30 agosto 2014

Espiritualidad franciscana...«SEGUIR LA HUMILDAD Y POBREZA DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO» (1 R 9,1)



Julio Micó, o.f.m.cap.
El encuentro con Dios y la voluntad de permanecer abierto y disponible frente al Misterio, constituyeron para Francisco el eje y armazón de toda su existencia. Este encuentro en gracia, al que solemos llamar oración, es el que le permitió conocer a fondo la realidad, más allá de su apariencia: lo que es Dios y lo que es el hombre. Para expresar esta experiencia, por otra parte indecible, empleará los términos riqueza-pobreza, como una forma de aproximación a lo que, para él, era esta relación con la divinidad. Dios es el Santo, el Absoluto, el Bien, el Amor, el Creador..., es decir, el rico en ser y en generosidad. El hombre, por el contrario, es el pecador, el relativo, el que hace mal, el mísero, la criatura..., es decir, el pobre mendigo de ser y desagradecido ante la gracia del don.

En un primer momento, la pobreza de Francisco se descubre fundamentalmente teológica, por estar referida a la actitud del mismo Dios que, en Jesús, siendo rico se hizo pobre, para enriquecernos a todos con su pobreza. Seguramente Francisco no llegó a esta comprensión profunda de la doctrina de S. Pablo por medio del saber, pues no tenía estudios. Pero el modo en que concretizó su vida de pobreza denota que percibió perfectamente lo esencial de la propuesta evangélica ofrecida por Jesús.
El ejemplo de Cristo hecho hombre, quien siendo rico no dudó en rebajarse hasta nosotros, haciéndose uno de tantos al tomar nuestra carne de debilidad y, una vez que optó por anunciar el Reino de forma itinerante, tener que llevar una vida precaria en bienes y comodidades, es la matriz no sólo de la pobreza de Francisco sino de toda su espiritualidad. Este Jesús, que se hace pobre por nosotros y desde su menesterosidad humana permanece siempre abierto a su Padre, es el que marcará el itinerario de pobreza de Francisco al colocarse delante del camino e invitarle a que le siga.
1. LA POBREZA EN LA EDAD MEDIA
Nuestro concepto de pobreza está mediatizado por la visión economicista que tenemos de la vida. Y no es que la economía deje de tener importancia a la hora de producir pobres o de influir en la idea que nos hagamos sobre la pobreza; pero no debe ser tan determinante que oscurezca las otras facetas, también importantes, que configuran su identidad.
La comprensión de la pobreza, por tanto, tiene que ser amplia. El pobre medieval, según Mollat, es aquel que, de manera permanente o temporal, se encuentra en una situación de debilidad, de dependencia, de humillación, caracterizada por estar privado de los medios, variables según las épocas y las sociedades, de potencia y de consideración social: dinero, relaciones, influencia, poder, ciencia, calificación técnica, honorabilidad del nacimiento, vigor físico, capacidad intelectual, libertad y dignidad personal. Vive al día y necesita de la ayuda de los demás para liberarse de la pobreza.
Esta descripción tan amplia de la pobreza tiene la ventaja de abarcar a todos los frustrados, los abandonados, los asociales, los marginados, y a los que, por una opción religiosa, optaron por abandonar el mundo o por vivir pobres entre los pobres. Sin embargo, requiere el complemento de una posterior matización, donde la pobreza se describa en su espacio y tiempo determinados, para descubrir el sentido social y religioso del pobre en concreto, sin cuya referencia difícilmente se puede entender la pobreza de Francisco.
A.- UNA SOCIEDAD DE POBRES
El pobre de la alta Edad Media, aunque haya superado el esclavismo de la época romana, conserva todavía su dependencia respecto a los poderosos. Desde el siglo VI al XI, el escenario donde se debaten las confrontaciones entre ricos y pobres es el campo. Era rico el que poseía tierras y alimentos, no el que tenía dinero. La pobreza estaba, pues, delimitada por la ausencia de tierras y la dependencia alimentaria.
