Abrirse los cielos suena a cosa tremebunda, apocalíptica, de mucho miedo. Se abren los cielos para dejar caer lluvias torrenciales, de esas que arrasan con todo lo que pillan y dejan a su paso nada más que desolación y ruina. Se abren los cielos para inundarse de rayos y truenos y dejarnos ver la tantas veces nombrada ira de Dios, Se abrieron cuando el Diluvio, para hacer borrón y cuenta nueva (y pobre del que no tuviera asegurada plaza en el arca). Cada vez que el cielo se abre no anuncia nada bueno para el hombre, que se ve venir de golpe todas las consecuencias de su alocada conducta. En este evangelio de Marcos, el cielo se abre, y, por una vez, no es para nada malo.
Juan andaba por ahí, a su aire, predicando la venida del que había de venir, exhortando a quien quisiera oírle para que cambiara su conducta y siendo muy consciente de lo limitado de su anuncio. Como buen telonero, sabía que la importancia de su misión estaba, precisamente, en ser el menos importante, el aperitivo. Lo bueno estaba por llegar. Bautizaba con agua. Y con todo lo útil y buena que es el agua, que limpia, purifica y sacia, que refresca y reanima y llena de buen humor, sabía que nada puede compararse al Espíritu Santo que traía el que venía detrás de él.
Se me viene a la cabeza una reflexión: podemos ser cristianos de agua. Nos afanamos cada día por ser buenos, trabajamos, somos solidarios, participamos en muchas cosas buenas… Llevamos una vida de ducha, aseadita, fresca, agradable,… La relación con Jesús nos tiene a gusto, contentos y ligeramente comprometidos. Las penas tampoco son muy hondas, y todo se nos pasa en un pispás. El agua que nos cae nos arregla, más por fuera que por dentro, y nada es muy profundo. En nuestra fe no hay hondura, ni mirada a lo interior, ni reposo, ni preguntas…
Y podemos ser cristianos de Espíritu Santo. ¡Ay, eso es más lioso! Porque el agua cala, moja y se seca. Pero cuando el Espíritu cala, las consecuencias son otras, la vida se trastoca y la luz, la bondad, la misericordia y el amor sin medida se conjugan para que nuestras vidas sean vidas con Jesús. Y ya no podemos sacudirnos como el perrillo se sacude el agua. Eso se queda dentro, arrastra a un comportamiento distinto del habitual y el testimonio se hace ver aún sin pretenderlo. Juan, con su agua luminosa, anuncia la verdadera luz. Y nos invita a decidir en cuál de los dos bautismos nos vamos a retratar todos nosotros…
Al principio mencioné el terror que solía acompañar al fenómeno de abrirse los cielos. Daba miedo. Pero en la historia de hoy, los cielos se abren para mostrar luz. El poderío de Dios se despliega, y no para aniquilar, ni castigar, ni reprender, ni vengarse, ni arrasar. Se abre el Cielo, y se oye la voz de Dios proclamando el amor a su Hijo único, su preferido, su alegría.
Puede ser que algún día perdamos el miedo. El miedo a ser, de verdad traspasados por el Espíritu. A disfrutar de las bondades de dejarnos ser hijos amadísimos y favoritos de Dios. Y será cuando perdamos también el miedo al Dios que manifiesta su amor abriendo el Cielo sobre nuestras cabezas e inundándonos de Luz.
Porque cuando el Espíritu campa a sus anchas por la persona, el corazón se agranda, el interior se ahonda y la mente se afila. Y todas las virtudes humanas se alinean para la grandeza, el servicio, la colaboración y la vida compartida. Y veremos, por fin, el cielo abierto…
A. Gonzalo
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