10 noviembre 2022

Reflexión domingo 13 noviembre: LAS PIEDRAS DEL TEMPLO

 LAS PIEDRAS DEL TEMPLO

Por Antonio García Moreno

1.- “Mirad que llega el día, ardiente como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir" (Mal 4, 1) Dios avisa de cuando en cuando a sus hijos los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo.

A veces el corazón se nos encoge, nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten como a ratas.

No, Dios no quiere asustarnos. Y mucho menos trata de tenernos a raya con terribles cuentos de miedo, o con narraciones terroríficas de ciencia ficción. Dios nos habla con lealtad y, como alguien que nos ama entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.

"Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas..." (Mal 4, 2) No, no se trata de vivir amedrentados, de estar siempre asustados, como alguien que espera de un momento a otro el estallido pavoroso de un artefacto atómico. No, Dios nos quiere serenos, felices, optimistas, llenos de esperanza.

Pero esa serenidad, esa paz tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al grande y divino amor. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado.

Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un día eterno.

2.- "Tocad la cítara para el Señor, suenen los instrumentos: con clarines y al son de trompetas..." (Sal 97, 5-6) Una de las formas que el hombre tiene para expresar sus más íntimos sentimientos es la música. Hasta los pueblos más primitivos, hasta las civilizaciones más remotas en el tiempo han tenido sus instrumentos sonoros para verter en ritmo y melodías sus penas y sus gozos, sus odios y sus amores. En el campo de lo religioso la música ha constituido un cauce peculiar de expresión y ocupa una parte importante del culto divino.

En realidad todos los salmos son oraciones y plegarias para cantarlas con acompañamiento de instrumentos musicales. Muchos de los títulos que preceden a estos cantos religiosos conservan aún alusiones al maestro de coro, indicando cuál había de ser el instrumento que acompañara, según fuera una canción de guerra, un canto de amor, o una plegaria ardiente.

Rezar y cantar, dos palabras que expresan el mejor modo de dirigirse al Señor. A este respecto decía san Agustín que quien ora cantando, ora dos veces. La Iglesia canta en muchas ocasiones cuando se dirige a Dios. Podemos afirmar también que todos los grandes músicos de la Historia han compuesto alguna partitura que sirviera de acompañamiento a una oración. En este sentido son celebérrimas las Misas que para diversas ocasiones compusieron los más grandes genios de la música.

"Retumbe el mar y cuantos lo habitan, aplaudan los ríos, aclamen los montes..." (Sal 97, 7-8) Los temas relacionados con la Eucaristía han sido los más frecuentes motivos de inspiración para los músicos. En esa realidad entrañable del Sacrificio de Cristo, y de su presencia real en el Santísimo Sacramento, hallaron los artistas una fuente inagotable de inspiración que les inspiró esas páginas musicales, que todavía resuenan no sólo en las iglesias, sino también en las salas de conciertos.

No obstante, la más grande y bella sinfonía es la que interpreta sin cesar la creación entera. Es una música distinta pero maravillosa, integrada por hondos silencios y sencillas o encrespadas melodías de las aguas y los vientos. El mar y la tierra, los valles y las montañas, los ríos, las nubes, los árboles. Todo canta, de la noche a la mañana, al Señor Todopoderoso.

Ante esta realidad que nos circunda, no podemos permanecer mudos. También nosotros hemos de cantar, unir nuestras voces a la masa coral de todas las cosas. Un canto de amor y de gratitud ha de ser el nuestro. Un canto que se trenza con el silencio quizá, compuesto tal vez de sacrificios y de renuncias, de afirmaciones gozosas, de lucha y de esfuerzo, de servicio alegre y sencillo, de esperanza y de fe, de risas y de lágrimas.

