06 octubre 2022

Reflexión domingo 9 de octubre...MUCHO PEOR QUE LA LEPRA

 

MUCHO PEOR QUE LA LEPRA

Por Antonio García Moreno

1.- "En aquellos días, Naamán el sirio bajó y se bañó siete veces en el Jordán, como se lo había mandado Eliseo..." (2 R 5, 14) Naamán era un gran soldado sirio, querido de su rey por su valor y su lealtad. Pero su cuerpo estaba podrido. La lepra le corroía la piel y la carne. Una muchacha hebrea, botín de guerra, esclava de su esposa, interviene. En su tierra, dice, vive un profeta que puede curar a su amo de aquella terrible enfermedad.

Naamán cree y se pone en camino hacia Israel. El profeta le atiende: "Lávate siete veces en el Jordán y quedarás limpio". El bravo soldado sirio se resiste, le parece que aquello es un remedio absurdo. Por fin accede a bañarse en el Jordán. Y su carne quedó limpia como la de un niño.

Un caso más de fe en la palabra de Dios, un prodigio más que nos anima a creer contra toda esperanza, a vivir todo lo que nos exige nuestra condición de creyentes. Un hecho que nos empuja a la generosidad, a la entrega por encima de todo egoísmo, de toda incomprensión, de toda ingratitud.

"Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Y tú acepta un presente de tu servidor..." (2 R 5, 15) Naamán se vuelca gozoso en ese Dios bueno que ha tenido compasión de su dolor. Es un corazón agradecido el suyo, un corazón noble. Y su agradecimiento es algo más que un puñado de palabras. Él llega hasta las obras. Vuelve a Eliseo y le ofrece un rico presente como prueba de su gratitud.

Sí, el corazón se nos llena de gozo cuando Dios nos ayuda, entonces nos inclinamos a dar gracias, alegres y eufóricos porque las cosas nos salieron bien. Pero muchas veces todo eso se queda en un mero sentimiento, una sensación efímera y fugaz que a lo más que llega es a las palabras... Hemos de ser agradecidos con el Señor por los innumerables beneficios que continuamente nos otorga, hemos de corresponder con amor al gran amor que él nos tiene. Sí, porque amor con amor se paga. Pero no olvidemos que el mejor modo de amar a Dios es amar a los hombres porque son criaturas suyas. Y no sólo con palabras, sino con obras y de verdad.

2.- "Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas" (Sal 97, 1) Qué gran capacidad tenemos, Señor, para acostumbrarnos a todo. Lo que un día nos admira, después de verlo varias veces acaba por parecernos algo corriente. Por otra parte nuestra ignorancia y torpeza nos arrastra a no percibir lo maravilloso de algunas cosas que ocurren a nuestro alrededor. En el campo de lo religioso es nuestra poca fe lo que hace que sea posible nuestra indiferencia, o nuestra frialdad ante las realidades divinas.

Abre nuestros ojos, Señor, despierta nuestra sensibilidad, capacita nuestros sentidos para que cuanto de grandioso ocurre a nuestro lado no pase desapercibido. Que percibamos las grandezas de tu creación, que no nos acostumbremos a ver lo que ocurre en la vida de cada día como algo sin importancia: el recorrido permanente y preciso del sol, el nacer de las plantas, el abrir de las flores, el madurar de los frutos, el caer dorado de las hojas...Ayúdanos a extasiarnos ante la obra de tus manos.

"Aclama al Señor, tierra entera, gritad, vitoread, tocad " (Sal 97, 3) También las obras de los hombres son obras de Dios. Es verdad que el hombre actúa con plena libertad, que es responsable de sus actos, acreedor al premio por lo bueno que hace y merecedor del castigo por el mal que haga. Pero para que el hombre actúe es necesario el concurso divino. La criatura humana viene a ser, en cierto modo, como una máquina inteligente y libre que precisa de continuo la fuerza que la mantenga en marcha. Y esa fuerza viene en último término de Dios, causa primera de lo que es y existe.

Por otra parte, en los actos humanos hay algo de Dios, una cierta huella divina. Al fin y al cabo el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Y en él, como en ningún otro ser del universo, se refleja la grandeza del Creador. Esa es quizás una de las razones supremas del amor al prójimo: la semejanza del hombre con Dios, su condición de hijo suyo... Busquemos, pues, a Dios también en el hombre. Si nuestra mirada está limpia de egoísmos, sabremos encontrarlo y, gozosos, le aclamaremos.

3.- "Haz memoria de Jesucristo el Señor, resucitado de entre los muertos..." (2 Tm 2, 8) Es sumamente importante hacer memoria de que Jesús es el Señor, y de que además ha resucitado de entre los muertos. Son dos cuestiones que si las olvidamos se nos puede venir abajo todo el edificio de nuestra vida espiritual, nos puede ocurrir que vivamos superficialmente nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor a Cristo. Como si él fuera un cualquiera, un pobre hombre que pertenece al recuerdo desvaído de la historia, un desgraciado que terminó sus días de manera triste y trágica, colgado de una cruz.

