La vigilancia, una responsabilidad personal e intransferible
Hay muchas personas que vigilan por la salud de los demás en este momento de pandemia (políticos, personal sanitario, epidemiólogos, biólogos, químicos, fuerzas de seguridad, rastreadores…) dado que puede tener un impacto significativo en la salud pública. Todos ellos informan para que se tracen estrategias políticas de actuación clínica para el control de la pandemia, asignando recursos que mitiguen las necesidades de las personas contagiadas.
La vigilancia es vital y depende de la responsabilidad y la veracidad de todos y de cada uno en particular.
Nosotros, los bautizados, estamos comprometidos en el trabajo por el Reino de Dios, para hacer de este mundo, “un mundo de libertad, de justicia, de amor y de paz, que mantener así la esperanza de todos”. Se espera de nosotros una actitud comprometida, una respuesta digna de un seguidor de Jesús ante las distintas experiencias de la vida. Estamos ungidos por el bautismo “sine die”, o sea, “sin plazo”, “sin fecha”,y tiene un cometido, que ese Reino que es, sea también aquí. Por eso la invitación constante de Jesús: «… velad, porque nos sabéis ni el día ni la hora».
Podemos pasar la vida distraídos, en un carpe diem sin Dios; viviendo nuestro día a día en la búsqueda constante de un disfrute que roza tendencias hedonistas: ejercitando el cuerpo sólo con actividades que produzcan placer y con el objetivo de evitar malestares posteriores; invirtiendo en viajes por puro placer sin importar su costo económico; reuniéndonos y conversando sólo con personas cuya presencia y conversación nos resultan placenteras; evitando libros, películas o noticias que nos produzcan sufrimiento; acumulando conocimiento sin que éste revierta en los demás; evitando cualquier actividad que no nos sea placentera…
Tener la lámpara encendida es sinónimo de estar vigilante ante la llegada inminente del Reino, del cual estamos llamados a participar aquí y en la eternidad. Es una cualidad interior (personal) que no puede ser compartida, ni prestada ni vendida. Un ejercicio continuo (la vigilancia), que nos hace permanecer fieles a la llamada, a la experiencia de que ese Reino es y será.
El Reino definitivo tarda, y para unos llegará antes, para otros después. No está sujeta la venida definitiva del Señor a los cálculos humanos, para cuando estemos preparados. Esta vigilancia exige de nosotros mantenernos en tensión, para que no caigamos en ese carpe diem insensato, sino carpe díem vigilante, esperanzado, porque el Señor de la historia vendrá definitivamente. El encuentro del Señor con el hombre está fuera de nuestros cálculos. Con esta parábola se nos está invitando a ser constantes, pues en cualquier momento se puede producir su llamada.
El tiempo de la fe es algo permanente en las personas, no es algo para dos días sí, y dos no; no es intermitente. Cuando hemos tenido experiencia del Dios que ha venido a compartir nuestras vidas, el Dios-con-nosotros, se traduce en algo definitivo. Esa experiencia de gracia es percibida en el tiempo, nuestro tiempo, en nuestro cuerpo. Y es cierto que podemos compartir la experiencia de fe con otras personas, pero no mi responsabilidad ni mi respuesta ante ella.
Una búsqueda intensa pero serena
La primera lectura nos hace una invitación: a desear la Sabiduría.Y para acceder a ella, necesitamos una actitud constante de búsqueda y de apertura. Así dice el texto: «Fácilmente la ven los que la aman –y la encuentran los que la buscan-. Se anticipa a darse a conocer a los que la desean. Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su puerta la hallará sentada… Ella misma busca por todas partes a los que son dignos de ella…»
La Sabiduría se nos da en plenitud en la Palabra hecha carne, en Jesucristo; Él da sentido a nuestra vida y satisface nuestras aspiraciones. Pero como leemos en el evangelio de san Juan: «la(Sabiduría) Palabra(Jesús), vino a los suyos y no la recibieron».
Nuestra experiencia del Dios-con-nosotros, del Reino anunciado y traído por Jesús, nos ayuda a conseguir que nuestra vida tenga un porqué y un para qué. Es una experiencia fundante que nos convierte en sal de la tierra, en luz del mundo, en levadura. Que las distracciones de nuestra vida no nos hagan perder de vista la llamada que se nos ha hecho. Este proyecto necesita de todo nuestro tiempo, atención, cariño y entrega.
Esta responsabilidad personal y llamada a la vigilancia, no se debe convertir en un pensamiento obsesivo ni agobiante. La búsqueda del Reino de Dios no es nada traumático, ni algo ajeno a nosotros, que esté fuera o lejos. En realidad, se trata de buscarnos a nosotros mismos, de penetrar en nuestra interioridad, de vernos tal cual somos, de sentirnos un “yo” en lo que sentimos y hacemos. En la primera lectura se nos invita a esa búsqueda serena y gozosa de algo que se nos cruza diariamente en el camino, que nos espera sentado en la puerta de nuestra casa (la Sabiduría).
En el día de hoy, se nos invita a abrir los ojos y reconocer a Dios en los acontecimientos vividos. Esto requiere el estar vigilantes, tener encendida nuestra lámpara, en el aquí y ahora, en nuestra familia, en la comunidad, en nuestro pueblo o ciudad, en nuestro país, a través de los distintos hechos vividos, sean dolorosos o felices…, a través de esto que llamamos vida. En ella se manifiesta Dios, y nos pide una respuesta evangélica.
El Reino de Dios “está dentro de nosotros”, no tenemos que buscarlo fuera. No es algo material, es una forma de existencia, una manera de responder ante las distintas circunstancias de la vida.
Estemos vigilantes, pues el Señor está presente de una u otra manera en los distintos acontecimientos de nuestra vida. Y esa vigilancia ha de ser serena y confiada en la búsqueda: el Reino está más cerca de lo que pensamos. El buscarlo ya es poseerlo...
D. Juan Manuel López Montero, OP
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