La vida humana no es una cinta uniforme, que se extiende monótona en el tiempo. Necesita cambio y variedad, para ir desplegando las distintas posibilidades de su polifonía existencial. Los tiempos litúrgicos tienen esa función en la vida religiosa. La pautan, al ir acentuando sus dimensiones fundamentales. El Adviento cultiva de manera especial la esperanza; la Cuaresma habla de la necesidad de conversión y de la necesaria austeridad que comporta. El Triduo Pascual está en el centro, va a lo decisivo y fundamental; por eso culmina lo anterior y prepara para vivirlo en el Tiempo ordinario.
Pero incluso cada tiempo debe modularse de acuerdo con la etapa o la circunstancia que atraviesa. La actual está marcada por la crisis. Crisis heredada y que no cesa, sino que más bien acentúa su gravedad. La luz de la Pascua, siempre necesaria, debe ser cuidada y anunciada con especial cuidado.
Hacerlo no resulta difícil, en principio. Porque ella — pascua, paso a lo nuevo— es también crisis, consumación de la misma y luz definitiva sobre su sentido. Se despliega en el curso de tres días, que facilitan la asimilación y se prestan para una aclaración actualizadora. Ésta no resulta fácil, porque la Pascua está cargada de emotividad genuina, pero, de ordinario, interpretada en patrones culturales que ya no son los nuestros y que, en puntos importantes, precisan nueva comprensión. Acaso unos apuntes, necesariamente rápidos y elementales, puedan ayudar algo.
La cruz del Viernes Santo abre el ciclo, con la presencia terrible de la injusticia, el sufrimiento y el fracaso: con el problema del mal. Ella ha sido y sigue siendo el consuelo principal y la garantía de sentido y esperanza. Pero conviene liberarla de una terrible deformación, no siempre explícita en los textos ni consciente en las cabezas y los corazones. Porque una tendencia secular tiende a verla como “querida por Dios”, para otorgar el perdón y realizar la salvación. Eso puede ocultar la evidencia de que la cruz fue un crimen horrible, que como tal Dios no podía querer, sino rechazar con todo su ser.
Lo que Dios quería —y sigue queriendo— es el amor a los demás y la fidelidad en su ejercicio, aunque eso pueda llevar a que la maldad humana cometa el pecado de matar al inocente. El mal es siempre lo que Dios no quiere, a lo que se opone. Por eso nos convoca a colaborar con Él, para superarlo en lo posible. Acaso se comprende mejor cuando, en lugar de partir de dogmas verdaderos pero mal interpretados, lo pensamos en aquellos —de Luther King a Mons. Romero— que, como Jesús, han mantenido su amor y su fidelidad, a pesar de las posibles consecuencias, nunca queridas, sino dolorosamente toleradas por ellos y por Dios, porque no existía otra posibilidad. Y esos ejemplos mayores iluminan nuestra vida normal de creyentes —de personas humanas— cuando somos mordidos por el mal.
La vigilia del Sábado Santo es la luz gloriosa que la Historia de la Salvación arroja sobre nuestra vida y nuestra historia. Correctamente leída, la impresionante sucesión de lecturas muestra al Dios que, creándonos por amor, busca únicamente nuestro bien, trata de liberarnos de toda injusticia y toda opresión, iluminando nuestro camino con la palabra y el ejemplo de los profetas y, finalmente, con su culminación en Cristo. Un camino a un tiempo duro y glorioso: de comienzo imperfecto como todo nacimiento, pero creciendo envuelto en el amor del Dios Abbá, que acompaña, ayuda y nos asegura la realización definitiva de su “sueño” de plenitud para nosotros.
“Correctamente leída”, he escrito con toda intención. Porque las lecturas necesitan ser cuidadosamente interpretadas —y predicadas— a la luz final del Evangelio. Es preciso aclarar de manera muy expresa —de otro modo, tal vez no deberían leerse— pasajes que pueden clavar en la imaginación de los oyentes la idea de que Dios, para salvar a unos, ahoga en el mar a otros o que, más allá del símbolo, puede probar la fe de un padre exigiéndole que mate a su hijo… Con más razón todavía, conviene revisar el mismo esquema de toda la historia salvífica. Porque su lectura literal —de nuevo, más allá del símbolo— presenta una secuencia terrible: paraíso real – pecado histórico inicial – castigo implacable con la muerte, el mal y los horrores que afligen a todos los descendientes sin que tengan culpa alguna – finalmente, redención mediante la cruz como condición o incluso precio exigido para otorgar el perdón… Esquema exagerado ciertamente. Pero ojala nos escandalice su crudeza. En todo caso, sea o no exacto, es urgente tenerlo en cuenta, al menos como fantasma que habita y atormenta muchas conciencias.
Finalmente, está la gloria de Domingo de Resurrección. En él celebramos la victoria definitiva sobre el mal, incluida la muerte, “el último enemigo”, según san Pablo. Dios tiene la última palabra y, más allá y más honda que todo sufrimiento, está la Vida, que ya ahora es realmente “vida eterna”, en tránsito a la plenitud esperada. Aquel que con su poder ha sido capaz de crearnos de la nada, con su amor no nos abandona en la historia ni nos deja aniquilados en el abismo de la muerte. Morir es encontrarse vivos en los brazos de Dios: “En tus manos pongo mi vida” (Lc 23,46). Lo hemos aprendido y lo proclamamos definitivamente como acontecido en Jesús y, en él, comprendemos que es verdad, desde siempre y para todos, hijas e hijos del “Dios de vivos y no de muertos”. La luz de la resurrección, a pesar de todas las sombras, eclipses y sufrimientos, ilumina la vida, asegurando la esperanza y llamando al amor activo. La Pascua introduce en el trabajo de la historia, abriéndose sobre el Tiempo ordinario, donde conviene ir conjuntado en síntesis viva y siempre precaria la lección íntegra del Triduo. El ciclo litúrgico continúa y vuelve a presentar a Jesús como el modelo integral. Crucificado, pero Resucitado. Resucitado, pero como aquel que, expuesto como todos a los avatares del tiempo, con sus alegrías y sufrimientos, enseña que el camino verdadero pasa por el amor y el servicio, animado por la confianza en el Abbá que jamás abandona y siempre apoya y acompaña.
Andrés Torres Queiruga
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