Aunque en todos estos siglos el telón de fondo sigue siendo el mismo -el mundo rural-, sin embargo, los problemas sociales sí que sufren un cambio entre las épocas merovingia y carolingia. Para el pobre merovingio, la cuestión fundamental era la de sobrevivir, mientras que, en el siglo IX, el pobre es el que no tiene un lugar dentro de la sociedad. Aplastado en el primer caso, el pobre no está sino oprimido en el segundo, es decir, la pobreza ya no se encuentra en la ausencia del tener, sino en la carencia del ser.
El pobre del siglo VII ya no es el esclavo que se volvió criado, sino un campesino, un aldeano jurídicamente libre al que, aun teniendo algunos medios propios, la insuficiencia de recursos en víveres y ropa, las deudas y la integridad física, le obligan a soportar, e incluso solicitar, el patronato de un poderoso.
Este contrato de mediados del siglo VIII refleja la condición del pobre rural, caracterizada por un contraste con elpoder: «Como todo el mundo sabe que no tengo con qué alimentarme y vestirme, he solicitado de vuestra piedad, y vuestra voluntad me lo ha concedido, el poder entregarme a vos o confiarme a vuestra protección. Lo que hago en las condiciones siguientes: vos debéis ayudarme y sostenerme, tanto por el alimento como por el vestido, según pueda serviros y merecer de vos. Mientras viva, os deberé el servicio y la obediencia compatibles con la libertad, y toda mi vida careceré del poder de sustraerme a vuestro poder y a vuestra protección» (Formulae Turonenses).
A partir del siglo IX, al grupo de los pobres, que disponían de libertades y de algunas tierras, se le unió el de losindigentes, víctimas del desequilibrio de la economía rural debido, en parte, al crecimiento demográfico. Estos grupos, que vagabundeaban sin un lugar fijo, fueron de nuevo sometidos por los potentes, aprovechando la inseguridad producida por las guerras intestinas y las nuevas invasiones, así como el desorden proveniente de la disolución de la autoridad pública.
Sin embargo, este fenómeno no fue general. En la Italia central de los siglos X y XI, el encastillamiento no se limitó a la recuperación, por parte de los señores, de los elementos marginados de la sociedad; los vagabundos no tuvieron sino un lugar menor en la composición de estos núcleos sociales.
El mapa de la pobreza estaba cambiando al desaparecer los potentes y ser reemplazados por la aristocracia terrateniente. Los tradicionales pauperes o bajaron a formar parte de los indigentes o se integraron en nuevas formas de organización social. La oposición de los términos pauper - potens, pobre - poderoso, como expresión de la realidad social, había dejado el lugar a la de pauper - miles, cobrando un nuevo aspecto el problema de la pobreza desarmada frente al poderoso militar.
Con la revitalización de las ciudades en el siglo XI, la pobreza toma una nueva dimensión. Aunque la pobreza rural clásica sigue acentuándose debido al excedente demográfico, las hambrunas y el endeudamiento del campesino que le obligaba al abandono de sus tierras para engrosar la masa de vagabundos mendicantes que se acercaba a las puertas de los monasterios, aparece un nuevo tipo de pobreza urbana caracterizada por su anonimato y la imposibilidad de superarla; miseria tanto más sentida por cuanto que la economía de cambio le ponía ante los ojos la opulencia del mercader y del cambista. Al concepto de pobre no sólo se opone el de ciudadano sino también el de rico.
B.- ECONOMÍA Y POBREZA
El deslizamiento semántico del concepto de pobreza tiene connotaciones sociales y económicas. El despertar ciudadano del siglo XII había aportado avances indiscutibles, como la absorción relativa de los excedentes demográficos y el aumento de calidad de vida, pero al mismo tiempo había creado un cinturón de marginalidad donde los pobres lo eran de una forma absoluta: los que vivían en la servidumbre y la precariedad, los sin-tierra y sin empleo, los jóvenes sin futuro, los fugitivos y los desterrados, etc.
