un hermoso cuadro de Jesús con las manos elevadas bendiciendo a sus discípulos en el momento mismo de su partida. Aquí, en contraste con su narración de los Hechos, la ascensión parece tener lugar el mismo día de pascua.
A lo largo de los tres ciclos se leen los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas. Cada uno de ellos arroja una luz sobre el misterio que estamos celebrando. San Juan no presenta narración paralela, pero refiere las palabras del Señor resucitado a María Magdalena: “Subo al Padre mío y vuestro” (Jn 20,17).
“Resurrección y ascensión son misterios diferentes que, en el plan salvador de Dios, están íntimamente relacionados. La exaltación de Cristo, que comenzó el día de pascua, se hizo definitiva y totalmente manifiesta el día de la ascensión. Entonces la victoria fue completa. Un único misterio pascual de la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte”[1].
La mente humana necesita imágenes visuales. La imaginación juega su papel en el desarrollo del conocimiento religioso. El mismo Cristo usó abundantemente imágenes y parábolas para su enseñanza. La ascensión se presta a ser representada, y por eso ha inspirado numerosas obras de arte importantes. No hay por qué rechazar el uso de la imaginación para visualizar la resurrección y la ascensión. Pero tengamos en cuenta que ninguna imagen o representación puede expresar adecuadamente el misterio. Los misterios de Cristo no pueden ser captados con sólo los sentidos.
La Iglesia nos presenta también este día otros textos escriturísticos. Hay salmos que evocan el misterio y celebran el triunfo, como el salmo 46 en la misa y en la Liturgia de las horas. “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas”. San Pablo usa mucho el salmo 67 en su carta a los Efesios, y desarrolla una teología de la ascensión citando un versículo de este salmo: “Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres”. La carta a los Efesios se lee en el oficio y también en la misa.
La palabra “ascensión” no se encuentra muy a menudo en el Nuevo Testamento, pero la realidad que ella expresa está implícita en frases como “asumir su gloria”, “sentarse a la derecha de Dios”. Tanto en san Pablo como en otros autores del Nuevo Testamento se habla simultáneamente de resurrección, exaltación y entronización a la derecha de Dios.
En la carta a los Hebreos, el misterio de la ascensión se contempla desde otro punto de vista. La entrada de Cristo en el cielo se considera como el ingreso del sumo sacerdote en el santuario. Entra a la presencia de su Padre como nuestro mediador y sumo sacerdote. Podemos citar aquí uno de los pasos de la Escritura propuestos para la hora intermedia:
Tenemos un sumo sacerdote tal, que está sentado a la derecha del trono de la Majestad en los cielos y es ministro del santuario y de la tienda verdadera, construida por el Señor y no por el hombre. En efecto, todo sumo sacerdote está puesto para ofrecer dones y sacrificios (Heb 8,1-3).
Estos pasajes de la escritura convergen, como muchos otros, en el único misterio. Ofrecen otras tantas aproximaciones para una comprensión del misterio salvífico que la Iglesia conmemora en este día. Ningún texto de la Escritura puede tomarse aisladamente, sino que se debe estudiar y reflexionar sobre él en unión con otros textos que conciernen al mismo misterio. Este es el método que sigue la liturgia, y de él todos podemos aprender.
Ascensión y destino humano. Consideremos ahora en qué sentido la ascensión afecta a nuestro destino como individuos y como miembros de la Iglesia. Una de las principales ideas de esta fiesta es que la ascensión de Cristo es también la nuestra. Nuestra participación en este misterio es causa de esperanza ilimitada.
Por su ascensión, “la naturaleza humana de Cristo resucitado ha sido asumida en la esfera de la vida divina con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en poder y majestad”[2]. Y puesto que todos poseemos una misma naturaleza humana, puede decirse que la humanidad ha entrado con Cristo en la gloria del cielo. Nuestra naturaleza mortal está allí con Cristo, por lo menos en principio, aunque todavía no completamente. En cierto sentido, no sólo la naturaleza humana, sinotoda la creación está incluida en esa ascensión. Exaltado por encima de los cielos, Cristo ha llenado todas las cosas con su presencia. Todo el universo ha entrado en contacto con Cristo resucitado.
Pero a san Pablo lo que más le interesa es la Iglesia, el cuerpo de Cristo. La Iglesia es “la plenitud del que lo llena todo en todos” (Ef 1,23). En la unidad de un cuerpo, cabeza y miembros no pueden separarse. Este pensamiento, tan básico en el concepto paulino de la Iglesia, ha inspirado en gran parte la liturgia de hoy. Procuraremos ilustrar esta idea.
En la persona del Verbo encarnado, el género humano entra en la esfera de la Santísima Trinidad. Este pensamiento, tan adecuado para avivar nuestra esperanza, ha sugerido la petición de la oración que concluye cada una de las horas litúrgicas:
Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y donde nos ha precedido él, que es nuestra cabeza, esperamos llegar también nosotros como miembros de su cuerpo.
