El relato del Evangelio del Evangelio de San Marcos que acabamos de escuchar no se detiene demasiado en la descripción del bautismo de Jesús. Da más importancia a la experiencia vivida por Jesús en aquella hora, experiencia que es determinante para su actuación futura. Es la experiencia de sentirse amado, de sentirse el Hijo predilecto de Dios, de afirmarse en su propia vocación de Hijo de Dios.
Jesús no volverá ya a su casa de Nazaret. Ni tampoco se va a quedar entre los discípulos del Bautista. Jesús, animado por el Espíritu comenzará una vida nueva totalmente entregado al servicio de su misión evangelizadora. La de darnos la buena noticia de que Dios nos ama y es nuestro Padre y todos somos hermanos.
Podemos decir que, según el Evangelio, el bautismo ha sido para Jesús el momento privilegiado en el que ha experimentado su vocación profética, ha sido consciente de vivir poseído por el Espíritu de Dios Padre y ha escuchado la llamada a anunciar un mensaje de salvación para todos.
Escuchar la vocación no es un asunto sólo de curas y monjas, no es asunto sólo de un grupo de hombres y mujeres, llamados a vivir de manera especial una misión privilegiada. No es sólo eso. Tarde o temprano todos nos tenemos que preguntar cuál es la razón última de nuestro vivir diario y el por qué y el para qué comenzamos un nuevo día cuando nos levantamos por la mañana.
No se trata de descubrir grandes cosas. Sencillamente se trata de saber que nuestra pequeña vida puede tener un sentido para los demás. Y que nuestro vivir diario puede ser vida y motivo de esperanza para alguien.
Porque no se trata tampoco de escuchar un día una llamada definitiva y ya está. Porque el sentido de la vida hay que descubrirlo a lo largo de los días, mañana tras mañana.
Y es que en toda vocación hay algo de incierto. Siempre se nos pide una actitud de búsqueda, disponibilidad y apertura.
Solamente en la medida en que la mujer y el hombre van respondiendo con fidelidad a su misión, esa mujer y ese hombre van descubriendo, precisamente desde esa respuesta, todo el horizonte de exigencias y de promesas que se encierra en toda tarea humana vivida con fidelidad.
Tenemos que reconocer que vivimos con frecuencia un ritmo de vida y de trabajo y de ocupaciones, que nos aturde, nos distrae e incluso nos deshumaniza. Hacemos muchas cosas, a lo largo de los días, pero, ¿sabemos exactamente por qué y para qué?. Nos movemos constantemente de un lado para otro, pero ¿sabemos hacia dónde caminamos?. Escuchamos muchas voces, muchos gritos y muchas llamadas, pero ¿somos capaces de escuchar la voz del Espíritu que nos invita a vivir con fidelidad nuestra misión de cada día, al sentirnos hijos de Dios y hermanos de todos los hombres?
Sentirme amado por Dios me puede curar de toda arrogancia (me quiere a pesar de que valgo poco) y también de toda depresión, porque Dios me aprecia y me ama. No porque valga más que los demás. A ellos también les quiere. Me ama a pesar de mis defectos, a pesar de mis pecados. Me ama cuando gozo de buena salud o cuando estoy postrado en el lecho por la enfermedad. Me ama incluso cuando yo me olvido de él. Y esto que digo no es mero consuelo psicológico. Es Evangelio. Lo que oyó Jesús el día de su Bautismo, “tú eres mi Hijo amado” lo oímos también nosotros en el nuestro.
Es una pena que, a pesar de decirnos seguidores de Jesús, volvamos tan fácilmente a imágenes regresivas de Dios del Antiguo Testamento, abandonando la experiencia más genuina de Dios que nos ofrece Jesús.
¿Cuál es la meta de mi vida?
¿A qué me siento llamado?
El rito del bautismo que Juan popularizó significaba un reconocimiento público de estar dispuesto a cambiar de vida para preparar el camino al Mesías. Al igual que entonces, en la cultura cristiana, el bautismo no tiene el sentido de llegar a una meta, sino de iniciar un camino. El bautismo cristiano es un rito por el que se reconoce en público, delante de la comunidad, que se rompe con el pasado y se acepta el camino de Jesús.
El bautismo de Jesús fue el punto de partida de su vida pública. Jesús, como todo hombre, fue comprendiendo a lo largo de su vida, en contacto con los demás, y partiendo de distintas experiencias, lo que Dios quería de él. Todo esto fue un proceso que los relatos evangélicos concentran en el momento del bautismo de Jesús, cuando él, sensible ante la personalidad y el mensaje de Juan, tendría una decisiva experiencia interior. Para describir este importante momento, los que escribieron los evangelios lo relatan usando símbolos exteriores. Se abre el cielo: esto quiere decir que Dios está cercano a Jesús. Desciende una paloma: algo nuevo va a comenzar y, así como el Espíritu volaba sobre las aguas el primer día de la creación del mundo, aletea ahora sobre Jesús, el hombre nuevo. Se oye la voz de Dios: Jesús se siente elegido para una misión.
Los primeros cristianos que vivieron en tierras de Israel se bautizaban sumergiéndose en las aguas del río Jordán, donde Juan bautizó a sus compatriotas. Los de otros lugares, lo hacían bañándose en un río o en un estanque. Con los siglos, esta costumbre se fue perdiendo y hoy sólo ha quedado ese poco de agua que el sacerdote derrama sobre la cabeza del nuevo cristiano. Los cristianos de rito ortodoxo y algunos cristianos evangélicos siguen practicando el bautismo por inmersión.
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