Estos desequilibrios sociales estuvieron acompañados y agudizados por los cambios económicos. El paso de una economía de regalo o de trueque a otra de beneficio, caracterizada por el uso y el abuso del dinero, configuró el panorama de la pobreza de una forma hasta entonces desconocida.
La economía del regalo apareció en la Europa cristiana con las invasiones bárbaras o germánicas. Acostumbrados a vivir a costa de la tierra y de la gente que capturaban, parte del botín era retenido por los jefes para exhibirlo y así aumentar su prestigio. Otra parte la regalaban como recompensa a sus compañeros de armas, mientras que una tercera la ofrendaban en altares o la enterraban con los muertos. Por último, el resto era cambiado por artículos de lujo a los mercaderes del mundo romano.
En este modelo antropológico de la economía del regalo, los bienes y servicios se intercambian sin que se les asigne unos valores específicos calculados. El prestigio, el poder, el honor y la riqueza se expresan en la entrega espontánea de regalos; y no solamente se expresan sino que se consiguen y mantienen a través del regalo. El acto de dar es más importante que la cosa dada.
La cristianización de estos pueblos trajo como consecuencia la desviación de los tesoros hacia los santuarios monásticos. De este modo, los monasterios se vieron saturados de objetos de valor que empleaban, principalmente, en el adorno de sus iglesias y en el esplendor de la liturgia y del culto.
Esta economía de regalo no era exclusiva de la gente pudiente. El mismo pueblo, rural en su mayoría, utilizaba el trueque como la forma más natural de intercambiarse los productos que necesitaban y de los que no disponían. Con este tipo de economía, la pobreza mostraba un rostro menos inhumano, puesto que los pobres eran conocidos por sus paisanos.
El despegue ciudadano y el auge industrial y mercantil configuraron el nuevo sistema económico, en el que no bastaba el simple intercambio sino que se buscaba un beneficio. Ya no se producía para autoabastecerse, sino que se creaban excedentes para sacar una ganancia. Los mercaderes aprovechaban su calidad de intermediarios, para elevar considerablemente los precios de origen y así aumentar el margen ganancial. El mismo dinero, necesario como medio simbólico en la compraventa, pasó a ser utilizado como capital del que se podía sacar un rendimiento. Los prestamistas terminaron convirtiéndose en usureros.
La puesta en marcha de esta economía de beneficio, si bien es verdad que dinamizó la sociedad creando un mayor nivel de bienestar, favoreció el enriquecimiento de unos pocos a cambio de desterrar a la marginalidad a grandes grupos sociales. La pobreza, además de generalizarse, se hizo anónima, por lo que resultaba más difícil de combatir.
Ante esta situación de pobreza, la Iglesia reaccionó desde dos frentes distintos: uno teórico, llevado por los teólogos y canonistas, y otro práctico, encarnado en los monjes y movimientos pauperísticos, así como en los numerosos grupos de seglares que se organizaron para ejercer la beneficencia.
C.- TEÓLOGOS Y CANONISTAS
La reflexión teológica sobre la pobreza, estimulada por las circunstancias y favorecida por el medio urbano, no fue condicionada únicamente por los cambios económicos; brota de las profundidades de una tradición que siempre la ha considerado como una exigencia evangélica. En el siglo XII, el seguimiento de Jesús se condensa en seguir desnudo a Cristo desnudo; por tanto, la pobreza se convierte en expresión máxima del compromiso cristiano. De ahí que toda la teología adoptara un matiz pauperista que se hace sentir en los distintos niveles de la Iglesia.
El pobre es expresión de Cristo, a quien representa, de dos formas diferentes: por una parte, pone de manifiesto el grito de Dios juez acusando a los creyentes de su conducta antievangélica: «Tuve hambre y no me disteis de comer...». Por otra, ofrece la posibilidad de la misericordia al encarnar al Cristo pobre y sufriente. Imagen del Cristo-Juez, del Cristo-Redentor, el pobre es también el Cristo-Viviente y Presente.