3.- "Hermanos: ya sabéis cómo tenéis que imitar mi ejemplo..." (2 Ts 2, 7) Ojalá que todos pudiéramos decir que imitaran nuestro ejemplo. La mayoría nos tenemos que conformar con seguir el ejemplo de los demás, o por lo menos intentarlo. Hoy nos vamos a fijar en el ejemplo de ese gran hombre que fue Pablo de Tarso. Les dice a los de Tesalónica que no vivió entre ellos sin trabajar, y que nadie le dio de balde el pan que se comió, que trabajó y que se cansó de día y de noche a fin de no ser una carga para nadie.

Un cristiano que no trabaje es una burda caricatura de cristiano; uno que viva a costa de los demás pudiendo trabajar es un pobre desgraciado, un zángano, un vago, un parásito de la sociedad, un ladrón que se aprovecha del trabajo ajeno. A todos nos repugna de forma instintiva la figura del señoriíto -o de la señorita- que vive de las rentas sin hacer otra cosa que divertirse. Vamos a escuchar la palabra de Dios que hoy nos urge a trabajar, a tener siempre una tarea entre manos, a sentir la inquietud y la quemazón ante la posible inutilidad de nuestra propia vida.

"Cuando viví entre vosotros os lo dije: quien no trabaje que no coma" (2 Ts 3, 10) El Apóstol no disimula, no habla con tapujos, no se anda con rodeos. No hay otra alternativa, el que no trabaja no tiene derecho a comer. Y sin embargo, algunos viven sin trabajar, muy "ocupados" en no hacer nada, víctimas de su propio ocio. Sin querer comprender aquel viejo refrán de que la ociosidad es madre de todos los vicios, sin entender que el demonio está esperando que estemos desocupados para tentarnos al mal.

Pues a esos les digo y les recomiendo -afirma san Pablo- que trabajen con tranquilidad para ganarse el pan. Trabajar es por tanto una obligación grave para un cristiano. Ya el libro del Génesis dice con claridad que el hombre fue creado para que trabajara. Y eso antes del pecado original. De ahí que el trabajo no sea un castigo derivado de ese pecado, sino algo que brota como una exigencia de la misma naturaleza humana. Por esto el no hacer nada es algo no sólo anticristiano, sino también antinatural. Por el contrario, el trabajo bien hecho dignifica al hombre, lo ennoblece, lo eleva a la categoría de colaborador de Dios.

4.- "El contestó: cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8) Algunos ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. Herodes quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era también un piadoso creyente en Yahvé, aun cuando no era hebreo sino idumeo. Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia de este hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era preciso hacer de la religión un recurso político más.

Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el Señor. El sabe en qué quedará todo aquello dentro de no mucho tiempo. Sólo un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán por siglos. Todavía hoy se escuchan sus letanías dolientes en esos grupos de hebreos que llegan de todos los rincones del mundo, a llorar y verter allí tanto y tanto dolor como ha afligido a su pueblo a lo largo de la Historia.

El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y Mesías, proclamando ser los portadores de la salvación eterna. Jesús nos pone en guardia a todos. No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles momentos.

De todos modos serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar. Es cierto que a veces la persecución puede desanimarnos. Sobre todo esa de que habla hoy el Señor, la persecución de nuestros propios seres queridos, la persecución de los nuestros, de esos que creen también en Jesús y predican como nosotros el amor y la comprensión para todos, incluso para los enemigos. Por una causa inconcebible, se volverán contra nosotros, nos mirarán con desprecio disimulado o abierto, nos excluirán, nos silenciarán, nos arrinconarán.

Hay que reaccionar con serenidad, pensar que Jesucristo ya lo había predicho antes de que ocurriera. Precisamente para que cuando ocurriese permaneciéramos tranquilos, sin responder con la misma moneda de odio y desprecio. El Señor nos defenderá, él nos protegerá y nos librará. Dios no nos olvida. Tan presente nos tiene, que ni un solo cabello de la cabeza caerá sin su beneplácito. Permanezcamos siempre fieles, convencidos de que mediante la paciencia ganaremos nuestras almas.

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