1.- “El Señor quiso triturarlo por el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años; lo que el Señor quiere prosperará por sus manos” (Is 53, 10) El Señor quiso triturarlo. Lo quiso Dios, el Padre Eterno, el Infinitamente Bueno. Lo quiso. Triturarlo, al Hijo, al Verbo hecho carne, a Dios mismo hecho hombre. Misterio que nos asombra y confunde. Misterio que rebosa nuestras posibilidades de comprensión. Misterio que sobresale luminoso por entre las tinieblas de nuestras cortas luces.
Y él, Jesús de Nazaret, dijo que sí. Se sometió a los planes pavorosos del Altísimo. Y su carne joven sintió el rudo golpe del látigo, la penetración lacerante de la lanza, el punzar de mil espinas sobre la frente y la nuca. Triturado, aniquilado como víctima de holocausto, derramado totalmente sobre el altar de Dios, sobre el altar de la Cruz.
Un descendencia numerosa, una vida sin fin, el triunfo definitivo en sus manos de Rey de reyes. Y la Cruz desnuda y nudosa se cubre de esplendorosos rayos de gloria, del nimbo luminoso de la Resurrección… Te contemplamos colgado de la Cruz. Y te vemos sereno, majestuoso, vencedor de la muerte… Y te pedimos la gracia de asemejarnos a ti, para vivir colgados de la Cruz de cada día, abrazados a ella. Para morir sin morir, para morir y resucitar, para saber perder la vida y así ganarla definitivamente.
“A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo que ha aprendido mi Siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos” (Is 53, 11) Precisamente por esa humillación, Dios lo ensalzó. De ahí que diga San Pablo: “Tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús, quien, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios, antes se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz, por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios Padre.
Los mismos sentimientos que tú, Señor. El mismo deseo de pasar oculto, el mismo afán de entregarte a los planes de Dios, el mismo empeño en llevar tu decisión inicial hasta las últimas consecuencias. Estar dispuesto a la misma muerte por amor a ti. Y estar dispuesto también a no morir, a vivir día tras día el martirio escondido de una vida plenamente cristiana. Tener los mismos sentimientos que tú… Haz que así sea. A pesar de nuestra miseria, despierta en nuestro corazón los mismos deseos, las mismas ilusiones de amor que tiene el tuyo.
Así lograremos, también nosotros, la gloria de vencer, de ser exaltados junto a Cristo, gozar de su inmenso triunfo. Una vida nueva y distinta. Una esperanza viva y siempre abierta. Poder cantar jubilosos el himno de los vencedores, la marcha triunfal de los que reinarán eternamente en la Tierra Prometida por Dios.
2.- “Aclamad, justos, al Señor, que la palabra del Señor es sincera…” (Sal 32, 4) El cantor de Dios nos anima a que clamemos al Señor, le alabemos y le agradezcamos esa palabra suya tan persuasiva y sincera. Sí, es un motivo de agradecimiento y de gozo el saber que Dios nos habla. Él, bondad y perfección infinita, se digna dirigirnos la palabra. Salva la infinita distancia que existe entre la criatura y el Creador y, abajándose hasta nuestra pequeñez, nos habla, nos hace llegar con nuestras mismas palabras los tesoros inmensos que guarda en su corazón.
En la liturgia es un rasgo que se repite en todas las ceremonias en las que se haga una lectura de la Escritura Santa. Al final el lector dice que aquello que ha leído es Palabra de Dios, o del Señor. Los oyentes contestan siempre: Te alabamos, Señor, o gloria a Ti, Señor. Así se hace un acto de fe en esa palabra que, aunque escrita y leída por un hombre, nos viene del mismo Dios.
Palabra divina que nunca engaña. Palabra sincera que se diferencia profundamente de la palabra de un hombre. Esta es falible muchas veces, por mala intención o sencillamente por ignorancia. Dios, en cambio, nunca se engaña ni nos engaña. Su palabra es la misma verdad, luz que ilumina el camino mejor que podemos recorrer durante nuestra vida en la tierra.
“Los ojos del Señor está puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia” (Sal 32, 18) La palabra sincera y fiel de Dios es siempre una palabra interpelativa. Él, siempre que nos habla, espera una respuesta adecuada, verdadera. Así, pues, sólo con sinceridad podemos corresponder al Señor, sólo con una actitud de fidelidad y autenticidad.
Si nos esforzamos por serles fieles, entonces el Señor pondrá sus ojos en nosotros, es decir, nos mirará con agrado y nos ayudará continuamente en nuestro vivir de cada día… Su cercanía protectora nos acompañará incluso más allá de la muerte, que será sólo un instante de cruce, un corto tránsito de las tinieblas y el sufrimiento hacia la luz y la alegría. Decididos a rectificar y a ser fieles de aquí en adelante, digamos con el salmista que confiamos en la promesa de Dios, que lo esperamos todo de él, nuestro auxilio y nuestro escudo. Tratemos de corresponder día a día, momento a momento, a sus gratas exigencias de amor que nunca muere, con una fidelidad que nada ni nadie pueda relajar.