La reflexión de los hombres del siglo XII no se redujo exclusivamente a la teología; también buscó soluciones concretas, creando una especie de casuística de la pobreza vivida y de la limosna. Las dos corrientes, la canónica y la teológica, caminando por las dos vías de la caridad y de la justicia, y sobre los dos planos del rico y del pobre, precisaron deberes y derechos respectivos, determinando el lugar del pobre en relación al rico.
Sin embargo, sería un caso de miopía histórica pedirle al hombre medieval que viera el problema de la pobreza desde una óptica social entendida en términos modernos. Integrada como estaba dentro del orden de las cosas terrestres conforme al plan divino, la pobreza era entendida como una cosa inevitable. Por tanto, de existir la protesta, no puede ser más que de orden moral, denunciando los atropellos contra los pobres o las actitudes incoherentes de los clérigos y monjes contra la virtud de la pobreza.
Las críticas se plantean a tres niveles y se dirigen a tres grupos distintos de personas: en primer lugar, a los fieles, es decir, a la cristiandad en general, reprochándoles las faltas al deber de la limosna, el expolio de los débiles, el abuso de poder y los excesos de la fuerza, las iniquidades judiciarias, la rapacidad de los usureros, etc. Del plano de la caridad, la protesta pasa al de la justicia, y reprocha a los responsables, particularmente a los obispos, el faltar a su vocación de protectores y dispensadores de los bienes de los pobres. En un tercer nivel -el de la fidelidad-, los pobres voluntarios son acusados de romper sus compromisos o de retorcerlos. Contra los monjes, los canónigos regulares y, más tarde, los mendicantes, se invoca el ejemplo de la pobreza colectiva de los Apóstoles, que ellos prometieron seguir.
El tono de estas acusaciones es, con frecuencia, violento. Pero la reincidencia incesante del tema responde a la persistencia y continuo resurgir de los fallos que acusan. Las fuentes las encuentran en los Padres de la Iglesia, primero en Crisóstomo, Basilio y Gregorio Nacianceno; posteriormente, en Gregorio Magno y Cesáreo; alguna que otra vez, en la carta del apóstol Santiago; y más allá de los autores cristianos y de los dos Testamentos, en los principios de la moral antigua: Cicerón, Horacio, Apuleyo y la Lex Rhodia.
Las generaciones que precedieron a Francisco supieron unir la profundidad de la reflexión a la energía de la protesta. Conrado de Waldhausen no tiene empacho en decir que «los hermosos vestidos de los ricos están manchados de la sangre y del sudor de sus siervos». San Bernardo pone en boca de los pobres, de los desnudos y de los hambrientos, este apóstrofe dirigido a los obispos: «Nuestra vida forma vuestro superfluo. Todo lo que se añade a vuestras preciosidades es un robo hecho a nuestras necesidades».
Pedro de Blois critica al obispo de Lisieux por sus especulaciones sobre los cereales en tiempo de hambre: «Una horrible hambruna ejerce su furor entre los pobres... ya muchos miles de ellos han muerto de hambre y de miseria, y todavía no has puesto sobre uno de ellos la mano de la misericordia... Las cosechas amarillean ya en los campos y tú no has reconfortado todavía a ningún pobre. Te propones abrir tus graneros, no para aliviar la miseria de los afligidos, sino para venderles más caro. Otros obispos, aquí o allá, han pedido prestado para socorrer a los pobres. A ti te basta cobrar los denarios». Era el tiempo en que Inocencio III reprochaba a los obispos ser «perros mudos que no saben ladrar».
