19 abril 2015

III Domingo de Pascua

Con toda esa preocupación nuestra por cuanto es sensacional, tendemos fácilmente a considerar las apariciones de Jesús a sus discípulos tras de la Resurrección como milagros, como señales extraordinarias, por medios de las cuales quisiera Él demostrar que había resucitado. En realidad, la resurrección no es algo que pueda demostrarse. Para los primeros discípulos, lo mismo que para nosotros, era un objeto de fe.
Más aún. Estas apariciones suponían la fe. Jesús se manifiesta a quienes creen en Él. Jamás se da en el Nuevo testamento una aparición de Jesús a alguien que no crea ya en Él. Única excepción pudiera ser la de Pablo en el camino de Damasco. Pablo recibe el don de la en el momento mismo en que oye la voz de Jesús.
Las apariciones de Jesús a sus discípulos son manifestaciones de su presencia – de la presencia que había prometido a su Iglesia hasta el final de los tiempos, de esa misma presencia de que hoy gozamos. Estas apariciones llenas de frescor y de ternura son encuentros en la fe.
No obstante, cuando hablamos de fe, es menester que sepamos distinguir dos realidades diferentes. Se daba la fe profunda de los discípulos en la persona de Jesús, incluso tras de su partida. Pero esta fe es muy diferente de la creencia en el hecho de que era en realidad Él quien se les aparecía. Nos encontramos con una muy bella expresión en el Evangelio de Lucas. Lucas escribe: “…debido a su gran alegría, no acababan de creer”. Lo que quiere decir que no acababan de creer que era Él en verdad quien se les aparecía. Pero estaban llenos de gozo a causa de su gran fe en Él.

¿Cuál era la razón de que se apareciese Jesús a sus discípulos? En primer lugar quería liberarlos de su miedo. Casi cada vez que se les aparece, les dice: “No temáis. Soy yo”. Es decir, yo soy aquél en quien creéis. Aquí estoy yo, presente, como os lo había prometido. Tomemos como ejemplo a Pedro Quien estaba de tal manera dominado por el miedo el Viernes Santo hasta el punto de renegar de Jesús hasta tres veces, lo vemos ahora dirigirse con fuerza y valentía a los Judíos, diciéndoles: “Dios lo ha resucitado”.
En este mundo nuestro, en el que hay tanta violencia, en que la muerte violenta se hace omnipresente en diferentes partes del mundo, incluida esa región de los Grandes Lagos, es preciso que no olvidemos que Jesús ha vencido a la muerte, que se halla presente y que nos dice: “No temáis”.
Otro de los mensajes de estas apariciones es el del perdón de los pecados. Al final de su Evangelio escribe Lucas que Lucas abrió l espíritu de sus discípulos a la inteligencia de las Escrituras, explicándoles que era necesario que en nombre del Mesías fuera predicada a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados. De igual manera nos dice Juan en la segunda lectura: “Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Mas, si alguno ha pecado, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo, el justo”.
Esta mención del Abogado, es decir, del Paráclito, nos está ya preparando para la festividad de Pentecostés que no está tan lejana – Festividad del Espíritu de Jesús, Espíritu que Jesús y el Padre nos han enviado como abogado, como defensor.
Cuando se apareció Jesús a sus discípulos era tal su gozo que no podían creer en lo que sucedía… Que la fe que hemos recibido como don sea también para nosotros una fuente de supremo gozo y de gran paz, que expulse todos nuestros miedos.
Armand Veilleux

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