Julio Micó, o.f.m.cap.
La obediencia ha sido una de esas virtudes que no han resistido el paso del tiempo ni la revisión crítica y secularizadora. Vista como una actitud generadora de servilismos y prolongadora de un infantilismo inmaduro, se la ha guardado en el baúl de los recuerdos, como algo que ya no sirve para una época en la que el hombre ha descubierto su propia autonomía y el gozo de trabajar su propia autorrealización sin depender de nadie.
A este desprestigio de la obediencia han contribuido también las formas un tanto irracionales en las que se concretó en el pasado. Los medios que los antiguos Padres del desierto utilizaban para ejercitar a los principiantes en el desprendimiento y relativización de la propia voluntad, fueron llevados hasta el extremo no sólo de conferirles un contenido religioso, sino de convertirlos en expresión de auténtica obediencia a la voluntad de Dios.
Todavía quedan por las bibliotecas conventuales restos de este tipo de espiritualidad, donde el culto a los votos se materializa en unos actos esperpénticos que difícilmente pueden significar la apertura obediencial a la voluntad de Dios. El sacar agua con una cesta o barrer las escaleras de abajo hacia arriba son caricaturas de la obediencia, cuya única finalidad parece ser el quebrar la lucidez de la persona al ordenarle cosas contra el sentido común. Ante esta visión de la obediencia, no es extraño que haya surgido una reacción lógica de rechazo por considerarla un atentado a la dignidad de la persona.
Pero la obediencia no es eso; la obediencia es el reconocimiento de que hemos salido de las manos de Dios y de que, por tanto, nuestro centro de realización está fuera de nosotros; por ello, para madurar personalmente, tenemos que estar abiertos de forma activa a la voluntad del que nos hizo y cuida de nuestro crecimiento.
Esta aventura de recorrer nuestro camino espiritual según el plan amoroso de Dios, es demasiado importante para dejarla exclusivamente a nuestras propias luces y decisiones; las propias limitaciones pueden jugarnos una mala pasada reduciendo la voluntad de Dios hasta hacerla coincidir con la nuestra. Por eso es necesario emplear el discernimiento, acogiendo los puntos de vista de los demás, con el fin de objetivar al máximo lo que pensamos que es la voluntad de Dios sobre nosotros. Aunque el número no sea el factor decisivo de la obediencia, el caminar por el camino trazado conjuntamente por los hermanos es siempre una garantía de que por ahí se va a Dios.
Dentro del proyecto evangélico franciscano, la obediencia es una actitud fundamental, no por tratarse de un voto, sino por ser el modo adecuado de aceptar la voluntad de Dios, que se nos manifiesta a través de mediaciones, y de hacerla efectiva por medio de una vida peregrinante en el seguimiento de Jesús y la ayuda solidaria a los hombres. Esto es lo fundamental del proyecto franciscano; de ahí que la obediencia, como actitud de búsqueda abierta y confiada de la voluntad de Dios, sea el valor que define y para el que se reúne la Fraternidad.
1. CONTEXTO HISTÓRICO DE LA OBEDIENCIA
Los valores que configuran una determinada cultura, para poder mantenerse a través del tiempo, necesitan ir cambiando de forma para adaptarse a las necesidades que la sociedad tiene en cada momento histórico. Por eso, la obediencia, como valor personal y social, ha ido transformándose para poder desempeñar su función en cada época determinada.
Para entender el significado de la obediencia franciscana, hay que colocarla dentro de su propio cuadro cultural de referencia, en el que se comprendió y desde el que se ejerció; de otro modo, cabe el peligro de proyectar imágenes y sacar consecuencias que no responden al ámbito de sus preocupaciones y decisiones, sino que son una justificación mal planteada de nuestros problemas y su forma de resolverlos.
A.- UNA SOCIEDAD DE SUBORDINADOS
La obediencia franciscana se enmarca dentro de una cultura feudal, donde la jerarquización de las clases sociales hace de la sumisión un valor decisivo, hasta el punto de sacralizarla. Las famosas "jerarquías" del Pseudo-Dionisio proyectan en el cielo los mismos estamentos o niveles que utiliza la sociedad feudal para desarrollarse y sobrevivir.
Aprovechándose de la autoridad y del seudónimo de Dionisio Areopagita, convertido por san Pablo en Atenas, un griego compuso a finales del siglo V dos libros: uno habla De la jerarquía celeste, y el otro De la jerarquía eclesiástica. Estos libros hicieron furor en la Edad Media. En el primero se describe la jerarquía angélica, dividida en tres tríadas subordinadas. Gracias a la tercera, constituida por los principados, arcángeles y ángeles, la iluminación divina se propaga hasta la tierra, enlazando el último grado de la jerarquía celeste -los ángeles- con el primero de la jerarquía eclesiástica -los obispos-. Los obispos son la parte más noble de la jerarquía eclesiástica, la cual está formada, además, por los sacerdotes y los simples clérigos; y, en una tríada inferior, por los catecúmenos y penitentes, el pueblo fiel y los monjes. De este modo, la jerarquía celeste se convierte en un modelo ejemplar para la organización social.
La elaboración de esta teoría se convierte en marco de toda organización de las relaciones entre los hombres; una organización que sacraliza las desigualdades, pues, como dice san Isidoro de Sevilla, «aunque la gracia del bautismo redime a todos los fieles del pecado original, Dios, el justo, discriminó en la existencia a los hombres e hizo de unos esclavos y de otros señores, con el propósito de que la libertad de cometer el mal fuera restringida por los poderosos. Pues, ¿cómo podría prohibirse el mal si nadie temiese?».
Desde esta cobertura celeste, la superestructura ideológica de los tres órdenes -clérigos, guerreros, trabajadores- fue el armazón que vertebró la sociedad feudal. Una relación que, si bien estaba pensada como una ayuda mutua para realizar plenamente las necesidades y aspiraciones de la sociedad, la verdad es que estaba basada en el sometimiento y la obediencia, ya que los guerreros estaban sometidos a los clérigos, y los trabajadores a los guerreros y a los clérigos. La sumisión, materializada en la obediencia, permite la armonía del orden, la cual posibilita la estabilidad, que es la máxima aspiración de los dirigentes.
Esta cultura de sumisión se expresa simbólicamente en los distintos gestos de vasallaje que corroboran y alimentan tal actitud. Todo el que se considera inferior, y ése es el caso de la mayoría, debe obediencia y reverencia a su superior inmediato, hasta tal punto que a los siervos se les considera hombres de su respectivo señor. Por eso no es extraño que se defienda la sumisión como algo natural, querido por Dios y que conviene mantener a toda costa, ya que de la aceptación o no de esta subordinación depende el buen o mal funcionamiento de la estructura social.
Cuando los Comunes hacen su aparición en el escenario social y político, los curiales de Roma los acusarán de ser una institución contraria a la voluntad de Dios, puesto que si es decisión divina que los hombres se estructuren en clases jerárquicas, es una temeridad romper esta armonía, estableciendo instituciones en las que todos los juramentados tengan los mismos derechos.
La herejía aparecida en Francia a principios del siglo XI, además de enfrentarse con la ortodoxia de la Iglesia, ponía en peligro la estabilidad social al negar en bloque toda esta ideología de los tres órdenes y oponer la realidad de una igualdad esencial entre los hombres. Por eso se la combatió hasta hacerle aceptar, naturalmente por la fuerza, la necesidad de un orden basado en la desigualdad, la sumisión y la obediencia.
