Por Gabriel González del Estal
1.- En muchas sociedades antiguas se pensaba que la enfermedad física era consecuencia de algún pecado moral. Pensaban que Dios nos quiere siempre sanos y prósperos y, por tanto, si estamos enfermos o arruinados es porque Dios nos ha retirado su favor. La lepra era una de las enfermedades más odiadas y temidas en la sociedad judía, hasta el punto de que el Levítico dedica los capítulos 13 y 14 a su diagnóstico y curación. El afectado por la lepra llevará los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, se cubrirá hasta el bigote e irá gritando: <impuro, impuro>. Es impuro y habitará solo. El leproso se consideraba a sí mismo una persona desgraciada y pecadora. Por eso, cualquier persona que se les acercará e intentará curarles era para ellos una persona que les daba, gratuitamente, más de lo que ellos realmente merecían. En las lecturas de este domingo vemos que los dos únicos leprosos que reconocieron y agradecieron la gratuidad y magnificencia del que les había curado fueron dos extranjeros: un sirio y un samaritano. Dejando a un lado otras muchas consideraciones que se podrían hacer, yo me pregunto: ¿no estaremos tratando ahora nosotros, los españoles, a muchos extranjeros como trataban los judíos a los leprosos impuros? ¿Cuál sería la actitud de Jesús de Nazaret hoy día ante los emigrantes? ¿Tiene motivos ahora este o aquel emigrante para sentirse agradecido por lo que yo he hecho por ellos? ¿Se sentirá movido a convertirse al Dios cristiano el emigrante al que yo he podido ayudar?
2.- Levántate, vete; tu fe te salvado. No dice tu fe te ha curado. Se entiende que todos los diez leprosos de la parábola fueron curados. Sólo al samaritano le dice tu fe te ha salvado, porque sólo este reconoció la gratuidad y magnificencia de Jesús y se animó a creer en él. A todos nosotros Dios nos regala su gracia y su favor diariamente. Pero vamos de camino por la vida como si todo lo que tenemos y lo que hacemos fuera fruto de nuestro merecimiento y esfuerzo propio. Los otros nueve, ¿dónde están? Pues los otros nueve eran judíos, hijos de Dios por herencia, y no tenían por qué estar especialmente agradecidos a un favor que, en su opinión, realmente merecían. Siguieron su camino hasta el sacerdote para que este certificara su curación. Esto es lo que mandaba la Ley; ellos la cumplían y ¡basta! Como aquel que dice: pues, si peco, me confieso y ya está. Y el agradecimiento y la conversión, ¿dónde están? Creer en Dios no es simplemente creer en la Ley de Dios y cumplirla; es vivir en el amor gratuito de Dios y repartir gratuitamente este amor entre todas las personas, preferentemente entre los más pecadores, desgraciados y desfavorecidos.
3.- En adelante, tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios a otros dioses fuera del Señor. A Naamán, el sirio, la curación le llevó a la conversión. Si el profeta Eliseo se negaba a aceptar regalo alguno, él quería mostrar su agradecimiento al Dios del profeta y el mejor regalo que podía hacerle era ofrecerle su conversión. Convertirnos al Señor es la mejor manera de mostrar nuestro agradecimiento al Dios que nos ha regalado la vida y que nos ofrece diariamente su amor. La conversión a Dios afecta a toda la vida de la persona y supone la renuncia a todos los otros dioses que cada día nos exigen culto y holocaustos. El dios del dinero, el dios de la vanidad y del orgullo, el dios del placer, el dios, en definitiva, de nuestro yo. Todos nosotros somos, en algún sentido, leprosos e impuros; Dios nos regala su perdón y su ayuda. Seamos siempre agradecidos. En verdad, es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor...
4.- Si somos infieles, él permanece fiel. Este es nuestro consuelo y nuestra esperanza. Nuestro Dios es un Dios siempre perdonador y amigo del pecador. Por amor a este Dios amigo y perdonador, nosotros debemos vivir siempre como amigos y perdonadores de todos nuestros hermanos; también de los hermanos que no quieren o no saben corresponder a nuestra amistad. Pablo se hizo amigo de todos y servidor de todos, para llevar a todos a Cristo: lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación. Perdonar y agradecer siempre, a pesar de todos los reveses y disgustos que nos dé la vida. No condenar, no llamar <impuro, impuro> a todo el que no piense como nosotros, o no quiera ser de los nuestros. Dios nos ha perdonado y nos ha curado; perdonemos también nosotros y seamos agradecidos al Dios del perdón y de la salvación.
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