Hoy es 31 de agosto, domingo de la XXII semana de Tiempo Ordinario.
Recogemos la semana en este tiempo de oración que te regalas. Atiende en este rato a tu corazón. mira qué hay dentro de él. La semana ha sido larga y habrá habido momentos de gozo y momentos de dolor. Momentos de generosidad y entrega y momento débiles en los que no has respondido como el Señor quisiera. Date estos minutos para revisar lo que hay dentro de ti.
La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 16, 21-27):
En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.” Jesús se volvió y dijo a Pedro: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.” Entonces dijo a sus discípulos: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del Hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta.”
Dice Jeremías: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste y me pudiste” (1ª lect.) Algo así podíamos decir nosotros. ¿Por qué estamos en la Iglesia? ¿Por qué somos cristianos? Porque, a través de una serie de circunstancias, -que a veces ni conocemos- el Señor nos sedujo y nos metió en la maravillosa aventura de creer, de ser discípulos suyos… Como a los Apóstoles, un día el Señor nos salió al encuentro, nos invitó a ser de los suyos, y nosotros aceptamos Y aquí estamos caminando tras de él y, con él, sentándonos a la mesa de su Palabra y de la Eucaristía… A Jeremías haber aceptado la llamada de Dios no le trajo más que problemas. Hasta el punto que hay un momento en que, abatido, quiere dejar el encargo recibido: “«No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre»; pero no puede, la fe le empuja a seguir adelante: “pero ella (la Palabra) era en mis entrañas fuego ardiente…; intentaba contenerlo, y no podía.” ¿No es lo que nos ha ocurrido a nosotros a veces? Pero la fuerza de tu llamada, Señor, nos ha mantenido y empujado a continuar. Gracias, porque no nos has abandonado nunca.
El domingo pasado, veíamos cómo Pedro era alabado por Jesús por confesarle como el Mesías, el Hijo de Dios: “Dichoso tú, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en los cielos “… Hoy vemos que, al escuchar a Jesús decir que va a morir crucificado, se subleva y lo increpa: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte.” Y es entonces cuando sufre el rechazo de Jesús: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios.” Y es que Pedro no había entendido aún que el camino de Cristo era camino de renuncia y sacrificio, antes de ser de salvación y de gloria. Lo había dicho Jesús: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto.” Pero ni Pedro ni los demás habían entendido. Siguen soñando un Reino de Dios de éxitos y triunfos. A Pedro le gustaban los aspectos halagüeños del seguimiento de Jesús; pero no, el sacrificio y la humillación. A él le encantó el monte Tabor, el de la transfiguración, donde quiso quedarse. Pero no, el del Calvario, el de la cruz, el de la humillación y la muerte. ¿No nos ocurre lo mismo a nosotros? Señor, ¡cómo nos cuesta aceptar la paradoja de tu evangelio: morir para resucitar, perder la vida para recuperarla!
Después, Jesús habla del camino que han de seguir los discípulos: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Seguir a Jesús es poner la vida al servicio de Dios y del hermano, como hizo Jesús. Ello supone colocar en segundo plano nuestros propios intereses y renunciar a triunfos y éxitos tal como los entiende el mundo: ser importante, estar por encima de los demás, hacerse rico, etc. Y cargar la cruz de la fidelidad al camino de Cristo. Jesús por cumplir la voluntad del Padre dijo lo que tenía que decir, e hizo lo que tenía que hacer: denunció los abusos de los dirigentes de su tiempo y su trato injusto y despectivo de los pobres, enfermos, pecadores, marginados, etc., y se puso de parte de los despreciados. Ello le atrajo la malquerencia de escribas y fariseos, que no pararon hasta lograr que lo condenaran y lo crucificaran. “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará”… Señor, hoy me dices a mí, que tanto temo perder la vida, que perderla es el único modo de “encontrarla.” Tú la perdiste por ser fiel a tu misión y la recuperaste gloriosa”. Que no tema yo seguir tus pasos y jugarme la vida por serte fiel, porque sólo así la recuperaré gloriosa.
Que esta oración te pueda acompañar a lo largo de la semana, repitiendo en tu interior, una y otra vez este anhelo: Señor, dame un corazón puro… Señor, dame un corazón puro…
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