Esta revalorización teologal y canónica del pobre no borró, sin embargo, la faceta sombría que toda marginación comporta. La promoción del pobre a finales del siglo XII, aunque se hayan hecho intentos por paliar su menesterosidad, es principalmente conceptual y mística. Aunque sublimado como imagen de Cristo, el pobre en sí sigue siendo un olvidado; se le presenta como el instrumento de salvación del rico bienhechor. Su fisonomía desaparece tras la imagen del Cristo Juez y Salvador, y sus rasgos atormentados son el reflejo del rostro del Cristo sufriente. El pobre sigue bajo el pórtico de las iglesias con los penitentes. El pobre, en definitiva, está eclipsado por el rico y por Dios mismo, a quien se quiere ver en él.
D.- LOS MONJES
La vida religiosa tuvo en Europa, entre los siglos XI y XIII, uno de sus períodos más dinámicos. Pero, ¿cuál fue su reacción ante el problema de la pobreza y, por consiguiente, ante el desarrollo de la economía de beneficio? Las primeras respuestas, las del monacato, terminaron por convertirse en una evasiva: o se implicaron en ella de una forma irreflexiva, o se atrincheraron en la tradición como una coartada para rechazarla de plano.
Las comunidades monásticas vivían principalmente de sus propiedades en tierras, que les habían sido donadas por miembros de la poderosa clase terrateniente. De este modo, región tras región, el orden monástico llegó a ser uno de los principales terratenientes.
Los regalos de tierra venían acompañados generalmente también de sus derechos: derechos de pesca, derechos sobre los molinos, las casas, los hornos, los animales, la mano de obra servil y las iglesias con sus diezmos.
Los regalos de objetos preciosos y de dinero llegaban también a los monasterios. El éxito de la ofensiva cristiana del siglo XI contra el Islam, tuvo como resultado grandes cantidades de botín que fueron distribuidas, principalmente, por los monasterios. En cuanto al dinero, además de las limosnas en metálico, la venta de los excedentes de producción les hizo entrar, casi inconscientemente, en la economía de beneficio, hasta el punto de convertirse en fuertes prestamistas.
¿Qué hicieron los monjes con todas estas riquezas? Ritualizarlas. Por una parte, invirtiéndolas en la liturgia, que exigía cuantiosos gastos; y, por otra, utilizándolas en asistir a los pobres. Sin embargo, no existía tensión entre las demandas de la liturgia y las de la caridad, ya que estaba absorbida por ella; la caridad en si misma era también un ritual.
Los monjes, con sus formidables riquezas, estaban convencidos de que ejecutaban la función más noble y más importante de la sociedad, al mismo tiempo que mantenían la plena convicción de que sólo ellos eran los verdaderos pobres de Cristo. El sentido de pobreza que ellos tenían era el de debilidad frente a los poderosos. De ahí que los monjes, por haber sido reclutados en su mayoría entre la clase guerrera, haber depuesto las armas y haberse hecho voluntariamente débiles -pobres-, no percibieran ninguna contradicción entre su profesión de pobreza y el hecho de vivir en confortables monasterios. Esto explica que la transición realizada por los monasterios, de la economía del regalo a la economía del beneficio, se hiciera sin preocupaciones y sin reflexión alguna, hasta el punto de que los prósperos abades del siglo XII estuvieron más necesitados de administradores fiscales que de santos.
Los distintos intentos de renovación tratarán de evitar este desfase, volviendo a una situación colectiva de más pobreza, limitando sus posesiones a sólo aquello que pudieran atender con su trabajo. Pero muy pronto se fueron acumulando bienes, hasta desaparecer el motivo por el que se habían renovado.
La organización económica desarrollada por los cistercienses fue uno de los prodigios del siglo XII. En su forma más sencilla, eran los mismos monjes los que explotaban sus tierras. Pero la progresiva acumulación hizo necesaria la admisión de conversos e incluso de asalariados que las trabajaran; y cuando éstos no fueron suficientes, dieron en arriendo las tierras menos productivas.