Esta hermosa oración está inspirada en un sermón de san León Magno. En uno de sus sermones sobre la ascensión se lee esta frase: “En donde él, la cabeza, nos ha precedido en la gloria, allí nosotros, el cuerpo, estamos llamados en esperanza”[3]. Y continúa diciendo que no sólo hemos sido hechos poseedores del paraíso por la ascensión de Cristo, sino que en él hemos penetrado las alturas del cielo.
San Agustín, en el Oficio de lecturas para esta fiesta, nos propone un pensamiento semejante. Al principio de su discurso hace notar: “Así como él ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido”. Luego nos exhorta a estar todavía más de cerca unidos a Cristo por la fe, la esperanza, el amor y el deseo. Tanto san Agustín como san León, se muestran saturados de la doctrina sobre el cuerpo místico que encontraron en los escritos de san Pablo. Concluyendo su homilía, san Agustín resume su propio pensamiento en una frase lapidaria: “Así pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo”. Para este padre de la Iglesia, “Cristo es muchos miembros, pero un solo cuerpo”.
El mismo tema continúa en la misa. En el primer prefacio de esta fiesta, la Iglesia da gracias al Padre por este misterio de salvación en que arraiga la esperanza humana:
Jesús el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido entre los ángeles, a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No ha sido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino.
Aquí nos encontramos de nuevo la idea de que la ascensión de Cristo es la ascensión de la Iglesia por causa de la unión entre la cabeza y los miembros. También tenemos otro concepto, que desarrollaremos más adelante, y es que Cristo, aunque ha desaparecido de la Iglesia con su persona visible, no la ha abandonado, según sus propias palabras: “Voy a prepararos un lugar” y “No os dejaré huérfanos” (Jn 14,2 y 18). Esta idea se encuentra también en el prefacio segundo, que alude a la promesa del Señor de ir a prepararnos un lugar “para hacernos compartir su divinidad”.
El canon romano tiene una inserción para este día que conmemora el misterio de la ascensión, al que presenta en términos de indisoluble unión de la cabeza con los miembros:
Reunidos en comunión para celebrar el día santo en que tu Hijo único, nuestro Señor Jesucristo, habiendo tomado nuestra débil condición, la elevó a la derecha de tu gloria.
La eucaristía es nuestro viaticum (alimento en el camino). En nuestro seguimiento de Cristo hacia la gloria tenemos los sacramentos, especialmente la eucaristía, para que nos ayuden en el camino. Cristo prometió la vida eterna a aquellos que comieran su cuerpo y bebieran su sangre, y que él los resucitaría en el último día. Por tanto este sacramento es el medio que Dios nos da para que podamos conseguir nuestro destino eterno. Este pensamiento está expresado en la oración sobre las ofrendas: “que la participación en este misterio eleve nuestro espíritu a los bienes del cielo”; y en la oración poscomunión tenemos una expresión similar: “Haz que deseemos vivamente estar junto a Cristo, en quien nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de tu misma gloria”.
La misión de la Iglesia. No debemos pasar por alto el aspecto misionero de esta fiesta. Antes de la ascensión, Jesús confió a sus discípulos una misión tremenda: prolongar entre todas las naciones de la tierra su obra salvadora para la humanidad entera. Debían ser testigos “en toda Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra” (He 1,8). Debían “ir y hacer discípulos de todos los pueblos” (Mt 28,19), y debían recordar que “se predicaría la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos” (Lc 24,47).
Una perspectiva aterradora para un pequeño grupo de hombres que se habían mostrado cobardes durante la pasión de Jesús, cuando Pedro mismo había negado conocerlo. Una perspectiva aterradora incluso para la Iglesia de hoy, que, si se compara con la población del mundo actual, no es más que un “pequeño rebaño”. Además, si calculamos la amplitud de la Iglesia teniendo en cuenta únicamente a los que son cristianos tanto de hecho como de nombre, la desproporción salta a la vista.
Pero junto con la misión va la solemne promesa: “Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo”. Esta promesa ha fortalecido a la Iglesia a través de los siglos. En medio de las persecuciones, el pueblo de Dios la ha recordado siempre y en los sufrimientos ha experimentado la presencia y el poder del Señor resucitado y subido al cielo.
La promesa de la permanente presencia de Cristo se hace sentir en toda la misa: en la primera lectura, en el versículo del aleluya y en la conclusión del evangelio. Resuena de nuevo en la antífona de comunión y, al final, en la solemne bendición para esta fiesta:
Y a quienes confesáis que está sentado a la derecha del Padre os conceda la alegría de sentir que, según su promesa, está con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
VINCENT RYAN
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