B.- SIEMPRE FIELES Y SUMISOS
Todo este aparato ideológico, que configuraba a la sociedad medieval, había sido creado por la Iglesia y se mantenía gracias a ella. Por lo tanto, es lógico que en la estructura eclesiástica estuviera sobredimensionado este aspecto jerárquico, tanto más cuanto que se podía remitir con mayor facilidad a la voluntad divina a la hora de justificar su organización. La jerarquía eclesiástica es así no sólo porque tal la quiere Dios, sino porque el mismo Cristo así la fundó.
Ante tales presupuestos, la obediencia se convierte en la virtud fundamental del cristiano, pues a través de la obediencia acepta la autoridad de la Iglesia que le viene dada por Cristo. Razones de organización y motivos espirituales se mezclarán en los fieles a la hora de ejercer la obediencia, eliminando cualquier espacio para el disenso y la crítica positiva.
a) La obediencia monástica
La obediencia sociorreligiosa que caracteriza a la Iglesia medieval tiene su reciprocidad en una autoridad cada vez más cargada de poder. La jerarquía no sólo domina la parcela espiritual de los fieles sino que, por tratarse de una Iglesia de Cristiandad, también controla -o al menos lo intenta- las relaciones sociales.
La vida monástica, aunque nació al margen y sin la influencia de la jerarquía, muy pronto fue ganando un peso especifico dentro de la Iglesia y de la sociedad, hasta llegar algunos momentos en que ensombreció el poder de la jerarquía al constituirse en maestra y conductora de la Cristiandad. Los monjes -los oratores u orantes- formaban la parte más eminente de la sociedad tripartita. Por eso no es extraño que se organizaran como un ejército, donde la sumisión y la obediencia tienen un papel fundamental. Pero si eso fue posible en los momentos de esplendor del monacato, no siempre fue así.
La obediencia del anacoreta, por su situación especial de soledad, no reconoce una persona concreta a la que dirigirse, sino que se realiza de una forma muy general, sintiéndose relacionado con la comunidad cristiana. Pero este tipo de eremitismo puro fue un caso límite. Lo que se dio en el Bajo Egipto fue, más bien, un semi-anacoretismo en el que los hermanos tenían numerosas relaciones entre ellos, reconociendo a algunos como verdaderos Padres espirituales. Sin embargo no se trata todavía de un sistema que imponga una autoridad institucional. La apertura del corazón a un anciano y la simple acogida de sus palabras, es una actitud fundamental pero espontánea, no impuesta. Lo esencial es no aferrarse a la propia voluntad, y esto puede hacerse de varias formas.
El marco general en el que se inserta la obediencia de los anacoretas podría resumirse así: la obediencia de los anacoretas no responde a una necesidad del bien común, pues no tienen comunidad, ni siquiera a la necesidad de sentir que la voluntad de Dios se manifiesta a través del superior, que tampoco tienen. Se obedece por un interés interior, para ir caminando hacia Dios mediante el rechazo de todo lo que pueda distraer de Él.
San Pacomio aportó a la vida religiosa su organización en una comunidad perfectamente regulada y adaptada a los hombres y a su tiempo. Lo esencial para él es la caridad de la koinonía (comunión), pero esto supone una organización bien probada, una vida uniforme y una obediencia total a los superiores de los diversos monasterios. Aunque los discípulos de Pacomio insisten en que «nadie haga nada en la casa que no sea ordenado por el superior», no se trata sin embargo de una centralización jerarquizada, pues la obediencia no tiene ninguna prioridad, sino que está a la par de las demás virtudes.
San Basilio, siguiendo a san Pablo, ve la comunidad monástica como un cuerpo al que todos los miembros tendrán que estar subordinados. El superior no es el representante de Dios; por lo tanto, no puede dominar el cuerpo. Sólo los mandamientos y la Palabra de Dios confieren autoridad al que los proclama y evidencia. Respecto al concepto de obediencia para los principiantes, sigue el mismo que el de los anacoretas: el futuro monje deberá buscarse un maestro que lo conduzca por el camino de la ascesis, pues así como Cristo vivió totalmente de la voluntad del Padre, obedeciéndole hasta la muerte, así también el cristiano debe renunciar totalmente a la propia voluntad y a buscar su propio interés.
Cuando san Jerónimo, Rufino y sobre todo Casiano tratan de transmitir a Occidente las corrientes del monaquismo oriental, tienden a reducir a reglas todo lo que describen, acentuando la autoridad del superior. Para Casiano la obediencia tiene la primacía entre todas las virtudes, porque constituye el escalón esencial en el progreso espiritual: «Aquellos que tienen mucha experiencia nos enseñan que los monjes no podrán frenar su concupiscencia si antes no aprenden a mortificar la propia voluntad con la obediencia». Por eso afirma que «los que no han adquirido el dominio de la propia voluntad no podrán nunca, de cualquier modo, ni vencer la ira, ni la tristeza, ni el espíritu de fornicación, ni tener verdadera humildad de corazón, ni la constante unión con los hermanos, ni la firme y durable concordia, ni perseverar por mucho tiempo en el monasterio».
San Agustín, por su insistencia en la caridad fraterna y el trabajo como valores esenciales de la comunidad, así como por su poco interés por la disciplina exterior como tal, se encuentra más cerca de san Basilio que de Casiano. Según dice su Regla, es el superior el que debe preocuparse directamente de las necesidades de la Comunidad. Por eso ordena «obedecerle como a un padre, dándole el honor que se le debe, para no ofender a Dios». La preocupación de los superiores se refiere, sobre todo, al bien espiritual de los súbditos. Por eso les recuerda: «Obedeced a vuestros superiores y estadles sujetos; ya que ellos tienen el deber de velar por vuestras almas, procurad que lo puedan hacer con alegría y no con gemidos».
La obediencia de los hermanos al superior aparece en san Agustín como un deber religioso parecido al que tienen los hijos respecto a sus padres o los cristianos para con sus pastores. Desde esta perspectiva la obediencia es considerada socialmente, es decir, como exigencia de la misma caridad religiosa dentro de una familia o grupo eclesial.
San Benito toma la obediencia como una virtud interior, que el monje debe ejercer ascéticamente cumpliendo la Regla que el abad le hace presente en sus mandatos. La obediencia pronto constituye el primer grado de la humildad. A estos buenos monjes «les consume el anhelo de caminar hacia la vida eterna, y por eso eligen con toda su decisión el camino estrecho al que se refiere el Señor: "Estrecha es la senda que conduce a la vida". Por esta razón no viven a su antojo ni obedecen a sus deseos y apetencias, sino que, dejándose llevar por el juicio y la voluntad de otro, hacen vida comunitaria y desean que les gobierne un abad. Ellos son los que sin duda imitan al Señor, que dijo de sí mismo: "No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me envió"».
Los comentaristas de la Regla de san Benito acentuarán cada vez más el valor de la obediencia, y, a medida que se alejan de los orígenes, la obediencia del monje pasará de ser una sumisión al abad como intérprete de la Regla, a ser un sometimiento a su misma persona como representante de Dios; por eso, la relación jurídica se va haciendo cada vez más personal.
En el siglo XII, la obediencia monástica vuelve a identificarse con la observancia de la Regla, por lo que representa la virtud monástica por excelencia. Para san Bernardo, el superior no está por encima de la Regla; por lo tanto, el objeto de la obediencia no puede ser el abad sino la misma Regla. La función del abad es procurar que el monje sea fiel a lo prometido, es decir, a la Regla, pero sin sobrepasar los límites de ésta en sus mandatos. Pero esta obediencia, acotada en los límites del voto, no es todavía la más perfecta; la obediencia perfecta es la que, remitiendo a la caridad, transciende libremente los límites de aquello que ha sido prometido y se pliega a todo lo que ha sido mandado.
b) La obediencia en los movimientos laicales
Cuando el arzobispo de Lyón le prohibió a Valdo predicar, ya que era un simple laico, éste respondió: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Esta opción obediencial a la Palabra, frente a la autoridad eclesiástica y al magisterio de la Iglesia, es lo que definirá a casi todos los movimientos pauperísticos medievales. Su concepción de la obediencia, por tanto, difiere notablemente de la monástica por cuanto se remiten directamente a la autoridad de la Palabra, del Evangelio, sin la mediación de la autoridad eclesiástica.