Los ideales primitivos cistercienses de simplicidad, pobreza y trabajo manual, se disiparon al entrar en el juego de la economía de beneficio. Las diatribas de S. Bernardo contra las riquezas y comodidades superfluas de Cluny, son afirmaciones clásicas de la crítica monástica. Críticas que, con el tiempo, se volvieron también contra ellos mismos.
Hasta la mitad del siglo XII aún se puede admitir cierta fidelidad al ideal de pobreza entre los monjes pertenecientes a las nuevas órdenes; fidelidad en el espíritu y en las obras. Pero a partir de la mitad de este siglo, y a pesar de sus insistencias en querer monopolizar este ideal a la vez que se adaptan a la ley de la evolución, se observa que, ayudados por Roma, han vuelto a la vieja concepción benedictina de un cristianismo en espíritu, pero más vacío de obras, centrado casi absolutamente en lo sacramental y litúrgico. No tienen ningún empacho en multiplicar las relaciones sociales con el mundo, ese mundo del que pretenden huir, cada vez que sus intereses parecen exigirlo. En cuanto a los pobres sociales, se preocupan de un número menor de los que ellos mismos han empobrecido.
A finales del siglo XII, la noción de pobreza monástica no sólo es ambigua sino claramente hipócrita; por lo menos hay una discordancia entre lo que continúan profesando los monjes, lo que son en realidad y lo que desea de ellos una Cristiandad más sensible a la autenticidad de las opciones de vida y más critica respecto a las distorsiones entre práctica vivida y etiquetada. Poco importa, pues, el significado de la palabra pobre cuando la encontramos en los textos monásticos, porque los monjes ni son débiles, ni pobres, ni humildes. Para la institución entera la pobreza de espíritu no tiene ningún sentido. Hacia el 1200 la pobreza monástica es un mito.
E.- LOS CANÓNIGOS REGULARES
La decadencia de la pobreza monástica en el siglo XII, no afectó solamente al ámbito personal sino también a su dimensión caritativa. La falta de adaptación a las nuevas transformaciones sociales hizo ineficaces las formas tradicionales de caridad. Retirados en sus monasterios, rodeados de sus propios campos, no percibían las verdaderas necesidades de los nuevos pobres que la sociedad estaba produciendo.
Esta realidad exigía hombres nuevos y formas nuevas de abordar el acuciante problema de la pobreza y de la caridad. El ideal de fidelidad al mensaje evangélico llevó a algunos clérigos seculares a promover un apostolado caritativo desde una vida en común de inspiración monástica y eremítica. La vida de los canónigos, según la Regla de S. Agustín, trataba de inspirar en el seno de las aglomeraciones rurales y urbanas, grupos de vida espiritual que se expresaran en el ministerio pastoral y en una actividad social cotidiana.
Junto a una estricta pobreza individual y comunitaria, los canónigos regulares desplegaron una variada acción caritativa; desde las tradicionales obras de misericordia hasta las acciones benéficas más originales.
La intensificación del tráfico de personas, debido al progreso de la economía de intercambio, propició el desarrollo de la hospitalidad caminera en la segunda mitad del siglo XII. Los canónigos regulares no sólo llenaron de hospicios los caminos utilizados por los viajeros y peregrinos -pobres de Cristo-, sino que se especializaron en un determinado género de hospitalización.
El siglo XII, caracterizado por la búsqueda del progreso, proporcionó a la misericordia el concurso de la técnica; fue el tiempo de la construcción de puentes de piedra. Apoyados por asociaciones de laicos, los canónigos regulares realizaron una labor importante como pontífices o constructores de puentes.
Pero además de esta corriente canonical de talante apostólico, existía otra de tendencia eremítica, donde la pobreza toma niveles de radicalismo no sólo al apoyarse en la tipología de la primitiva comunidad de Jerusalén, sino al declararse seguidores de la perfección evangélica. La utilización de la fraseología evangélica: «Teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos» (1 Tim 6,8), que supera ampliamente la otra más tradicional de los Hechos, da a entender que la espiritualidad pauperística estaba tomando cuerpo en toda la Iglesia, por encima de grupos particulares.
