Hoy es 6 de noviembre, jueves de la XXXI semana de Tiempo Ordinario.
Jesús me cita un día más y me invita a quedar con él. Dentro de la rutina de mi día a día, ahora es el momento. Despejo mi mente. Respiro pausadamente y hago silencio en mi corazón. Siento su presencia que me inunda, me envuelve, me acompaña. Él está aquí, muy cerca, dentro de mí.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 15, 1-10):
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharle.
Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: «Ése acoge a los pecadores y come con ellos.»
Jesús les dijo esta parábola: «Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido.” Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: “¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido.” Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta.»
Para los escribas y fariseos Dios es el que juzga severamente si se cumple o no la ley. Él es el Santo, el Puro y sólo quiere a los santos y puros. Por eso los publicanos y pecadores estaban fuera de su amor. De ahí que se escandalicen de que Jesús los acoja y coma con ellos. Piensan que no puede venir de parte de Dios, porque ama y defiende a los que Dios no ama… Señor, aquí no tengo más remedio que pararme y contemplar la escena y mirarme a mí mismo dentro de ella: Los pecadores y publicanos, los “impuros”, los “malos”, los “excluidos”, acuden a escucharte, porque se sienten comprendidos, acogidos y no condenados por ti. Se sienten a gusto contigo. Y los “puros”, los “buenos”, los satisfechos de su virtud, murmuran de ti porque tienes buen corazón y los acoges. Y yo, Señor, ¿entre quiénes estoy: entre los pecadores insatisfechos de su vida que te buscan, o entre los satisfechos de su virtud que murmuran y condenan y se escandalizan de que seas bueno?
Jesús les responde con estas dos parábolas en las que les dice que no han comprendido a Dios, y por eso tampoco lo comprenden a él. Dios no es el que ellos piensan, sino el-que-ama-a-todos y desea que todos estén con él; ninguno le es indiferente, y no se resigna a perder ni a uno siquiera. Por eso, como el pastor de la parábola busca a la oveja descarriada y la mujer de casa, la moneda extraviada, así busca Dios al “perdido” hasta encontrarlo. Y, cuando lo encuentra, lo acoge amorosamente en brazos, lleno de alegría. Y su alegría es tanta que –diríamos- se le escapa y la anuncia a los amigos y vecinos. ¡Qué consoladora noticia para los que somos débiles y pecadores! Dios no es como pensaban los escribas y fariseos, ni como piensa el fariseo y el escriba que todos llevamos dentro… Dios no es el que nos olvida y rechaza porque nos hemos apartado de él; es el que nos busca siempre y el que se goza perdonándonos. Por eso, por enzarzados en el pecado que nos sintamos, nunca hemos de desesperar. En esas circunstancias, si algo hemos de tener seguro es que Dios nos está buscando y no descansará hasta encontrarnos. Señor Jesús, ¡cuánta alegría y esperanza pone en mi corazón saber que así de bueno es Dios!
Dios no sólo nos busca y acoge a los que nos hemos extraviado por los caminos del pecado, sino que llega a decir que “ habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.” ¡Cuánta gozo y contento pone esta palabra tuya, Señor, en mi corazón. Pero también, ¡qué fuertemente denunciado me siento por ellas! Porque ¿acojo yo con corazón comprensivo al hermano que cae, o actúo como los escribas y fariseos, y, creyéndome mejor, lo rechazo y margino? Reconozco, Señor, que, ante el pecado del hermano, muy fácilmente surgen el juicio, el rechazo y la condena! Yo, Señor, que tantas veces he experimentado tu misericordia y perdón, condeno y rechazo al hermano pecador. Perdóname, Señor, cambia este corazón duro. Que mire al que cae, con los ojos de misericordia y amor con que tú me miras a mí.
Leo de nuevo este pasaje de Lucas e imagino a ese Jesús provocador, al que no le molesta el pecado, ni pecado ni los pecadores como yo.
Termino este tiempo de oración dando gracias por este día. Recojo todas aquellas sensaciones y sentimientos que me han resonado con más fuerza en este rato de encuentro contigo y te las ofrezco. Jesús, te pido que sea capaz de entender que no quieres méritos, que te basta con mi corazón humilde y arrepentido.
Gloria al Padre,
y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio,
ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
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