Aunque guardan cierta jerarquía en su organización, no sabemos cómo resolvían el problema de la obediencia. Los documentos que han llegado hasta nosotros no son los de los propios grupos, sino los de sus acusadores, por lo que resulta difícil conocer las verdaderas motivaciones de su obediencia. Lo que sí aparece claro es que tanto su organización como su vida estaban en función del Evangelio; un Evangelio visto desde una perspectiva un tanto fanatizada, pero que convencía al pueblo, pues sus vidas reflejaban la coherencia de lo que creían y predicaban.
Aunque desconocemos los Proyectos de vida escritos que pudieran tener -sólo conservamos algunas profesiones de fe de los grupos que aceptaban entrar en la Iglesia-, lo cierto es que no adoptan ningún tipo de documento organizativo que se pudiera parecer a lo que entendemos comúnmente por Regla. La mayoría de grupos estaban formados por laicos fascinados por un Evangelio en clave pauperista, que les bastaba para alimentar y dar sentido a sus vidas. Esta apertura sencilla, y tal vez un poco simple, a un Evangelio que les apremia a vivirlo en pobreza y a anunciarlo a los demás de forma itinerante, es lo que configura su obediencia, aunque, por el modo de organizarse, no pueda ni quiera ser entendida desde una perspectiva monástica.
El cansancio a un sometimiento feudal, que se perpetuaba en la Iglesia, era el principal motivo por el que estos grupos rechazaban una obediencia jerarquizada o vertical, prefiriendo ese otro tipo de relación más comprometida con el grupo y que podemos considerar horizontal. Agrupados generalmente en torno a un carismático, su sentido de la obediencia surge espontáneo, aunque son reacios a una obediencia personal estructurada. Éste fue uno de los principales problemas a la hora de ser aprobados por la curia de Roma, ya que ésta exigía un control sobre todos ellos, control que, al tratarse de movimientos itinerantes, tenía que reducirse necesariamente a lo personal.
2. LA OBEDIENCIA DE FRANCISCO
La forma de vida franciscana puede considerarse dentro del ancho grupo de movimientos pauperísticos. Pero así como en la pobreza Francisco asimiló sus modos de comportamiento, en la obediencia no puede estar más lejos de ellos. Considerados como rebeldes por la jerarquía, su tipo de obediencia fanática a la Palabra, en contraposición a la jerarquía eclesiástica, no podía ser admitida por Francisco.
El esquema de obediencia adoptado por Francisco es el de los cistercienses; más en concreto, el de san Bernardo. El motivo podría encontrarse en que era el modelo de vida religiosa que se había generalizado por toda la Cristiandad, sirviendo de falsilla para la reforma que se estaba llevando a cabo en la curia romana. Por lo tanto, no es extraño que el cardenal Hugolino, gran conocedor y admirador de los cistercienses, influyera en Francisco respecto al tipo de organización y, en consecuencia, de obediencia que debía configurar la Fraternidad.
A.- LA TRINIDAD, MISTERIO DE OBEDIENCIA
Si las influencias ambientales pudieron incidir a la hora de formular la obediencia, de lo que no hay duda es de que en el fondo está el modelo de Jesús obediente al Padre. Toda la tradición espiritual había recurrido al ejemplo obediente de Cristo para apoyar la obediencia religiosa. Por tanto Francisco, a la hora de buscar motivaciones, no podía olvidar esta referencia obligada. Francisco obedece, porque Jesús obedeció.
Sin embargo, esta voluntad de encontrar en Jesús el modelo de obediencia va mucho más allá de su actuación terrena, de su situación histórica, puesto que si Jesús permanece en continua apertura al Padre, no es solamente por su calidad de hombre, sino por ser el Hijo encarnado; pues, en la intimidad trinitaria, el ser del Hijo consiste precisamente en recibir su ser del Padre y permanecer eternamente abierto y disponible a su voluntad amorosa, una voluntad que se hace historia al crear al hombre en su mundo y acompañarlo salvíficamente por los tortuosos caminos de la vida.
La obediencia de Jesús, en cuanto Hijo, es, por tanto, una cualidad trinitaria que hace posible no sólo el hecho de nuestra creación sino, sobre todo, el de nuestra salvación, el de nuestra realización. En el misterioso coloquio trinitario, donde se decide el acercamiento en carne de Dios hasta nosotros, la encarnación, el Hijo acepta la voluntad salvadora del Padre. Por eso Jesús, al traspasar el umbral de este mundo, pronuncia confiado lo que será el resumen de su vida: «Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"» (Hb 10,7).
B.- JESÚS, MODELO DE OBEDIENCIA
La apertura del Hijo, por medio del Espíritu, a la voluntad del Padre se va a realizar también históricamente en al vida de Jesús. El designio del Padre le ha cautivado de tal modo que se ha entregado totalmente a él, hasta el punto de no querer otra cosa. Por eso, toda su vida y alimento será comulgar plenamente con esa voluntad (Jn 4,34).
La actitud obediencial de Jesús se encarna a través de las mediaciones históricas que le permiten aceptar, por medio del discernimiento, el doloroso y oscuro camino hacia el Padre. De tal manera esto es así que la Carta a los Hebreos dice de él que aprendió la obediencia a fuerza de sufrimientos (Hb 5,8); es decir, por el sometimiento y aceptación de todo lo duro, y hasta repugnante, que pueda tener la vida en ciertos momentos. Jesús se somete totalmente a todo eso que le viene de la mano del Padre y que constituye para él la mediación del amor de Dios (OfP 1-6); de ese modo, con la obediencia hasta la muerte, Cristo realizó nuestra salvación.
Francisco captó perfectamente, a pesar de su ignorancia teológica, esta virtualidad salvadora de la obediencia de Jesús. En la Carta a todos los fieles les recuerda que, en la oscura noche de Getsemaní, Jesús «oró al Padre diciendo: "Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz". Y sudó como gruesas gotas de sangre que caían hasta la tierra. Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo: "Padre, hágase tu voluntad; no se haga como yo quiero, sino como quieres tú". Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho, sino por nuestros pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (2CtaF 8-13).
La obediencia de Jesús es para Francisco una obediencia restauradora. La decisión de Adán de romper la relación obediencial con Dios y pretender constituirse en principio para sí mismo, expresada en la imagen del árbol y la manzana (Adm 2,1-2), destrozó nuestro sentido de hombres. Por el contrario, Jesús, en plena antítesis con Adán, al renunciar a su autonomía divina y vaciarse de su propia voluntad para seguir la del Padre, restablecerá el diálogo del hombre con Dios constituyéndose en modelo y camino de realización humana y cristiana.
C.- SEGUIR A JESÚS GUARDANDO EL EVANGELIO
El seguimiento de Jesús fue el objetivo de toda la vida de Francisco. Un seguimiento que, por estar envuelto en una espiritualidad evangélica propia del tiempo, se convirtió en un vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. No podía encontrar otro modo mejor de seguir a Jesús más que bebiendo del Evangelio sus dichos y consejos, su actividad y sus obras, es decir, su misma vida entre nosotros.