F.- LOS ERMITAÑOS
Otro intento de vivir el Evangelio desde la pobreza es el de los ermitaños. Aunque el ejemplo de los Padres del desierto siempre estuvo de algún modo presente en los fundadores del monacato occidental, de hecho no apareció en Europa un movimiento eremítico floreciente hasta el siglo XI, precisamente en el momento en que la nueva sociedad urbana y la economía estaban tomando forma, y el antiguo orden monástico alcanzaba su cima de poder y privilegio. El movimiento eremítico constituyó un rechazo de las nuevas ciudades, de la economía del beneficio y de los antiguos monasterios.
La vida monástica encorsetaba su proyecto de perfección evangélica. Por eso, Reginaldo el Ermitaño contestaba así a los argumentos de Ivo de Chartres: «Tú sabes tan bien como yo que los claustros cenobíticos rara vez o nunca incluyen este nivel de perfección..., porque excluyen todo lo que pueden la pobreza que predicó Cristo el pobre».
El eremita del siglo XI, aunque intente revivir la condición de vida de los Padres del desierto, no deja de ser un penitente que trata de organizar su vida cristiana retirándose al bosque en busca de una pobreza solitaria. Como Cristo, que no tenía una piedra donde descansar la cabeza, el ermitaño duerme en el suelo y se instala en cualquier parte. Su modo de vestir se parece al del penitente y no se distingue demasiado del de un mendigo vagabundo. Descuidado en el aseo personal, comparte con el campesino pobre el trabajo manual que le permita, día a día, disponer de lo necesario para su moderada subsistencia.
El ermitaño es un pobre, un excluido voluntario que rechaza la vida ciudadana y el dinero. Pero esa misma pobreza es la que le impulsa a salir de su refugio en busca de los demás pobres. A pie, y aun descalzos, o montados sobre un asno, recorrerán los caminos al encuentro de los más pobres. Su intención es predicar el Evangelio, restaurando la dignidad de los excluidos y reintegrándolos en el nuevo espacio del Reino.
Aunque la multitud de los que acudían a escuchar a los eremitas era muy variada -artesanos, albañiles, agricultores, etc.-, su predicación se dirigía a los últimos, a los que no cuentan en la sociedad: los leprosos, las prostitutas, etc. Estos predicadores populares, itinerantes y próximos a las muchedumbres, supieron percibir la angustia de los desdichados y las aspiraciones de la inmensa mayoría. De Roberto de Arbrissel se dice que «predicaba el Evangelio a los pobres, llamaba a los pobres, reunía a todos los pobres». Ya en el lecho de muerte, pidió «descansar entre sus queridos enfermos y sus amados leprosos». Con esta toma de posición evangélica, se había pasado de la liberalitas erga pauperes a la conversatio inter pauperes. Es decir, se había optado por vivir pobre entre los pobres y no conformarse con inclinarse hacia ellos.
El ermitaño trató de aliviar la miseria y restaurar la dignidad humana de los expulsados. Trató de revelar el reflejo del rostro de Cristo sufriente. Reconfortando a los pobres, estimulando a los favorecidos, quiso anunciar a todos la salvación mediante la pobreza, por los pobres y mediante los pobres.
El movimiento eremítico, que había surgido en parte como protesta contra el nuevo sistema económico, no supo, sin embargo, darle una solución viable, por lo que la mayoría de ermitaños terminaron volviendo, con la fundación de nuevos monasterios, a un tipo de espiritualidad de la que habían renegado. Sólo en algunos pocos casos consiguieron crear un eremitismo cenobítico -como los Cartujos y los Camaldulenses- que, si bien conservó su talante austero, se mantuvo aislado y sin fuerza ejemplar para el pueblo.
