17 septiembre 2013

Reflexión-Oración 17 septiembre

Hoy es martes, 17 de septiembre.
Me preparo para encontrarme con el Señor. Un día más vengo a orar, a escuchar tu palabra, a contemplar tu historia, a aprender de tu vida. Vengo tal y como estoy, con mis preocupaciones, mis alegrías y mis tristezas. Sintiéndome débil o fuerte, a solas o notando la cercanía de otros. Traigo la fe de cada día, unas veces más firme, otras con más dudas. Pero aquí estoy Señor. Me sereno, hago silencio, me hago consciente de que tú estás conmigo. Tú eres el maestro que quiere hablarle a mi vida. Confío en ti.
La lectura de hoy es del evangelio de Lucas (Lc 7, 11-17):
En aquel tiempo, se dirigía Jesús a una población llamada Naín, acompañado de sus discípulos y de mucha gente. Al llegar a la entrada de la población, se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre.
Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.»
Acercándose al ataúd, lo tocó y los que lo llevaban se detuvieron. Entonces dijo Jesús: «Joven, yo te lo mando: levántate.»
Inmediatamente el que había muerto se levantó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre.
Al ver esto, todos se llenaron de temor y comenzaron a glorificar a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»
La noticia de este hecho se divulgó por toda Judea y por las regiones circunvecinas.
Hay un contraste poderoso entre la alegría del final y la tristeza del principio. Entre esa gratitud que nos lleva a cantar aleluya al descubrir el poder de Dios y el silencio de esos otros momentos en los que lo que ocurre es inexplicable y acaso doloroso. ¿Es este, para mí, tiempo de cantar aleluya o más bien tiempo de lágrimas? Sea como sea, Dios está conmigo.
No llores. ¿Cuántas veces uno se siente herido, fatigado, agotado y las lágrimas se escapan a borbotones? Lágrimas de rendición, de tristeza o de fracaso. Hoy escucho una voz cercana, cálida, amiga. La voz del Dios que no me abandona y que cuando dice, no llores, me promete que todo va a estar bien.
Muchacho, yo te lo ordeno, levántate. Jesús habla con autoridad, con urgencia y con un propósito claro. Levántate de los sepulcros, de la postración, de la rendición. Levántate, que aún tienes tantos pasos que dar, tantos caminos que recorrer, tantas vidas que tocar. También yo, tal vez, necesito levantarme de algunas inercias, en algunas dimensiones de mi vida que están atrofiadas. Jesús me dice, levántate. ¿Qué le respondo?
Al contemplar de nuevo la escena, presta atención a la viuda, fíjate en sus gestos, en sus lágrimas, en su dolor, y en como eso se va transformando primero en incertidumbre, después en esperanza y al final en alegría. Contempla a esa mujer y date cuenta también de cómo Jesús, en esta escena, está sanando a todos los que participan. A la madre, al hijo y hasta a los testigos, que se dan cuenta de que hay motivos para la esperanza.
Talita kum
Ahora. Levántate.
No te dejes morir
en muertes cotidianas
que acallan el verso
que secan el alma
y frenan el paso
hasta dejarte inerte.
No mueras en vida,
sepultado por nostalgias,
rendido antes de tiempo,
consumido por dentro.
No permitas que te envenene
el odio, ni dejes
que la amargura –¿o es miedo a vivir?–
haga de tu corazón una losa.
Levántate.
Sostenido por la memoria
de buenos amigos y buenos momentos,
confiado en un hoy grávido de oportunidades.
Movido por la esperanza en lo que ha de llegar.
Levántate, agradecido por tanto...
Ama,
descubre los milagros ocultos, cree,
y pelea, si hace falta,
la batalla nuestra de cada día.
Que eso es ser humano.
Levántate.
Ahora.
José Mª Rodríguez Olaizola, sj
Termino este tiempo de oración volviéndome a ti, María. Tú también fuiste madre, herida a veces y confiada siempre. Tú también lloraste, pero sin rendirte. A ti te hablo, madre, de todo lo que me sugiere esta escena que he contemplado. Con gratitud, con confianza, con anhelo o con dolor. Desde donde me encuentro ahora termino mi oración, sabiendo que siempre estás conmigo.
Dios te salve María,
llena eres de gracia,
el Señor es contigo.
Bendita tú eres,
entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María,
Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.

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