En el Evangelio veía Francisco el camino de obediencia que Jesús había recorrido para ser fiel a la voluntad del Padre. Por ello, el Evangelio se convertirá en el itinerario imprescindible para poder realizar en plenitud la obediencia al Padre a través de Jesús (2 R 1,1; CtaO 6-7; 2CtaF 39).
Para Francisco estaba claro que, una vez abandonado el mundo, la única tarea lógica y digna era tratar de «seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1 R 22,9). Una voluntad que se le manifestaba a través del Evangelio y que hay que acoger para hacerla vida y convertirla en alabanza.
El Evangelio, pues, es para Francisco el lugar donde se le revela la voluntad del Padre encarnada en Jesús. Por lo tanto, no necesita más puntos de referencia para organizar su vida de una forma coherente con su fe. El Evangelio puro y duro, visto desde la perspectiva espiritual del tiempo, será su norma y su proyecto; puesto que, mirándolo bien, el Proyecto de vida o Regla que Francisco escribió para él y sus hermanos no es otra cosa que la historización del mismo Evangelio.
La obediencia a la voluntad de Dios no está oscurecida ni velada por otras obediencias dispares, puesto que para Francisco obedecer a Dios, obedecer a Jesús y su Evangelio, y obedecer a la Regla se identifican (1 R 5,17). Por eso resulta comprensible el empeño de Francisco en que la Fraternidad entera permanezca siempre vigilante en el cumplimiento de lo prometido al Señor, que se concreta en la vida del Evangelio (1 R Pról 2). Lo único que justifica la vida del creyente, del hermano, es ir viviéndola según el proyecto que Dios tiene sobre él; de ahí la importancia de permanecer a la escucha y en continua disponibilidad para percibirlo y hacerlo factible.
La Regla, por tanto, no es más que el marco que facilita el seguimiento del Evangelio, donde resuena la voz y se manifiesta el ejemplo de Jesús. Pretender hacer de ella un objeto de culto que distraiga y sustraiga la verdadera fuente capaz de atraer nuestra obediencia -el Evangelio-, es falsear el pensamiento de Francisco. La Regla es la cristalización del Evangelio a la que nos abrimos obediencialmente para llevar a cabo la voluntad de Dios. El Espíritu de Jesús nos conduce y mantiene en el empeño de profesarla con el corazón y los labios, sabedores de que con ello contribuimos a la realización del Reino, a que se cumpla la voluntad de Dios.
Pero la Regla, aunque exprese de forma historizada el contenido del Evangelio, no puede pretender fijar del todo y para siempre la voluntad divina sobre nosotros. La obediencia al Reino exige una apertura incondicional, que no puede ser sustituida por la seguridad de la ley. En este sentido la Regla no es más que un conjunto de jalones que nos indican las pistas del camino por donde podemos llegar al encuentro de la voluntad del Señor.
D.- «SIEMPRE SUMISOS Y SUJETOS A LA IGLESIA»
En Jesús, sacramento del Padre, se manifiesta de forma tangible la voz por la que Dios manifiesta su voluntad. Y en la Iglesia, cuerpo habitado por la Trinidad, resuena de un modo fiable esa voz de Dios a través de la Palabra y de los sacramentos que en ella se realizan. Por eso, es en el seno de la Iglesia donde encontramos el ámbito adecuado para descubrir la voluntad de Dios y los medios necesarios para hacerla efectiva.
La obediencia a la Iglesia forma parte del misterio de las mediaciones. Jesús, al encarnarse, tuvo que asumir este camino para seguir cumpliendo la voluntad de su Padre. Francisco y sus hermanos acudieron a la Iglesia como medianera de su encuentro con la voluntad divina. Las mediaciones, como todo lo humano, son necesariamente ambiguas; sugieren más que aseguran, dejándonos en la incertidumbre de tener que decidir por nosotros mismos.
Francisco experimentó estos inconvenientes. Pero ¿dónde encontrar una comunidad humana en la que estuviera presente el Hijo encarnado y ahora glorificado, Jesús, acogiendo en su obediencia al Padre todas las obediencias de los hombres? El itinerario espiritual de Francisco revela que su decisión de recorrerlo de la mano de la Iglesia le ayudó en la búsqueda de la voluntad de Dios, expresada en el Evangelio. En ningún otro lugar podía vivirlo como allí. Por eso insistió tanto a los hermanos para que, «siempre sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica», guardaran «la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» que firmemente habían prometido (cf. 2 R 12,4).
La obediencia de Francisco a la Iglesia se expresó de modos y maneras muy diversos. Desde la paciente obstinación de que su Proyecto de vida o Regla fuera aprobado por la máxima autoridad eclesial, el papa, hasta su deseo de vivirlo dentro de la ortodoxia eclesiástica. Obedecer al papa, al cardenal protector, a los obispos, a los sacerdotes y a todos los fieles fue para él la forma más natural de expresar su obediencia a la Iglesia.
La obediencia a la jerarquía forma parte de su decisión de vivir el Evangelio dentro de la ortodoxia eclesial. El gesto de acatamiento al papa con el que encabeza las dos Reglas no responde sólo a un trámite burocrático para su aprobación. Su cercanía con Roma y la práctica itinerante de la curia papal convertían la obediencia de Francisco al papa en una actitud casi espontánea. Sin embargo, esto no quiere decir que estuviera carente de dificultades a la hora de ponerla en práctica.
Para Francisco, la obediencia al papa va mucho más allá de una sumisión personal. Es, más bien, una concreción de la fe eclesial por lo que él, como cabeza de la Fraternidad, se abre confiadamente y se deja acoger en el seno de la Iglesia. No obstante, tanto la Fraternidad como la Iglesia no son realidades abstractas sino que adquieren un nombre propio en sus representantes: «El hermano Francisco y todo aquel que sea cabeza de esta Religión, prometa obediencia y reverencia al Señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R Pról 3; 2 R 1,2).
La imposibilidad práctica de tramitar directamente con el papa los asuntos relacionados con la Fraternidad, que es donde se concretaba la obediencia, dio lugar a que se buscara en el cardenal protector al representante eclesial que concretizara la obediencia de la Fraternidad a la Iglesia (2 R 12,3; Test 33). La relación obediente entre Francisco y el cardenal Hugolino es un ejemplo de cómo se desarrolló esta actitud confiada, sin dramatismos ni capitulaciones, aportando cada uno su parecer y tratando de consensuarlo desde sus respectivas responsabilidades.
La obediencia de Francisco a la Iglesia no se limitaba a la curia romana. En el Testamento de Siena, cuando «a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad» no se encontraba con fuerzas para hablar, Francisco aconsejó, entre otras cosas, a sus hermanos, que vivieran «siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia» (TestS 5).
Los biógrafos ilustran profusamente esta actitud obediencial de Francisco y sus hermanos a los obispos al reconocerlos responsables de sus iglesias diocesanas. Además de hacerles las visitas de cortesía cuando llegaban a una diócesis, lo cual era relativamente llevadero, aceptaban su autoridad a la hora de ejercer el apostolado de la predicación (2 R 9,1), lo cual suponía renunciar a posibles privilegios papales (Test 25) para someterse a la voluntad de los obispos.
