Y en verdad, un solo cordero murió por todos, preservando así toda la grey de los hombres para Dios Padre: uno por todos, para someternos todos a Dios; uno por todos, para ganarlos a todos; en fin, para que todos no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos…
Estando efectivamente implicados en multitud de pecados y siendo, en consecuencia, esclavos de la muerte y de la corrupción, el Padre entregó a su Hijo en rescate por nosotros, uno por todos, porque todos subsisten en Él y Él es mejor que todos. Uno ha muerto por todos, para que todos vivamos en Él.
La muerte que absorbió al Cordero degollado por nosotros, también en Él y con Él se vio precisada a devolvernos a todos la vida. Todos nosotros estábamos en Cristo, que por nosotros y para nosotros murió y resucitó.
Abolido, en efecto, el pecado, ¿quién podía impedir que fuera asimismo abolida por Él la muerte, consecuencia del pecado? Muerta la raíz, ¿cómo puede salvarse el tallo? Muerto el pecado, ¿qué justificación le queda a la muerte? Por tanto, exultantes de legítima alegría por la muerte del Cordero de Dios, lancemos el reto: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, infierno, tu aguijón?”
Como en cierto lugar cantó el salmista: A la maldad se le tapa la boca, y en adelante no podrá ya seguir acusando a los que pecan por fragilidad, porque “Dios es el que justifica. Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito”, para que nosotros nos veamos libres de la maldición del pecado.
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