3.- “Mantengamos la confesión de la fe, ya que tenemos un sumo sacerdote…” (Hb 4, 14) Jesús, el Hijo de Dios, es nuestro sumo sacerdote que ha realizado, de una vez por todas, la redención de nuestras almas. Él ha entrado en el santuario mismo de los cielos y ha ofrecido su propia sangre como holocausto perfecto… Esta realidad formidable de nuestra redención por los sufrimientos de Cristo, ha de mantenernos firmes en la confesión valiente de nuestra fe.
Firmes y fuertes, transidos por la luz de Dios. A nuestro alrededor habrá flaqueza, vacilación, tinieblas. Y muchos ocultarán su fe, o renegarán de ella o, lo que es peor, la deformarán. Intentarán plegar sus creencias a las ideas de moda, se conformarán con las exigencias de este siglo y cambiarán la forma de vivir y de pensar. Y en lugar de la fe teologal tendrán unas creencias humanas, que ya no merecen llamarse fe… Ante esta coyuntura hemos de ser fuertes, constantes, consecuentes con nuestra fe. Y confesarla con decisión, con valentía, sin miedo a ser llamado retrógrado, integrista o lo que sea. La fe es algo muy serio para andar con titubeos o concesiones absurdas.
“Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gracia…” (Hb 4, 16) Permanece fiel hasta la muerte y recibirás la corona de la vida. Así dice San Juan en el Apocalipsis. Y es que sólo quienes participan en la lucha tienen derecho a participar en la victoria… A quien me confesare delante de los hombres, dijo Cristo, yo lo confesaré ante mi Padre que está en los cielos.
Por eso nos acercamos seguros al trono de la gracia de Dios, porque permanecemos fieles a la fe de nuestros padres. Esa fe que aprendimos en los viejos catecismos; la fe tradicional que arranca de los primeros tiempos y se ha mantenido intacta a través de los siglos, custodiada y explicada, bajo la luz del Espíritu de Dios, por nuestra Madre la Iglesia, que otra vez compendia su fe y su moral en el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica.
Por el contrario, los que quieren inventar un credo nuevo, los que intentan descubrir una iglesia nueva y distinta, esos están inseguros, vacilantes, problematizados, acomplejados, caminando a tientas, empeñados en desbrozar un camino nuevo, olvidados de que el camino ya está descubierto, abierto, limpio y claro, un camino llamado Cristo.
4.- “Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan…” (Mc 10, 45) Qué atrevidos son los jóvenes, qué osadía suelen tener. Eso explica, aunque no justifique, la actuación de los hijos de Zebedeo. Juan desde luego era muy joven, y probablemente también lo sería su hermano Santiago. Ante el estupor y la indignación de los demás apóstoles, “los hijos del trueno” se atreven a pedir al Maestro los primeros puestos en el Reino, ocupar como principales ministros del gran Rey los sitiales de la derecha y el de la izquierda.
“No sabéis lo que pedís -les recrimina Jesús-, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?”. Ellos contestaron sin vacilar: “¡Podemos!” El Maestro debió sonreír ante aquellos nobles deseos tan llenos de ingenuidad. Jesús, como siempre, les habla con claridad de las dificultades que supone el seguirle: Beberéis mi cáliz, sufriréis por amor a mí, pero esos puestos ya están reservados para otros.
Al parecer, esa contestación no les desanima en su afán de seguir a Jesucristo y continuarán cerca de él, amándole con toda el alma, sirviéndole hasta el fin de sus vidas, abriendo y cerrando la serie de los doce apóstoles que morirán en servicio del Evangelio. Así, Santiago el Mayor será el primero en morir, mientras que Juan será el último del Colegio Apostólico que morirá, dando testimonio de lo que vio hasta el momento final de su vida, bebiendo día a día, sorbo a sorbo, aquel cáliz de gozo y de dolor que el Señor les había prometido.
La atrevida petición de los hijos de Zebedeo da pie al Maestro para enseñar a los Doce, y a cada uno de nosotros, que en el Reino de Dios no se puede buscar la gloria y el honor de la misma forma a como se consigue en los reinos de acá abajo, en que los ambiciosos, o los malvados sin escrúpulos, suelen escalar hasta la cima de los primeros puestos, para aprovecharse luego de los demás y enriquecerse a costa de unos y de otros. En el Reino de Dios para triunfar hay que humillarse antes, para llegar a reinar con Cristo primero hay que pasarse la vida sirviendo.
“El que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos”. Esa es la doctrina sublime y misteriosa del divino Maestro. No hay otro camino ni otra fórmula. Ese es el itinerario que Cristo, nuestro Dios y Señor ha marcado con su misma vida. Él, siendo quien era, no consideró codiciable su propia grandeza divina y se despojó de su rango hasta hacerse un hombre más. Incluso, dentro de su condición humana, tomó la forma de siervo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz. Su humillación fue suprema y única, un camino claro, decidido y generoso para que nosotros lo recorramos con abnegación y con gozo.
Antonio García Moreno
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