La obediencia eclesial, sin embargo, llegaba también a los simples sacerdotes, no tanto por sus cualidades morales o intelectuales sino por su condición de ministros de la Iglesia. De ahí que, próximo ya a la muerte, reafirmase su entera disponibilidad a los sacerdotes dictando en su Testamento: «El Señor me dio, y me sigue dando, una fe tan grande en los sacerdotes que viven según la norma de la santa Iglesia romana, por su ordenación, que, si me viese perseguido, quiero recurrir a ellos. Y si tuviese tanta sabiduría como la que tuvo Salomón y me encontrase con algunos pobrecillos sacerdotes de este siglo, en las parroquias en que habitan, no quiero predicar al margen de su voluntad. Y a estos sacerdotes y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a señores míos. Y no quiero advertir pecado en ellos, porque miro en ellos al Hijo de Dios y son mis señores. Y lo hago por este motivo: porque en este siglo nada veo corporalmente del mismo altísimo Hijo de Dios sino su santísimo cuerpo y santísima sangre, que ellos reciben y sólo ellos administran a otros» (Test 6-10).
A pesar de tener una visión muy clericalizada de la Iglesia, Francisco reconocía que los simples fieles también formaban parte de ella. Por eso, a la hora de poner en práctica su obediencia eclesial, se la manifiesta también a ellos de una forma sencilla y sin complejos. En primer lugar, a los hermanos que formaban la Fraternidad, en su mayoría laicos (CtaO 2-3), pero también a todos los otros fieles que poblaban el mundo entero. Ante ellos se siente «su siervo y súbdito», que está obligado a serviles y suministrarles las palabras del Señor (2CtaF 1-2).
E.- LA FRATERNIDAD, ÁMBITO DE LA OBEDIENCIA
Si la Iglesia, comunidad de creyentes, es el lugar donde se nos hace presente de una forma viva la voluntad de Dios expresada en el Evangelio, el modo más sensato de responder no será individual sino comunitario; es decir, en compañía de los otros hermanos que también han escuchado la misma voz y están dispuestos a responder de una forma generosa desde la Fraternidad. De este modo la Fraternidad se convierte en el espacio de la obediencia al Evangelio y al Proyecto de vida o Regla.
Francisco es consciente de que toda actitud humana, también la obediencia religiosa, requiere una estructura o institución que la haga posible. Por eso la Fraternidad fue para él como un hogar en el que, en las relaciones cotidianas de los hermanos, llenas de gozos pero también de dificultades, se iba fraguando la voluntad de Dios sobre ellos y la respuesta obediencial de todos al Evangelio a través de la Regla. La fraternidad, pues, es un entramado de relaciones personales que tiende a convertirse en obediencia caritativa. De ahí que el acto de integración a la Fraternidad, la profesión, venga designado como «ser recibido a la obediencia» (1 R 2,9; 2 R 2,11). En adelante los hermanos ya no podrán «vagar fuera de la obediencia, (...) porque nadie que pone mano al arado y mira atrás es apto par el Reino de Dios» (1 R 2,10; 2 R 2,12-13).
Además de las connotaciones jurídicas de estos textos, en el fondo se manifiesta la coherencia de la vocación franciscana. Porque si los hermanos han sido convocados, llamados a la Fraternidad para seguir a Jesús y poder vivir «según la forma del santo Evangelio» (Test 14), esta voluntad del Señor debe ser correspondida viviendo confiadamente en la propia Fraternidad como un sacramento o mediación de la voluntad divina.
La Fraternidad, por tanto, es el ámbito donde los hermanos, al obedecerse mutuamente, obedecen al Evangelio y a la Regla. Por eso les advierte Francisco que cuantas veces se aparten de los mandatos del Señor y vaguen fuera de la obediencia, sepan que están en una situación contradictoria, es decir, en pecado. Mientras que si perseveran en los mandatos del Señor, que prometieron por el santo Evangelio y por su forma de vida, se mantienen en la verdadera obediencia (cf. 1 R 5,16-17).
Hoy nos resulta un poco duro este lenguaje de Francisco. Pero conviene recordar que está pensado y escrito a principios del siglo XIII, cuando la Iglesia disponía del máximo poder que haya podido tener en la historia. La convicción de que fuera de la Iglesia no hay salvación se traspone al grupo de los hermanos, ofreciéndonos la imagen, al parecer extraña, de que fuera de la Fraternidad no hay salvación.
En realidad, no se trata de eso, sino de recordar que si hemos optado libremente, después de un serio discernimiento vocacional, por entrar en la Fraternidad, a la que consideramos como el lugar donde mejor podemos responder al Señor viviendo el Evangelio, sería una incoherencia vivir al margen de ella, siguiendo nuestros propios antojos. En este sentido parece evidente que el formar parte de la Fraternidad conlleva el compromiso de obedecer en ella la voluntad de Dios.
F.- OBEDIENCIA CARITATIVA
Esta obediencia en el ámbito de la Fraternidad no es nada etérea. Todos los hermanos, por cuanto han optado por recibir la ayuda de los demás a la hora de decidir sobre la voluntad de Dios, han de obedecerse unos a otros de buen grado. El sentido primero de la obediencia en la Fraternidad es éste; pues si el Señor les ha llamado a participar en el seguimiento fraterno del Evangelio es para que, desde el amor que da el Espíritu, se abran unos a otros para discernir el mejor modo de realizar el Proyecto de vida. «Y ésta -añade Francisco- es la verdadera y santa obediencia de nuestro Señor Jesucristo» (1 R 5,15).
Los capítulos, realizados a distintos niveles, son el momento privilegiado en que la Fraternidad dialoga y discierne sobre el mejor modo de realizar el Proyecto de vida o Regla; es decir, de responder por medio del Evangelio a la voluntad de Dios. Aunque Francisco hable poco de ellos, en sus Escritos aparecen suficientes elementos para dibujar su contenido.
En primer lugar, el capítulo es la reunión de todos los hermanos para legislar sobre la Regla y, cuando ésta ha sido aprobada, dar normas sobre su cumplimiento. La finalidad principal de los capítulos es tener presente la vida evangélica prometida al Señor; de ahí que no sea una casualidad que en todos ellos se leyera la Regla para hacer balance sobre su cumplimiento (Test 37).
Esta revisión tenía sentido por cuanto hasta 1221 acudían al capítulo general todos los hermanos; después se reservó a los superiores provinciales, pero éstos podían hacer capítulo con todos los hermanos en sus respectivas Provincias (1 R 18,1; 2 R 8,5).
En segundo lugar, la presencia de los hermanos en el capítulo era activa. Todos podían aportar sus opiniones para mejor servir al Evangelio desde la Regla. De esto hay constancia en la Carta que Francisco escribe a un ministro en vísperas del capítulo de Pentecostés y en la que, además de contestar a los problemas que dicho ministro le había planteado, le comunica una de las enmiendas que piensa introducir en la Regla. «Por lo demás -dice Francisco-, de todos aquellos capítulos de la Regla que hablan de pecados mortales, con la ayuda de Dios y el consejo de los hermanos, haremos uno sólo de este género en el capítulo de Pentecostés: Si alguno de los hermanos, por instigación del enemigo, peca mortalmente, esté obligado, por obediencia, a recurrir a su guardián... Este escrito, para que mejor se guarde, tenlo contigo hasta Pentecostés; allí estarás con tus hermanos. Y estas cosas, y todas las otras que se echan de menos en la Regla, las procuraréis completar con la ayuda del Señor Dios» (CtaM 13-14. 21-22).
En tercer lugar, el capítulo es el momento apropiado para revisar la vida de los hermanos a la luz de la Regla. Cuando ha habido dificultades o flaquezas en su cumplimiento, hay que darlo a conocer para que, entre todos, se pueda dar una solución caritativa (1 R 5,4-6).