Jesús es el Señor. "Kyrios", decían los primeros cristianos, dando a esa palabra toda la fuerza de su propia significación. Señor es lo mismo que Dueño absoluto de cuanto existe en el universo, es lo mismo que Dominador todopoderoso. "Pantocrátor" era otro título propio de Jesús en la antigüedad, es decir, Creador de cielos y tierra, de este orbe inconmensurable y desconocido en el que vivimos. Y también hay que hacer memoria de que resucitó de entre los muertos, que traspasó la frontera que ningún mortal, precisamente por serlo, fue capaz de atravesar. Cristo resucitado, Cristo vivo, Cristo siempre actual. Cristo ayer, Cristo hoy, Cristo siempre. Haz memoria y obra en consecuencia.

"Este ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas como un malhechor..." (2 Tm 2, 9) Pablo dice que anunciar a Jesús como Señor y como resucitado de entre los muertos constituye, en síntesis, el Evangelio. Esa es la Buena Noticia por la que el Apóstol ha sufrido tanto, y por la que en ese momento, ya anciano, se encuentra encarcelado, tenido como un malhechor.

Pero la Palabra de Dios no está encadenada, asegura el viejo misionero. Por eso -dice- lo aguanto todo por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación con la gloria eterna, lograda por Cristo Jesús. Su ejemplo es un grito de urgencia que ha de despertar nuestras vidas muertas, un toque de alerta para nuestra modorrez y sopor interminables... Dios mío, haz que reaccionemos, haz que nos animemos a vivir por ti y para ti. Es doctrina segura continúa san Hablo; si morimos con él, viviremos con él; si perseveramos, reinaremos con él. Si lo negamos, también él nos negará... Vamos, entonces, a reanudar nuestra marcha, vamos a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Cristo, vamos a morir, día a día, con Cristo para así vivir para siempre con él.

4.- "Y mientras iban de camino quedaron limpios..." (Lc 17, 14) San Lucas refiere con frecuencia que Jesús caminaba hacia Jerusalén. De ordinario los viajes a la Ciudad Santa para los hebreos eran una peregrinación hacia el Templo de Dios Altísimo. Eran viajes, por tanto, cargados de un profundo sentido religioso en el que se caminaba con la mirada puesta en Dios, y con el deseo de adorarle y de ofrecerle un sacrificio de expiación o de alabanza. Jesús se nos presenta en el tercer evangelio en un continuo caminar hacia el monte Sión, el lugar sagrado en el que se inmolaría él mismo como víctima de amor, para redimir a todos los hombres.

A lo largo de ese camino, el Señor enseña a cuantos le siguen; cura y sana a los enfermos que acuden a él. La fama de su poder y compasión era cada vez más grande. En el pasaje que contemplamos son diez leprosos los que se acercan cuanto pueden, más quizá de lo permitido, para implorar que los sane de su repugnante enfermedad. Exclamación angustiada y dolorida, súplica ardiente de quienes se encuentran en una situación límite, oración vibrante y esperanzada, que solicita con todas las fuerzas del alma, que sus cuerpos se vean libres de aquella podredumbre que les roía la carne.

La lepra viene a ser como un símbolo del pecado, enfermedad mil veces peor que daña al hombre en lo que tiene de más valioso. En efecto, el pecado corroe el espíritu y lo pudre en lo más hondo, provoca desesperación y desencanto, nos entristece y nos aleja de Dios. Si comprendiéramos en profundidad la miseria en que quedamos por el pecado, recurriríamos al Señor con la misma vehemencia que esos diez leprosos, gritaríamos como ellos, suplicaríamos la compasión divina, confesaríamos con humildad y sencillez nuestros pecados para poder recibir de Dios el perdón y la paz, la salud del alma, mil veces más importante que la del cuerpo.

Cristo Jesús sigue pasando por nuestros caminos, sigue haciéndose el encontradizo. Acerquémonos como los leprosos de hoy, gritemos con el corazón, lloremos nuestros pecados, mostremos nuestro arrepentimiento y nuestro deseo de no volver a pecar. En una palabra, hagamos una buena confesión. El milagro se repetirá; como los leprosos sentiremos que nuestra alma se rejuvenece, se llena de paz y de consuelo, de fuerzas para seguir luchando con entusiasmo, con la esperanza cierta de que, con la ayuda divina, podremos seguir limpios y sanos, capaces de perseverar hasta el fin en nuestro amor a Dios.

Ante este prodigio, nunca bien ponderado, de la misericordia y el poder divinos, que se nos llene el corazón de alegría y de gratitud, que seamos como ese samaritano que volvió a dar las gracias al Señor por haberlo curado de tan terrible enfermedad. Tengamos en cuenta que, además, la ingratitud cierra el paso a futuros beneficios y la gratitud lo abre. Pensemos que es tan grande el don recibido, que no agradecerlo es inconcebible, señal clara de mezquindad. Por el contrario, ser agradecido es muestra evidente de nobleza y de bondad.

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