23 diciembre 2014

Pórtico de Navidad

Navidad es la fiesta de lo humano. De lo humano desde Dios. Uno de los prefacios de estos días canta muy bien que “por la encarnación de Dios, la naturaleza humana recibe una incomparable dignidad”. Tan incomparable que nada en la historia ha dado al ser humano un valor similar.
Pero Dios valora a los hombres de una manera distinta a la nuestra. Nosotros, por muy humanistas que nos creamos, siempre valoramos sólo a los guapos, fuertes, listos… y ricos. Dios muestra el valor divino de lo humano a partir de aquellos que nos parecen menos hombres, aquellos a quienes nosotros, en nombre del humanismo, excluimos tantas veces de la fiesta de la humanidad. Según el nuevo Testamento, Jesús no se hizo simplemente hombre sino “esclavo” (Fil 2 9). Los relatos que recogen la vida de Jesús -los evangelios- tienen dos protagonistas inconfundibles que son los pobres y los enfermos y dejan en muy mal lugar a los ricos y a los poderos religiosos.

Y eso se refleja claramente en los relatos de la infancia que nosotros hemos edulcorado sin darnos cuenta. Ya la genealogía de Jesús que presenta Mateo viene a decirnos que el Mesías no era de sangre pura. En esa genealogía sólo aparecen cuatro mujeres: y no por el escrúpulo de dejar algún espacio a la mujer, sino para decirnos que se trata de dos casos de prostitución, un adulterio y una mujer pagana, no judía.
Además Jesús no nace en un palacio, ni en una casa “normal” de nuestra clase media. Nace en un establo. Y la frase del evangelista ”no había lugar para ellos en la posada”, parece tener una segunda intención que desborda lo meramente documental. Luego se da a conocer a los pastores y a los magos. Los primeros no tienen nada que ver con esas figuras idílicas que pueblan nuestros belenes y parecen sacadas de las églogas de Garcilaso. El pastor era una de las profesiones menos nobles y más despreciadas de la sociedad de Jesús: como si los evangelios hubiesen querido anticipar, ya en su nacimiento, la frase que después expresará el gran gozo de Jesús: que Dios no revela “sus cosas” a los sabios y bienestantes sino a los pobres y humildes.
Y a los magos los hemos convertido nosotros en “reyes”, como si quisiéramos dar coherencia a esa actitud tan nuestra que recibe bien a los africanos cuando vienen con Gadaffi pero no cuando vienen en pateras… Los magos eran paganos y además ejercían una profesión que en el Israel de Jesús estaba penada con la muerte.
Por tanto: Dios inaugura la fiesta de lo humano entre nosotros manifestándose a los de abajo y a los de fuera: a los excluidos y a los que no son “de los nuestros”. Navidad, como fiesta de lo humano, se transforma para nosotros en una llamada a convertirnos a lo verdaderamente y más profundamente humano. No se trata de desconocer que la fiesta siempre se expresa en nosotros a través de lo material (desde el abrazo hasta el pastel). Pero sí de reconocer que la mayor altura y calidad humana no está en ser consumistas sino en ser solidarios y misericordiosos; y tomar esto tan en serio que no se limite a gestos mecánicos como aquel de “sentar un pobre a nuestra mesa” que ridiculizaba una película de Berlanga. Gestos que pudieron tener un buen origen pero habían quedado reducidos a analgésicos para nuestra conciencia, en vez de ser humanizadores para los maltratados por la vida o por la sociedad.
En medio de la sociedad paganizada que celebra estos días navideños no será fácil ser fieles a ese programa ni hacérselo comprender a nuestros hijos. Pero si lo intentamos, no de manera meramente individual, sino como comunidad creyente, no nos arrepentiremos.

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