Los biógrafos aportan más detalles a este respecto. Los Tres Compañeros describen de forma hagiográfica los primeros capítulos. «En Pentecostés -dicen-, se reunían todos los hermanos en Santa María y trataban de cómo observar con mayor perfección la Regla... Exhortaba (Francisco) con solicitud a los hermanos a que guardaran fielmente el santo Evangelio y la Regla que habían prometido» (TC 57). Esta exhortación a guardar la Regla se va después desgranando en múltiples admoniciones, hasta dibujar un cuadro completo de lo que era para él la vida evangélica.
Resumiendo, sobre los capítulos podríamos decir que en ellos la Fraternidad toma conciencia de su vocación a seguir el Evangelio, legislando, revisando y poniendo todos los medios para que los hermanos permanezcan abiertos a la voluntad de Dios. La Fraternidad, como lugar de obediencia, estimula a los hermanos para que, obedeciéndose caritativamente entre sí, puedan seguir el camino de obediencia al Padre a través de Jesús.
G.- LA AUTORIDAD COMO SERVICIO
El Evangelio rompe el esquema social de que la autoridad necesita poder para ser ejercida con eficacia. La autoridad que propone Jesús es para una comunidad de fe, donde no sirven de nada las imposiciones por la fuerza, pues se parte del principio de que sólo se puede creer desde la libertad, desde una aceptación voluntaria de los valores propuestos.
Por consiguiente, la eficacia de la autoridad evangélica no habrá que buscarla en la capacidad de dominio, de imposición de los propios criterios, sino en la aptitud para servir y ponerse a disposición de los demás en el camino del Evangelio, que la propia Fraternidad ha elegido como forma sensata de seguir a Jesús.
Francisco, al programar su vida y la de los suyos según el Evangelio, siguió también este criterio de autoridad servicial, advirtiendo a los frailes que «ninguno de los hermanos tenga potestad o dominio, y menos entre ellos. Pues, como dice el Señor en el Evangelio, los príncipes de los pueblos se enseñorean de ellos y los que son mayores ejercen el poder en ellos; no será así entre los hermanos; y todo el que quiera hacerse mayor entre ellos, sea su ministro y siervo, y el que es mayor entre ellos, hágase como el menor» (1 R 5,9-12).
La razón para admitir estos criterios es muy sencilla. Dentro del Proyecto de vida o Regla todos los valores deben ser coherentes. Por eso sería absurdo favorecer una autoridad poderosa que rompiera la igualdad básica de la Fraternidad. Donde haya unos frailes que se impongan sobre otros, aunque sea alegando el principio de autoridad, no puede haber Fraternidad, por lo que pierde todo sentido remitirse al Proyecto franciscano de vida como forma de seguir el Evangelio.
Lo mismo pasa con la minoridad. Una autoridad orgullosa y prepotente, que no tuviera en cuenta este valor fundamental del Proyecto franciscano, estaría fuera de lugar por ser un elemento extraño y distorsionante. Dentro del grupo fraterno la autoridad es necesaria, pero tiene que contener los rasgos evangélicos que la hagan armónica con los otros valores, también evangélicos, del Proyecto de vida o Regla.
Esta exigencia de que la autoridad sea ejercida no desde el poder sino desde la minoridad y el servicio, tiene un trasfondo histórico que explica la actitud de Francisco. En la evolución que sufrió la Fraternidad hacia formas de organización más rígidas, tal como esperaban desde la curia romana, el valor autoridad tuvo que ser negociado. Francisco, desde la lógica del Evangelio, veía normal que la autoridad entre los hermanos se ejerciera sin ningún tipo de poder, mientras que el grupo de intelectuales y la curia pensaban que, si la Fraternidad no se estructuraba desde la legalidad que ofrecía el derecho canónico, se iba al traste. En realidad, era cuestión de perspectivas. Francisco había recorrido el suficiente camino evangélico para experimentar su fuerza y poder confiar en la palabra de Jesús; los otros se sentían más inseguros y necesitaban los agarraderos del derecho canónico.
La lucha debió de ser dura y, al fin, se impuso el que tenía más fuerza: la legalidad. La autoridad de los ministros provinciales y custodios es asimilada a la de los priores de las órdenes antiguas, los cuales tenían como función asegurar la disciplina a base de poder jurídico con autoridad coercitiva.
Esto tuvo sus consecuencias; y la historia franciscana tendrá que reconocer con humildad la existencia de las cárceles conventuales y los malos tratos que se daban en ellas, hasta llegar en algún caso a la misma muerte. Pero esta limitación cegata a la hora de ver el Evangelio, motivada por un legalismo autoritario, no debe ser motivo para ensombrecer el luminoso Proyecto evangélico que es la Regla; si acaso, reconocer nuestra debilidad para hacer efectivo en nuestras vidas el dinamismo liberador del Evangelio y buscar formas de autoridad que nos hagan visible la voluntad amorosa de Dios.
H.- SUPERIORES Y SÚBDITOS: DOS FORMAS DE OBEDECER A DIOS
La Fraternidad, como ámbito de obediencia, es la que nos abre a la voluntad de Dios, al mismo tiempo que se hace sacramento de la forma de vida o Regla. El Evangelio vivido en Fraternidad es el punto de referencia para todos los hermanos, ya que esto es lo que profesan al entrar en ella y, por tanto, lo que da sentido a sus vidas. Por eso es necesario asegurarlo por encima de los vaivenes de la propia voluntad, eligiendo a uno de los hermanos para que haga viva y coordine esta obediencia de todos y cada uno a Dios.
a) Los ministros y los siervos
La figura del ministro está puesta en medio de la Fraternidad no tanto como un líder que modela y arrastra a los demás a través de sus propias ideas, sino como el servidor que recuerda lo prometido al Señor, ayuda a realizarlo y conforta en la debilidad; éste es el único poder evangélico que tiene la autoridad de los ministros y guardianes: hacer eficaz la obediencia de todos los hermanos al Evangelio.
Sin embargo, la inclusión de los ministros dentro del cuadro jurídico de la Iglesia les confería una potestad y dominio que superaba las previsiones de Francisco (1 R 5,9), pero que él mismo también utilizó. La advertencia de que los ministros son servidores «y que les ha sido confiado el cuidado de las almas de los hermanos, de las cuales tendrán que rendir cuentas en el día del juicio ante el Señor Jesucristo si alguno se pierde por su culpa y mal ejemplo» (1 R 4,6), pone de manifiesto que el poder que tienen es evangélico, es decir, poder de servicio.
Este fragmento que, leído actualmente, no ofrece mayores dificultades, ha sido en el pasado motivo de serias preocupaciones para algunos superiores, por la sencilla razón de sentirse la conciencia de todos los frailes; y no es eso. Las responsabilidades no se delegan. Por tanto no se puede pedir al superior que cargue con las responsabilidades de los súbditos, pero sí con la suya en el caso de que no haya ejercido el cargo con seriedad.
A pesar de que el ministro es el responsable de la marcha de la Fraternidad, esta responsabilidad debe quedar dentro de sus justos límites, ya que un celo excesivo puede ser tan pernicioso como la despreocupación irresponsable. En pocas palabras: la preocupación espiritual del superior no es un absoluto, sino que está limitada a su propia función, el realizarse dentro de la Fraternidad, ayudando a los demás hermanos a que sean coherentes con el Proyecto evangélico que han prometido. Recordarles y hacerles realizable esta opción, no tanto como una pesada obligación impuesta desde fuera, sino como una decisión que los hermanos han tomado porque han visto en ella la posibilidad de realizarse como personas que creen en Jesús. El oficio del ministro, por tanto, más que mandando se ejerce evidenciando la liberación que supone seguir a Jesús desde una visión franciscana del Evangelio. Pero si los ministros no sirven desde la comprensión y la ayuda, sino que hacen opaca la misericordia y la paciencia de Dios, entonces serán responsables directos de su mala gestión y, de una forma indirecta, del lento y contradictorio caminar de los hermanos en busca de la voluntad del Señor.