G.- LOS MOVIMIENTOS PAUPERÍSTICOS
La predicación de los ermitaños itinerantes anunciando el Evangelio en clave pauperística, hizo tomar conciencia a los laicos de su responsabilidad eclesial, motivando la aparición de grupos religiosos cuyas aspiraciones se cifraban en la vivencia del Evangelio de forma radical.
Este radicalismo les llevó a una fuerte oposición a la jerarquía de la Iglesia a causa de sus posesiones; y por este radicalismo fueron expulsados de la Iglesia como herejes. Sin embargo, estos herejes no tenían otras pretensiones más que vivir el Evangelio como los discípulos del Señor, sin poseer casas, ni campos, ni bestias. De ahí que aparecieran como pobres de Cristo que, perseguidos como los apóstoles y los mártires, sin sosiego y en pobreza, vagaban de un sitio a otro, rezando y trabajando, contentos con ganarse lo suficiente para vivir.
Pedro Valdo y sus compañeros se decidieron a vivir el Evangelio renunciando a todas sus riquezas y repartiéndolas entre los pobres, con el fin de tener fuerza moral para predicar contra los pecados del mundo y exhortar a la penitencia, aportando un nuevo modo de interpretar la norma evangélica de la renuncia que involucrara también a la institución como tal. Al innegable valor de la pobreza individual, había que añadir el de la pobreza colectiva.
La sensibilidad evangélica llevó a Valdo a historizar la propuesta de Jesús: «Vete, vende lo que tienes y dalo a los pobres» (Mt 19,21), haciéndola extensible a los laicos ricos. A la contestación del lujo del clero y de la riqueza de los monasterios, se une la amonestación al laico pudiente, no importa cómo se haya enriquecido, de la obligación de la pobreza para seguir a Cristo pobre y desnudo.
Bajo este aspecto, la propuesta de los Valdenses resulta inaudita y revolucionaria por el hecho de darse en una sociedad en evolución, que ha descubierto el gusto por el riesgo y el valor del dinero, así como el deseo desbordante de vivir con intensidad el momento presente. Respecto al trabajo, rechaza la idea de convertirse en una asociación de trabajadores que hacen vida común -como los humillados-, aceptando el grupo italiano el trabajo asalariado para la supervivencia, mientras que los franceses optaron por dedicarse por completo a la predicación y vivir a expensas de la comunidad.
Otro de los grupos pauperísticos fue el de los Humillados, quienes, al principio, vivían con sus respectivas familias y se reunían para orar y trabajar juntos. Su vestido era humilde, tanto por el color -el gris- como por la calidad del tejido. Su ascetismo representaba una reacción al lujo en el vestir. Se distinguían de los Cátaros y de los Valdenses por no llevar vida común y dedicarse a la industria de la lana como medio de subsistencia y de apoyo a la actividad misionera.
Posteriormente, Inocencio III los aprobó como una sola Orden que albergaba tres grupos distintos: laicos con un compromiso cristiano, célibes voluntarios y clérigos. Su difusión fue notable, requeridos por los Comunes para incrementar la industria de la lana y favorecer las iniciativas económicas. Sin embargo, la atenuación de la primitiva austeridad, la implicación progresiva en las administraciones públicas, la acumulación de capital y el abandono del trabajo manual, minaron la vida de los Humillados hasta su desaparición.
Los Valdenses y los Humillados, junto con otros grupos pauperísticos, pretendieron vivir como los herejes -es decir, evangélicamente-, pero enseñar como la Iglesia, uniendo a la ortodoxia de la fe la ortopraxis evangélica. Dificultades de tipo más bien canónico que doctrinal complicaron su existencia, viéndose algunos de ellos apartados de la Iglesia y relegados a la marginalidad. Aunque la mayoría de ellos desaparecieron pronto, sin embargo marcaron en la Iglesia una impronta de responsabilidad laica en la vivencia del Evangelio desde la pobreza, que condicionó e hizo posible la aparición e integración del movimiento franciscano dentro de la estructura eclesial.

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