Hasta ayer mismo la Liturgia nos ha estado mostrando la escena de Belén: el nacimiento del Hijo de Dios, la Encarnación de la Palabra en la historia, su manifestación a todos los pueblos, razas y naciones. Y de repente, la Palabra de Dios nos hace dar un salto en el tiempo para pasar a contemplar a Jesús en el inicio de su misión. La luz que ha comenzado a brillar en las tinieblas comienza también a recorrer los caminos de Galilea y del mundo entero para poder llegar a todos.
La transición la hace la cita que Mateo recoge del profeta Isaías: “… El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Y la luz, que había estallado en medio de la historia por el nacimiento de Jesús, comienza ahora su misión en un tiempo y un lugar muy concretos: tras el arresto de Juan y en Galilea.
La Encarnación del Hijo de Dios no es una idea teológica, ni sólo un acontecimiento misterioso que se da en la profundidad de Dios. Es histórica; mejor aún, es la “historificación” de Dios. En el aquí y el ahora. Y Jesús comenzó a predicar por los caminos y aldeas de Galilea llamando a la conversión y proclamando la Buena Noticia, el Evangelio, de la cercanía del Reino. Y así, histórica y concreta, la luz de Dios comenzó a inundar nuestra historia.
Ese Jesús, histórico, concreto, personal, humano, sigue hoy presente: en la comunidad cristiana y en el corazón de cada uno de los que le seguimos. Somos, hoy día, en nuestro aquí y ahora, encarnación histórica y concreta de la Luz encarnada de Dios, de Jesús. A través de nosotros él continúa recorriendo los caminos del mundo, proclamando a todos la alegría de la Buena Nueva del Reino, realizando signos concretos venciendo el poder del mal que se manifiesta de tantas maneras, e invitando a la conversión del corazón. Y sólo a través de nosotros podrá seguir haciéndolo, porque él es Dios encarnado.
Javier Goñi, cmf
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