La Carta a un ministro es el ejemplo práctico del pensamiento de Francisco respecto a los superiores: «Te hablo, como mejor puedo, del caso de tu alma: todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquiera que te ponga estorbo, se trate de hermanos u otros, aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa. Y cúmplelo por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, pues sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a los que esto te hacen. Y no pretendas de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos precisamente en esto, y tú no exijas que sean cristianos mejores. Y que te valga esto más que vivir en un eremitorio. Y en esto quiero conocer que amas al Señor y me amas a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya en el mundo hermano que, por mucho que hubiere pecado, se aleje jamás de ti después de haber contemplado tus ojos sin haber obtenido tu misericordia, si es que la busca. Y si no busca misericordia, pregúntale tú si la quiere. Y, si mil veces volviera a pecar ante tus propios ojos, ámale más que a mí, para atraerlo al Señor; y compadécete siempre de los tales. Y, cuando puedas, comunica a los guardianes que por tu parte estás resuelto a comportarte así» (CtaM 2-12).
La obediencia de los ministros consiste en el servicio y la acogida de los hermanos para que puedan ser fieles, como han prometido, a la voluntad de Dios. Pero hay situaciones en que esto se hace difícil. Por lo tanto, si alguno de los hermanos no puede guardar espiritualmente la Regla, tendrá que recurrir a su ministro; y éste deberá acogerlo caritativa y benignamente, manifestándole una familiaridad tan grande, que el hermano pueda hablar y comportarse con él como un señor con su siervo; pues así debe ser, que los ministros sean siervos de todos los hermanos (2 R 10,4-6).
La finalidad del servicio mira siempre a favorecer la obediencia al Evangelio, expresado en el Regla. Por eso, si el ministro se sobrepasa mandando a un hermano algo que está contra la Regla o su conciencia, puede desobedecer, pues no hay obediencia allí donde se comete delito o pecado (1 R 5,2; 2 R 10,1).
La posible incoherencia de los hermanos con la Regla que han prometido, debe ser también motivo de preocupación y solicitud para el ministro. Cuando alguien procede según la carne y no según el espíritu y, después de hacérselo ver, no quiere enmendarse, el ministro y siervo obrará con él como mejor le parezca que conviene según Dios. Pero si es el ministro el que está en tal situación, serán los hermanos, comunicándolo al ministro general, los que traten de ayudarle a obedecer al Proyecto de vida o Regla (1 R 5,3-6).
La Regla no bulada establece claramente esta doble responsabilidad para que todos los hermanos, la Fraternidad, sean coherentes con lo prometido. Francisco, al hablar de los ministros, comprende que su función no les exime ni les preserva de la debilidad humana ni de la equivocación. De ahí que procure una vigilancia mutua que garantice el mejor cumplimiento del Proyecto emprendido. La autoridad que posee el ministro no le autoriza a confundir, y menos a identificar, la voluntad de Dios con la suya, mandando lo primero que se le ocurra. El ejercicio de la función tiene como finalidad hacer ver los valores que el grupo tiene como fundamentales y la consiguiente animación para que todos los realicen. Esto es lo que entiende Francisco al advertir que no se puede mandar en contra del alma -la conciencia- o de la Regla.
Pero la plasmación en una Regla de este principio de responsabilidad común a la hora de velar por la realización y crecimiento de los valores de la Fraternidad, era demasiado audaz para que pudiera continuar formando parte de un texto legislativo. La autoridad quedaba minada y la experiencia parecía exigir, después de la crisis sufrida, una mayor rigidez en los cuadros de gobierno. Además, estaba el inconveniente de que a los capítulos generales ya acudían solamente los ministros provinciales, por lo que era difícil hacer llegar hasta allí las posibles quejas de los súbditos contra sus ministros. El resultado es que en los Escritos posteriores desaparece este control mutuo de actitudes, quedando solamente para los superiores, como aparece en el Testamento (Test 27-30) y en la Carta a un ministro (CtaM 14-20), la capacidad de advertir a sus súbditos de la falta de coherencia con la Regla. La responsabilidad queda así separada; por una parte se urge a los ministros una solicitud humilde y caritativa para con los hermanos, mientras que a éstos se les pide una obediencia absoluta.
b) Los hermanos que son súbditos
Junto a la solicitud de los ministros para que los hermanos puedan estar siempre abiertos a la voluntad de Dios, está la disponibilidad de los súbditos para acoger este servicio como una ayuda en su respuesta al Reino, expresado en la Regla. Dentro de esta confianza con que, por regla general, deben tomarse las observaciones y los mandatos de los ministros, está la advertencia de Francisco a los hermanos que son súbditos, con el fin de que recuerden su renuncia, por Dios, a los propios quereres. Por tanto deben obedecer a sus ministros en todo lo que prometieron al Señor guardar y no está en contra del alma y de la Regla (2 R 10,3; 1 R 4,3).
La Regla y la propia conciencia son, pues, los objetivos dentro de los cuales actúa la obediencia, ya que a través de ellos se manifiesta la voluntad de Dios, de la que el ministro debe ser el intérprete. De este modo es comprensible la tozudez de Francisco por obedecer al ministro general y al guardián que le den, hasta el punto de entregarse cautivo en sus manos, para asegurar la obediencia a su voluntad, ya que lo considera su señor (Test 27-28).
Esta imagen en clave feudal de la obediencia es aplicada también a los hermanos a la hora de obedecer a sus guardianes (Test 30); una forma de expresar la obediencia que a nosotros nos resulta dura por entenderla fruto del autoritarismo, pero que hay que ver como una inculturación feudal del valor-obediencia. Del mismo modo es sorprendente en el pacífico Francisco, y en el retrato misericordioso que hace del ministro en la Carta que hemos comentado antes, la trama inquisitorial que nos describe en su Testamento, persiguiendo a los hermanos que no son coherentes con lo prometido al Señor, en este caso concreto el Oficio divino. El continuo latiguillo firmemente obligado por obediencia que aparece en el fragmento, crea un ambiente de autoritarismo dictatorial que difícilmente nos recuerda la libertad con que se prometió al Señor guardar la Regla (Test 30-33). Pero la organización de la Orden parece que exigía este tributo policial.
La Admonición 3, sobre la verdadera obediencia, nos dibuja perfectamente la posición del hermano cuando la obediencia se hace conflictiva. Es evidente que la Regla constituye el objetivo de la obediencia; pero ¿cómo actuar en un caso determinado, cuando no coinciden las visiones del superior y del súbdito?
Francisco lo encuadra dentro del marco de la pobreza menor, como una forma de desapropiación voluntaria. De este modo, y sin llegar a la obediencia ciega, el discernimiento crítico conduce a la obediencia caritativa, que nos mantiene dentro de la Fraternidad como lugar de obediencia perfecta: «Dice el Señor en el Evangelio: "Quien no renuncie a todo lo que posee, no puede ser discípulo mío"; y: "Quien quiera poner a salvo su vida, la perderá". Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado. Y todo cuanto hace y dice, si sabe que no está en contra de la voluntad del prelado y mientras sea bueno lo que hace, constituye verdadera obediencia. Y si alguna vez el súbdito ve algo que es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique lo suyo voluntariamente a Dios y procure, en cambio, poner por obra lo que le manda el prelado. Pues ésta es la obediencia caritativa, porque cumple con Dios y con el prójimo. Pero si el prelado le manda algo que está contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de soportar persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios. Porque quien prefiere padecer la persecución antes que separarse de sus hermanos, se mantiene verdaderamente en la obediencia perfecta, ya que entrega su alma por sus hermanos. Pues hay muchos religiosos que, so pretexto de que ven cosas mejores que las que mandan sus prelados, miran atrás y tornan al vómito de la voluntad propia; éstos son homicidas, y, a causa de sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas» (Adm 3,1-11).
Esta doctrina sobre la obediencia caritativa formaba parte de la tradición monástica. San Bernardo habla de ella en su obra Del precepto y de la dispensa. Respondiendo a las preguntas de unos monjes sobre cuáles son los límites de la obediencia, les dice que los superiores deben mandar dentro de los límites de lo profesado, es decir, de la Regla. Pero «la obediencia que se mantiene cerrada en los límites de los votos es imperfecta. La obediencia perfecta no está atenida a la ley ni estrechada en términos; y, no contentándose con los límites demasiado angostos de su profesión, se deja llevar por una voluntad más extensa a la amplitud de la caridad; y, no ciñéndose a ningún límite, se extiende a una libertad infinita y abraza con mucho gusto todo cuanto se la ordena con el esfuerzo de un valor pronto y generoso. De ella ha dicho el apóstol S. Pedro: "Purificando vuestros corazones por la obediencia de la caridad", queriendo por eso distinguirla de esta otra obediencia tibia y en algún modo servil, que no hace lo que es caridad con prontitud, sino que permanece sujeta a la necesidad» (Obras Completas, II, BAC, p. 787).
La obediencia caritativa de Francisco no se confunde con la obediencia ciega o cadavérica que parecen insinuar los biógrafos. Celano hace una reflexión acerca de lo que él entiende por obediencia perfecta, poniéndola en boca del mismo Francisco. Estando éste «sentado entre sus compañeros, dijo exhalando un suspiro: "Apenas hay en todo el mundo un religioso que obedezca perfectamente a su prelado". Conmovidos los compañeros le replicaron: "Padre, dinos cuál es la obediencia más alta y perfecta". Y él, describiendo al verdadero obediente con la imagen de un cadáver, respondió: "Toma un cadáver y colócalo donde quieras. Verás que, movido, no resiste; puesto en un lugar, no murmura; removido, no protesta. Y si se le hace estar en una cátedra, no mira arriba, sino abajo; si se le viste de púrpura, dobla la palidez. Este es -añadió- el verdadero obediente: no juzga por qué se le cambia, no se ocupa del lugar en que lo ponen, no insiste en que se le traslade. Promovido a un cargo, conserva la humildad de antes; cuanto es más honrado, se tiene por menos digno» (2 C 152).
Sin embargo, la obediencia que propone Francisco no va tanto unida a la humildad, cosa corriente en la tradición espiritual, cuanto a la caridad, hasta el punto de unirlas en el Saludo a las virtudes como hermanas inseparables (SalVir 3). De este modo la obediencia no aparece como una virtud pasiva sino activa, ya que mantiene al hermano en continua apertura a la voluntad de Dios, a través de su Espíritu, y a la voluntad de los hermanos (SalVir 16).
La obediencia que aparece en la Admonición 3, que antes hemos comentado, lejos de paralizar al hermano con una actitud pasiva, requiere de él una obediencia generosa que vaya más allá de lo estrictamente legal; con ello queda salvada la obediencia a la Regla y se cultiva la paz fraterna, tan necesaria para que la Fraternidad mantenga ese ambiente obediencial que favorezca la obediencia de todos los hermanos, superiores y súbditos, a la voluntad de Dios manifestada en el Evangelio.
I.- «SOMETIDOS A TODA CRIATURA»
La cita de Pedro (1 Pe 2,13) da pie a Francisco para expresar otro nivel en la descripción de la obediencia: la aceptación de los acontecimientos como expresión de la voluntad de Dios (1 R 16,6). Sin embargo es en el Saludo a las Virtudes donde va desgranando los efectos de la obediencia, que confunde todos los quereres corporales y carnales, manteniendo mortificado el cuerpo para obedecer al espíritu, al hermano y a todos los hombres que hay en el mundo; y no sólo a los hombres, sino a todas las bestias y fieras, como vehículo de la voluntad de Dios (SalVir 14-18).
Francisco ve en la creación destellos de la voluntad de Dios (1 R 23,1), y toda la historia es para él una historia de salvación, donde Dios actúa para liberar a los hombres de las consecuencias del pecado (Test 1). Por eso, así como todas las criaturas obedecen, a su modo, a Dios (Adm 5,2), así también el hombre, sobre todo el que se ha comprometido con la Fraternidad a buscar la voluntad de Dios, debe recibir los acontecimientos de la vida como venidos de su mano (1 R 10,3), tratando de colaborar para que se haga realidad la voluntad divina.
Esta obediencia laudatoria a Dios en compañía de las demás criaturas, encierra unas consecuencias de respeto y valoración no sólo de las personas sino de la misma naturaleza. En este sentido podríamos decir que la obediencia franciscana, además de histórica, es ecológica, por cuanto ve en las criaturas una especie de sacramento de la voluntad de Dios que nos invita a ser y a dejar ser tal como Él quiere.
La obediencia así entendida se convierte en una apertura confiada a Dios que cultiva la historia como lugar donde se realiza su proyecto para el hombre rodeado de las demás criaturas. Francisco sabe de este amor incondicional historizado en los acontecimientos; pero también experimenta la fuerza del pecado por enturbiar este amor. Por eso recuerda la necesidad de confiar en los demás, de obedecerles, para no quedar atrapado en la propia trampa de la soledad egoísta que nos incapacitaría para vivir el Reino.
3. CONCLUSIÓN: LA OBEDIENCIA COMO APERTURA
La obediencia, como los demás valores religiosos, ha tenido su inculturación a través de la historia. Describir la obediencia de Francisco supone reconocer la influencia que sobre ella tuvo el contexto sociocultural de la época. Por eso no es extraño que hoy la releamos de forma distinta, porque también son diferentes los horizontes culturales que nos rodean. Pero releerla no quiere decir ignorarla, sino descubrir su propia interioridad y su dinamismo para vivirla dentro de nuestra cultura.
Hoy la obediencia ha perdido ese aspecto de sometimiento a la ley que tenía en épocas anteriores, para convertirse en una forma responsable de apertura, a través de los hermanos, a la voluntad de Dios. Sin embargo, al ejercerse dentro de la Fraternidad, siempre existe ese momento conflictivo en el que se pone a prueba nuestra madurez espiritual.
Al optar por vivir el Evangelio en Fraternidad hemos renunciado a decidir en solitario. Por eso hemos de ejercitamos, como algo normal, en la práctica optimista de que los demás son una ayuda, y no un obstáculo, en nuestro camino por buscar y realizar la voluntad de Dios.
En este sentido cabe la utilización del discernimiento como herramienta para depurar los diversos sonidos que tratan de acaparar nuestra obediencia, hasta llegar a la conclusión de que Dios nos habla. Fiarnos de los demás, sobre todo de Dios, siempre es duro, pues ignoramos dónde nos pueden llevar. Pero este éxtasis, esta salida de nosotros mismos, es lo que nos libera de morir sofocados por nuestro egoísmo, permitiéndonos vivir según el proyecto amoroso de Dios.
Obedecer a este proyecto que Jesús concretó en el Reino, y que Francisco cristalizó en la Regla, deberá ser el verdadero objetivo de nuestro querer, de nuestra voluntad, aceptando el servicio de la autoridad como un medio para realizarlo con mayor plenitud.
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